Este miércoles 10 de
septiembre se celebró el Día Mundial para la Prevención del
Suicidio.
Como cada año los
profesionales de la salud mental nos reunimos para llevar a cabo
declaraciones públicas en diferentes foros.
El objetivo de estos
actos es doble: por un lado los profesionales nos recordamos a
nosotros mismos la importancia de seguir investigando y
perfeccionando nuestras muy mejorables actuaciones a la hora de
ayudar a quienes, desesperados, atentan contra su vida.
Este año, en Anábasis,
tuvimos la suerte de poder aportar nuestro grano de arena, y por ello
acudimos a la presentación de un manual
monográfico sobre el suicidio, en el que colaboramos en
calidad de coautores con un capítulo dedicado a la prevención de
las nuevas tentativas suicidas y sus secuelas en supervivientes.
Para nosotros fue un
orgullo poder participar en una obra tan rigurosa como exhaustiva,
la cual creemos que se acabará convirtiéndo en toda una referencia
dentro de su campo.
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El segundo objetivo
de los actos públicos es el de intentar hacer visibles a la
ciudadanía estas muertes que parecen distantes, silenciadas desde el
punto de vista mediático y, por tanto, invisibles. Como afirma
Andoni Anseán, Presidente de la Fundación
Salud Mental España, estamos todavía lejos de haber asumido que
el suicidio se ha convertido en el problema de salud pública
número uno.
Anseán inicia el manual
que dirige con un capítulo que lanza una advertencia clara: hoy por
hoy no existe un Plan Nacional para la prevención del suicidio.
Y ello a pesar de que el suicidio es desde hace años la principal
causa de muerte violenta, duplicando ya el número de fallecidos por
accidentes de tráfico, y siendo 12 y 68 veces más frecuente que los
decesos por homicidio y violencia de género, respectivamente.
Aunque sólo sea para
dirigir la mirada de las autoridades políticas hacia esta realidad
vale la pena insistir en las cifras: una persona muere por
suicidio cada 40 segundos en el mundo, y otra lo intenta pasados 2.
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Las estadísticas pueden
ser impactantes (lo son), pero casi siempre resultan impersonales. Su
capacidad para conmover tiene corto recorrido.
No así lo que ocurre con
los suicidios de figuras mediáticas, como el más reciente
(11 de agosto de este año) del actor estadounidense Robin Williams.
Un suicidio cuyas repercusiones van más allá de la simpatía que un
artista puede llegar a generar al emocionar con sus obras a miles de
personas. Que un cómico se suicide tiende a abrir una grieta en la
visión simplista que muchas veces sostenemos acerca del vivir.
Corresponde a los medios
de comunicación y a los profesionales hacer una lectura responsable
de estos desgraciados sucesos, para que al menos estas muertes puedan
aportarnos algo en positivo a quienes pasamos a compartir sus
ausencias. Es buena señal que, poco a poco, el sensacionalismo vaya
deando paso a la concienciación y al rigor cuando se aborda este
tipo de noticias.
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No quisiéramos extendernos mucho más hablanco del suicidio en el día de hoy, pues es un tema que sin duda requiere tiempo y calma para ser abordado, a lo cual nos compremetemos.
Sin embargo, no nos
resistimos a rendir un último homenaje a otro artista que nos
abandonó hace 6 veranos (12 de septiembre de 2008) tras años
de padecer depresiones recurrentes. La desesperanza ligada a este trastorno mental, junto con una autoexigencia dolorosamente consciente acabaron conformando un sello personal que
salpica casi todas sus obras, pero que también nos privó de seguir
disfrutándolas.
Hablamos del escritor
norteamericano David Foster Wallace, hoy tenido por uno de los mejores de su generación.
A los días mundiales y otras conmemoraciones institucionales, a las trágicas efemérides de los suicidios célebres, recomendamos hoy más que nunca sumar la voz en primera persona de la persona sufriente. Ante las preguntas que tantas veces quedan sin contestar, quién mejor que un artista para hablarnos de ese dolor, el que anida en cada suicidio.
Leer -pongamos- el relato
de Wallace, La persona deprimida, es quizás una de esas pocas
experiencias capaces de salvar el abismo de lo incomprensible, ése
que nos separa de las personas que a veces no ven otra salida más
que la de sus personalísimos suicidios, como sugiere el título del
manual. Cada uno tiene el suyo, pero el motor es el mismo.
Porque, si conseguimos
salvar esas distancias, si atisbamos el dolor, quizás podamos tener alguna oportunidad de
ayudar. Vale la pena intentarlo.
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