sábado, 2 de junio de 2018

Pasos y tropiezos hacia una Neurociencia Crítica (II)

Como proponíamos en la entrada anterior, el término Neurociencia(s) ha ganado popularidad hasta hacerse hegemónico, pasando a ser incorporado como concepto de consumo y facilitando la asunción acrítica de ciertas ideas acerca del sistema nervioso y su relación con el sujeto.

Pero esta popularidad entraña sus propios riesgos, pues las promesas exaltadas encierran la semilla de la desilusión y el descrédito. Desde hace un tiempo arrecian los recelos y algunas advertencias.

Nos gustaría en esta entrada exponer algunas de las críticas que comúnmente se dirigen hacia el amplio territorio bajo el nombre de neurociencia(s). Aplicaremos así mismo la actitud crítica para intentar separar el grano de la paja, diferenciar la procedencia de las mismas, así como la pertinencia o no de las que se esgrimen con mayor frecuencia.

1. Las críticas

Por resumir y agrupar los principales reproches dirigidos contra las neurociencias nos gustaría proponer los siguientes:
  • El reduccionismo: la idea de que la neurociencia reduce al ser humano a su cerebro.
  • El determinismo: la idea de que la neurociencia niega el libre albedrío humano.
  • El inmovilismo: la idea de que la neurociencia favorece al status quo y naturaliza las injusticias.
A continuación intentaremos abordarlos de manera sucinta.

Reduccionismo: muchas personas afirman con preocupación que el conocimiento neurobiológico de los seres humanos tiende a minusvalorar o invisibilizar circunstancias como son las interacciones entre individuos, grupos y sistemas, así como los condicionantes de tipo social. Por ello sienten que el individuo en su complejidad queda reducido (jibarizado) a una versión tosca e incompleta, poco útil para las personas en el mejor de los casos.

Escultura de Bruno Walpoth
Sin embargo llegar a esta conclusión normalmente implica olvidar cuál es la diferencia entre el reduccionismo ontológico (definir a la baja la naturaleza o la esencia de la cosa en sí) y el reduccionismo nosológico o metodológico, que es lo que intenta la neurociencia y no deja de ser una estrategia empleada en el estudio de la naturaleza.

El reduccionismo metodológico ha sido un enfoque altamente exitoso durante lo últimos 300 años de empresa científica. Como método consiste esencialmente en lo siguiente: reconociendo la vasta complejidad del universo, se procede a dividir la realidad en sus componentes más simples, centrando los esfuerzos en adquirir un conocimiento lo más detallado posible de dichos fragmentos. Esto se lleva a cabo con un objetivo a largo plazo: poder llegar en algún momento a realizar extrapolaciones, generalizar el conocimiento obtenido a porciones mayores de la realidad, o bien poder sumar los hallazgos procedentes de diferentes programas de investigación, campos o disciplinas. La idea es poder complejizar (detallar) parte por parte, paso a paso, nuestra comprensión de la naturaleza.

Los neurocientíficos, por tanto, no pueden sino ser plenamente conscientes de que un ser humano (al igual que ellos lo son) es mucho más que una suma de circuitos, sinapsis, materia blanca y gris. Deciden no obstante, siguiendo una metodología y un código de conducta, especializarse en el conocimiento de estos elementos fundamentales a fin de poder sumarlos a lo que ya sabemos, de una forma más detallada, ampliando nuestro conocimiento de lo que supone ser humano.

Con todo y con esto, el reduccionismo metodológico presenta a día de hoy dos dificultades principales a nuestro juicio: la insuficiencia para abordar el estudio de fenómenos emergentes (aquellos que constituyen un nivel de complejidad nuevo, superior, a partir de un conjunto de elementos previos cuyas características no permitirían deducir a priori el salto al siguiente nivel, como la composición del aire de una pradera no permite anticipar un tornado). El segundo obstáculo sería la importante resistencia por parte de cada disciplina o campo superespecializado a la hora de conciliar sus resultados con los de las demás, debido a inercias de tipo insitucional y al desarrollo de lenguajes propios que impiden una comunicación efectiva.

Determinismo:
se trata este de un reproche de larga tradición filosófica. La idea es que, si asumimos que el sustrato material de nuestra conducta tiene su origen en una secuencia de interacciones causa-consecuencia ubicadas en nuestro cuerpo y en particular en el sistema nervioso, esto colisionaría con la noción de "libre albedrío", ya que nuestros actos serían el resultado final de la cadena de estímulos y respuestas, y no de las decisiones libres de los individuos.

