lunes, 13 de septiembre de 2021

Sentido y (des)propósito en la era laboral. David Graeber In memoriam.


El día 2 de septiembre del pasado año 2020, la muerte encontró al antropólogo y activista David Graeber, quien pasaba unos días de vacaciones en la ciudad de Venecia. La noticia, extraña como la ciudad de los canales durante la pandemia, supuso para muchos de nosotros un final trágico e inesperado, casi de novela. Se nos fue David, como se ha dicho este primer aniversario, cuando más lo necesitábamos.

(Nueva York, 1961 - Venecia, 2020)

Autor reconocido por obras como “En deuda. Una historia alternativa de la economía”, “Fragmentos de antropología anarquista” o “La utopía de las normas”, despertó hace tiempo mi interés por su capacidad para captar y exponer con una crudeza socarrona muchas de las tramas en las que vivimos inmersos: la inagotable burocracia, el papel coercitivo de la deuda y, especialmente, algunas aristas no tan evidentes del malestar laboral.

Si Graeber se convirtió en un referente intelectual en su campo fue por ser capaz de ver con ojos nuevos y mostrar a los demás aquello que solemos dar por sentado. Atentaba contra el sentido cómún al desvelar su origen interesado y su falso consenso. Exponía crudamente sus entresijos al ponerse a escribir o conferenciar, salpicando toda su obra de un particular sentido del humor y referencias de lo más diversas.

Sirva esta como comentario y reflexión en torno a uno de sus libros más influyentes, así como merecido homenaje de despedida a un autor con el que ya no tendremos la suerte de seguir pensando de la mano, sino tras sus pasos.


1. Trabajos de mierda. Una teoría.

Un trabajo de mierda (bullshit job) no es para Graeber lo que solemos entender por un trabajo basura o precario. Se trata de “un empleo por cuenta ajena tan carente de sentido, innecesario o tan pernicioso que ni siquiera el propio trabajador es capaz de justificar su existencia, a pesar de que, como parte de las condiciones del empleo, dicho trabajador se siente obligado a fingir que no es así”.

Los trabajos de mierda no suelen estar mal pagados. Más bien al contrario. Podría pensarse que, mediante generosas nóminas, los empleadores tratan de consolar a sus trabajadores distrayéndoles del carácter fracasado que encierra el puesto. Graeber enumera algunos sectores en los que abundarían los trabajos de mierda: abogados corporativos, altos funcionarios universitarios, mandos intermedios empresariales, organizaciones no gubernamentales... También hace mención de las variedades formales que los componen: “parcheadores”, “marcacasillas”, “supervisores”, “esbirros”, “lacayos”... una variopinta fauna que compone la especie del Homo Laborans, reconocibles entre sí por la dudosa utilidad social de sus ocupaciones.

El sujeto que se encuentra empleado en un trabajo de mierda puede sentir que algo indefinido falla en su quehacer diario, o bien no percibir nada en absoluto durante largo tiempo. Lo que algunos críticos han señalado como una falla en su conceptualización (por considerar que la cualidad intrínseca de un empleo “de mierda” no puede depender de la experiencia subjetiva del empleado) creo que casualmente sirve para iluminar una de las aristas más profundas en torno a la (in)satisfacción del humano como animal trabajador: la disociación entre propósito individual y propósito compartido. Así como el hecho de que no siempre sabemos por qué actuamos como lo hacemos.

Como me señaló certeramente un compañero, para la traducción española de la provocadora propuesta de Graeber (bullshit) podrían haberse escogido palabras más atinadas, aunque probablemente a costa de una menor difusión sus tesis: trabajos de pantomima (gracias, Álvaro Cerame), trabajos fútiles, trabajos redundantes, adiposos, dislocados o (si se me permite combinar fraude y fracaso en aras de un neologismo) “frabajos”. Cumplen en todo caso una función, pero ésta se revela ajena a los objetivos del individuo. Como se analiza bien aquí poniendo como ejemplo la intermediaria papelera Dunder Mifflin de la serie The Office, un número creciente de empleos no tienen mucha más utilidad social que la de acrecentar las cifras de PIB otorgando para ello tareas prescindibles y carentes de sentido a legiones de trabajadores. Esta operación de engorde sistémico requiere de un cierto clima de confusión moral, que señala agudamente el antropólogo: indefinición de la tarea, tabú en torno a la misma, exigencia de disfrute aparente si es que trabajamos con público, impostura en definitiva. Estas características dificultan la creación de un relato acerca de la naturaleza de la situación laboral, lo cual no evita que algunas personas desarrollen un sordo resentimiento hasta ese momento en que ven el velo caer.


2. ¿Para qué sirve esto que yo hago?