Estamos lejos de alcanzar una respuesta satisfactoria para todos los implicados en este eterno debate, pero creemos necesario apuntar al menos dos cosas: los sistemas nerviosos parecen ofrecer opciones de adaptación a los organismos ante entornos cambiantes, pero en la filogenia se parte de mecanismos tan sencillos y repertorios tan limitados que difícilmente tendríamos a esos organismos por "libres". En la medida en que los sistemas nerviosos se complejizan, los organismos paracen alcanzar una mayor flexibilidad conductual, con mayor capacidad de amoldarse a las circunstancias. En este sentido, la gran variabilidad conductual de los individuos humanos parece señalar un campo de acción muy amplio, que tradicionalmente se ha venido a llamar libertad.

Pero no es lo mismo sentirnos dueños de nuestros actos (tener sentido de agencia) que ser libres. El papel de las emociones es muy indicativo en este sentido: cuando albergamos un estado emocional intenso (estamos aterrados, o furiosos) solemos sentirnos bastante predispuestos a la acción. Por el contrario, a menor emotividad mayor tendencia a la duda, a la indecisión. Hay cierto tipo de personas que pasan minutos u horas intentando sopesar y balancear los pros y contras de una decision sin poder abandonar el bucle de la reflexión. Desde un punto de vista meramente racional es difícil actuar o tomar decisiones. Por tanto, de esto resulta una premisa cuando menos curiosa: cuanto más dominados por una emoción, menos dudamos de nuestros actos, y sin embargo probablemente sea cuando más condicionados, más restringidos y con menos opciones para actuar de otra manera estemos. Nos sentimos más libres cuando menos lo somos.

En este sentido, creemos que a día de hoy nuestro conocimiento acerca de la libertad humana se resume en la siguiente frase: podemos decidir lo que hacemos, pero no podemos decidir lo que deseamos (o tememos). Es como si viviéramos en una celda de barrotes de 30 metros cuadrados, dentro de la cual podemos actuar de muchas formas, sin poder abandonarla nunca. Lo mismo pasa con nuestras restricciones corporales: debemos respirar, hidratarnos, obtener nutrientes, no podemos vaporizarnos y luego recomponernos. Y sin embargo la sensación de libertad es tozuda a pesar de la cárcel de nuestras preferencias. Podemos ganar cierta capacidad de intervención, tomando decisiones concretas en el corto plazo que nos trasladen a un nuevo contexto, una nueva estructura de incentivos que vaya moldeando afectivamente nuestros deseos y temores, pero cualquier cambio llegará muy paulatinamente.

Ilustr. por Argyle Plaids
Porque tal vez las personas, como organismos extremadamente complejos con capacidad para aprender continuamente y adaptarse a las circunstancias, estamos sobredeterminados. No solo por las interacciones que tienen lugar en nuestro cuerpo, sino en continua relación con los estímulos externos, que son a los que debemos adaptarnos de forma continua, aunque no nos apercibamos de ello. Este tipo de sobredeterminación sin duda tiene un sustento igualmente material, pero simplemente no podemos seguirle la pista. Trasciende la causalidad lineal, y puede ser definido como caos determinista. La secuencia de hechos es inevitable, pero no tenemos acceso a desentrañar la maraña de interacciones. Nuestra experiencia subjetiva es de total opacidad hacia dicho entramado y, al mismo tiempo sostiene un tozudo sentido de agencia.

Algunos objetan que, si la libertad es una ilusión, una experiencia subjetiva no muy avalada por otro tipo de evidencias, entonces tenemos un problema jurídico entre manos. Afirman que, si llegamos a la conclusión de que no somos tan libres como pensamos, el concepto de responsabilidad se vendría abajo junto con la organización social sustentada en leyes. Pensamos que esto no es así por dos motivos. En primer lugar la ley tiene una vocación homogeneizadora de la conducta individual de tal forma que resulte en beneficio colectivo. En este sentido no le importa tanto atender a la neurodiversidad mientras no cometa una injusticia flagrante. Le dice a todos los sujetos: "cumple la ley como si estuviera en tu mano hacerlo". Y lo relevante es que la persona, convencida de su libre albedrío, se comporta como si efectivamente lo tuviera. La ley, afortunadamente, funciona mientras sintamos que debemos cumplirla, con los matices debidos a la edad, las lesiones irreversibles, etc. Lo cual no puede dejar de recordarnos a la conocida anécdota que suele contar el esloveno Zizek acerca del gran físico Niels Bohr, quien en cierta ocasión recibió la visita de un colega en su casa de campo. Al parecer el colega habría mostrado su sorpresa al ver que el danés tenía una herradura colgada en el quicio de la puerta de entrada a la casa, reprochándole que un científico de su talla le diera pábulo a supersiticiones. Al parecer Bohr contestó: "por supuesto que no creo en estas tonterías, pero es que me han asegurado que funciona aunque uno no crea."

Inmovilismo: a las neurociencias, cada vez más, y de forma similar a lo que ocurre con casi cualquier enfoque biológico que pretenda arrojar luz en el comportamiento humano individual o colectivo, se las acusa cada vez más de colaborar con el status quo. El conocimiento de tipo neurobiológico sería una herramienta al servicio del poder establecido, con su actual carácter patriarcal, colonialista y neoliberal.

"They live". Alive Films - © 1988. 
Existen motivos para pensarlo. No en vano el conocimiento científico está en la base de la legitimación de muchas medidas políticas tomadas por los estados modernos. Por otro lado algunas de las insituciones científicas más importantes deben su existencia al interés estatal y por tanto dependen enconómicamente del mismo. Finalmente, en la decisión de la cartera de servicios estatales, tiene un peso la legitimación científica, por ejemplo afectando a las prestaciones sanitarias que cubre la sanidad pública o aquellas que van a quedar al margen. Además, más allá de los lazos que emborronan las relaciones entre gobierno y maquinaria de estado, el poder se encuentra cada vez más fragmentado, detentado por actores privados, multinacionales e intereses económicos que tratarían de usar la legitimidad de la neurociencia a su favor.

En este sentido se afirma: un conocimiento generado en una estructura social sesgada, tenderá a percibir la realidad acorde a dicho sesgo, reproduciéndolo en sus productos y naturalizando (reificando) por tanto como hechos biológicos lo que no serían sino prejuicios condicionados por la posición de uno en el entramado social.

Ilustr. por Argyle Plaids
Sin embargo los que acusan a las neurociencias de naturalizar las injusticias sociales caen en la falacia naturalista. Afirman que la neurobiología es fuente de opresión social creyendo que describir es lo mismo que prescribir. La organización de la sociedad no corresponde a los (neuro)científicos, sino a los actores políticos; y aunque llegase el dia en que pudiera desplegarse una descripción nítida y fiable de la naturaleza humana, sería igualmente objeto del campo de la ética, ajeno a la misión científica, decidir si el modelo de sociedad debe ajustarse a esa naturaleza o, preferiblemente, superarla en términos de justicia y solidaridad. Pero los ánimos están tan crispados a nivel universitario últimamente que algunos hablan incluso de la falacia naturalista inversa, según la cual, aquello aquello que no sería deseable no debe ser enunciado como verdadero. De ahí que la biología sea observada con recelo, no fuera a enunciar conclusiones indeseadas para un determinado proyecto.

En este sentido resulta esclarecedor el análisis que lleva a cabo el físico y filósofo de la ciencia Mario Bunge, quien, trazando la genealogía de la crítica académica contra la ciencia, rescata la figura de Robert K. Merton, padre de los "Science, Technology and Society studies". Según Bunge, la crítica materialista de la actividad científica tiene en Marx y Engels una primera generación, a la que sucede la de Merton. En su tesis afirmaba que "no sólo el error o la ilusión o las creencias sin verificar, sino también el descubrimiento de la verdad, están social e históricamente condicionados". Al mismo tiempo reconocía que, los encargados de descubrir esa verdad, los científicos, se rigen por un código de conducta, un ethos basado en los siguientes principios rectores: "honradez intelectual, integridad, escepticismo organizado, desinterés e impersonalidad".

Esta postura es la que Bunge defiende y nosotros queremos también reivindicar, reconociendo que la empresa guiada por el método científico sigue unas normas particulares y un código ético que permite obtener conocimientos progresivamente universalizables, basados en la duda, la replicación, la falsación y la continua revisión de supuestos. Por supuesto, en cuanto humanos, los científicos están materialmente condicionados, pudiendo afectar a su adherencia al citado ethos, lo cual justifica y exige a nuestro juicio la actitud autocrítica de la propia neurociencia. Pero de ello hablaremos en la próxima entrada.

Referencias:
1. Rose H y Rose S, (2016). ¿Puede la neurociencia cambiar nuestras mentes?. Ed. Morata.
2. Bunge M, (2015). Crítica de la nueva sociología de la ciencia. Ed. Laetoli.
3. Perry G y Mace R (2010) "The lack of acceptance on evolutionary aproaches to human behavior". Journal of Evolutionary Psychology. (8) 2, 105–125