El hallazgo de Graeber consiste en haber dado con una veta de sufrimiento laboral que va más allá de los trabajos penosos o precarios. Hay trabajos, a menudo esenciales, que casi nadie quiere desempeñar como primera opción: limpieza, transporte, cuidado de enfermos y ancianos... No deben ser confundidos con los trabajos de mierda que, en cambio, a menudo resultan atractivos y están bien pagados, a pesar de lo cual y por carecer de utilidad social evidente acaban pasando factura al empleado. Lo contraintuitivo aquí es el hecho de que disfrutar de unas condiciones materiales y contractuales razonables no nos libra de acabar sintiéndonos bastante desdichados en el día a día. La ausencia de un propósito que la persona considere valioso en eso que hace repetida y obligadamente suele llevar al desencanto, a veces a la desesperación. Se puede enfermar por puro despropósito, como si nos comprometiésemos por contrato a tratar de vaciar el mar valiéndonos de cubo y pala.

¿En qué consiste esto del propósito?. Los humanos somos, en esencia, animales sociales con capacidad operativa. Ante una necesidad nos figuramos la forma de satisfacerla. La necesidad convoca la tarea, que incluye una representación del resultado, el estado deseado al finalizar la acción. Esta secuencia de necesidad, tarea y resultado esperado es lo que propongo denominar propósito. En el propósito residen nuestras expectativas, uno de los más sutiles componentes del bienestar o malestar humano. Para mayor complicación, la tarea que nos propongamos a menudo no podremos realizarla solos, por lo que deberemos contar con los demás. Este sería el núcleo antropológico del trabajo: la satisfacción de necesidades operando cambios en el entorno, por medio de una relación con la tarea que a menudo exige coordinarse con los otros.

Pero a medida que la Humanidad crecía en número y disponía de más recursos tecnológicos y materiales a su disposición, las tareas se dividían y subdividían. En virtud de este proceso nuestras sociedades se han ido haciendo más y más enrevesadamente interconectadas. Aunque no estemos muy dotados para verlo la realidad que conocemos y de la que formamos parte se organiza en niveles anidados de complejidad creciente. Esto es, a partir de niveles más simples surgen estratos autoorganizados capaces de realizar funciones que sus elementos constitutivos por sí mismos no podrían llevar a cabo. Los individuos vivimos en grupos, y diferentes grupos pueden participar de instituciones, que se insertan en comunidades, incrustadas a su vez en nuestro mundo globalizado, conectado e interdependiente. Es por ello que en cualquier situación actual se ponen en juego muchas más necesidades y propósitos que los nuestros como individuos. Así mismo vivimos muy condicionados por muchos de los propósitos procedentes de los demás niveles de organización social. Esta coincidencia de propósitos en el espacio y en el tiempo a menudo no resulta armoniosa. Aunque grupos, instituciones y comunidades no sean verdaderos agentes desde el punto de vista intencional (tan solo los individuos lo son), pueden presentar dinámicas estables equiparables a propósitos (por ejemplo: la misión de una empresa, o la política de salud pública enunciada por un Estado).

"Shin Godzilla"; Hideaki Anno, 2016.

Esta estratificación compleja de la realidad puede conducirnos a lo que el filósofo José Antonio Marina denomina el problema de la jerarquía de marcos. Él reflexiona en torno a la capacidad de inteligencia para servir a los propósitos. Y afirma que “los pensamientos o actividades que son en sí inteligentes pueden resultar estúpidos si el marco en que se mueven son estúpidos”, lo cual “nos obliga a estratificar los juicios. Lo que a un nivel es aceptable puede dejar de serlo si ese nivel entero es abominable”. De esta forma se comprenden mejor tanto la “banalidad del mal” enunciada por  H. Arendt (la eficacia de un neutro oficinista puede estar vinculada a los campos de exterminio) como la banalidad del bien de tantas personas que constribuyen a causas trascendentes por medios aparentemente banales (como los empujadores del metro de Tokyo). 

Nuestro trabajo puede ser perfectamente aceptable o completamente detestable por motivos tan poco evidentes como que el propósito amplio de lo que hacemos colisiona frontalmente con lo que quisiéramos que fuera el resultado final de nuestros esfuerzos, como le ocurre a la protagonista de “Valle inquietante”, una trabajadora en el sector de las startup tecnológicas de Silicon Valley.


3. Sentido y opacidad

Si el propósito es proyectivo y tiende su mirada al futuro, el sentido es retrospectivo. Uno hace memoria y comienza a contar una historia de sí. Las experiencias humanas, para que puedan ser incorporadas deben ser ordenadas, “puntuadas” en secuencias temporales que permitan establecer un hilo causal. Usamos hechos, creencias y vivencias para contarnos a nosotros mismos, construyendo nuestra identidad. Las experiencias que no somos capaces de incorporar a este relato de uno mismo pueden, según su grado de intensidad, ser sencillamente omitidas y olvidadas, o bien quedársenos atravesadas como una cicatriz. Las más dañinas corren el riesgo de quedar inscritas en los márgenes de nuestro discurso, como ocurre en el cuerpo de las personas afectas de trauma psíquico. No escapan del infortunio, sino que éste se asienta en otro lugar, reapareciendo bajo otras formas.

Dan Dennet, otro filósofo, afirma que los humanos compartimos con el resto de animales una gran competencia sin comprensión. Esto quiere decir que somos capaces de desenvolvernos por la vida la mayor parte del tiempo sin saber por qué hacemos lo que hacemos. E hila más fino al señalar que, al preguntarnos por nuestros actos, veremos que cada por qué nos obligaría a diferenciar el cómo-es-qué (qué elementos influyen en la secuencia de conducta y consecuencias) del para qué (finalidad o intencionalidad). El propósito sería la respuesta al para qué. Se trata de preguntarse por la tarea, aspecto sencillo pero desatendido. El sentido, más esquivo, sería la respuesta al cómo-es-qué. Buscarle el sentido a lo que hacemos se trata casi siempre de improvisar, de no quedar en silencio. Para ello elaboramos una fábula congruente con nuestra idea de nosotros mismos. Para armar esta narración usaremos indicios, preferencias y razones que nos resultan culturalmente confesables. El hecho es que las personas no tenemos acceso directo a gran parte de los condicionantes habituales de nuestra conducta, pero hemos sido intensamente adiestrados en la acto social de “dar razones” para nuestra conducta. Somos tan opacos como locuaces.


4. Monos heridos de utopía


Cuanto más educada está una sociedad más eleva la mirada oteando el horizonte. Esto supone un problema para el llamado "mercado laboral". No es raro que, una vez satisfechas o remansadas las inquietudes de la juventud y primera adultez (cumplir las expectativas familiares, sentirse uno autónomo y al mando de su vida, habiendo encontrado con suerte el afecto incondicional de una o dos personas) no es inhabitual, decía, que saliendo de la rutina adormecedora uno se pregunte: “¿para qué sirve lo que hago todos los días en mi trabajo?”. ¿Sirve a mis propósitos o sirve a los de otros?”

El acierto de Graeber y sus "trabajos de mierda" para mí reside en la capacidad para señalar esta hipocresía ampliamente establecida. Ha proliferado un cierto discurso empresarial que promete servir a las necesidades más elevadas de los trabajadores: pertenencia, sentido, realización... Y sin embargo hay algo en la realidad concreta de los actos y las circunstancias materiales que convoca la sospecha. Uno intuye que quizás le están comprando. Si hace el esfuerzo de salirse de su marco o, peor aún, es de esas personas condenadas a vivir siempre desde los márgenes, analizando, verá pronto que gran parte de las relaciones laborales contemporáneas responden a la impostura. Los propósitos de las empresas no son los que nos vendieron, o cambiaron en la última junta de accionistas. O nos dirigen al abismo por medio del mantra del crecimiento sin fin.

Autor: Jeremy Rondan

Hoy, libres de los grades relatos religiosos, descreídos de las revoluciones racionales, vivimos obligados a elaborar nuestro propio sentido con materiales más bien precarios. No es que la ideología se haya esfumado, como los dinosaurios de la faz de la tierra, sino que se encuentra embebida en la matriz en la que habitamos, en estado “bruto” y sin refinar a nivel discursivo.

La complejidad del mundo en que vivimos ha trasladado el peso de la acción humana a los propósitos de niveles de integración superiores al individuo. Por eso el propósito individual difícilmente encuentra asideros culturales en los que trascender. La búsqueda de sentido individual se promueve  instrumentalmente, de tal forma que cada uno se lo componga en beneficio de la sociedad de consumo. Pero esta estrategia comienza a revelar algunos efectos secundarios inesperados, tal y como se publicaba recientemente con tono alarmado: "los trabajadores están abandonando sus empleos y no sabemos por qué". No se trata tan solo de una crisis de precariedad, que también, sino que lo precario ha alcanzado nuestra capacidad de dar sentido.

La parte buena del asunto es que podemos resignificar las situaciones, buscar en nuestro repertorio de valores personales con el fin de encontrar una motivación intrínseca que haga más tolerable la trama e incentivos externos. No se trata de soportar para siempre lo intolerable, sino de darnos margen mientras nos preparamos para cambiar rumbo a un contexto más favorable.

La parte mejor es que no estamos condenados a ser completamente opacos: podemos pensar juntos, con honestidad, analizar nuestros motivos y llegar a intuir el alcance de nuestros encargos


Referencias:
Trabajos de mierda. Una teoría. David Graeber. Ariel. Barcelona, 2018.
On Bullshit. Sobre la manipulación de la verdad. Harry G. Frankfurt. Paidós. Barcelona, 2006.
La inteligencia fracasada: teoría y práctica de la estupidez. José Antonio Marina. Anagrama.
El animal trabajador. Entrevista a J.C. Vázquez en el blog: La nueva Ilustración Evolucionista.