Tejados de la Escuela Politécnica Federal de Lausana, Suiza. Sede del Blue Brain Project. |
Si los años 90 del pasado siglo fueron bautizados por la administración estadounidense como "La Década del Cerebro" con el objetivo de promover el conocimiento de este órgano, lo cierto es que en esta segunda década del siglo XXI, las Neurociencias han desbordado el ámbito de la academia, trascendiendo los laboratorios de investigación, los departamentos universitarios y las bibliotecas de los clinicos, alcanzando el saber común y pasando a jugar un papel relevante en el imaginario que entre todos construimos.
Estas cifras vienen a constatar un relevo fundamental. El pensamiento psicoanalítico, desarrollado a partir de la obra del neurólogo Sigmund Freud, ha acabado por ceder su puesto a la(s) neurociencia(s) como fuente aparentemente legitimada para la comprensión de los motivos ocultos de nuestra conducta. Este cambio de modelo había sido anunciado previamente por diferentes autores como el psicólogo Hans Eysenck en su obra "Decadencia y caída del imperio freudiano" (1985) o la socióloga australiana Judy Singer en 1999, quien acuñaría el término neurodiversidad para ir más allá del concepto de discapacidad en la conceptualización del espectro autista, así como para luchar contra el estigma y la culpa que asolaba a las familias en relación con las explicaciones de corte psicoanalítico.
Freud vino a decirnos que, en contra de nuestra primerísima intuición (pero de forma congruente con el secreto pálpito de quien hace examen de conciencia), no somos los verdaderos dueños de nuestra casa. La neurociencia no refuta este mensaje, sino que busca hoy en el encéfalo (literalmente dentro de la cabeza) los motivos por los que esto es así. Esto tiene inevitables implicaciones para los profesionales que se dedican a la clínica, ya que las personas siguen acudiendo a la consulta preguntándose por el origen de su malestar y los motivos por los que actúan como lo hacen o se sienten como se sienten. Y en parte llegan empapados de ideas acerca de su propio cerebro.
Hoy en día, a pesar de la vigencia de muchas de las enseñanzas transmitidas por Freud y sus discípulos, su figura ha quedado convertida ya en icono pop, objeto de consumo desde la óptica del entretenimiento o la mirada culturalmente irónica. Cada vez que damos por muerto y enterrado a un titán del pensamiento humano pareciera que los contemporáneos nos cargáramos de coraje, alimentando la tranquilizadora ilusión de que avanzamos un paso más en un pretendido tiempo lineal de la Humanidad, acumulando progreso.
El vacío dejado por Freud es una de las causas del auge de las neurociencias, pero no puede ser la única. A nuestro juicio contribuye todo un conjunto complejo de factores socioculturales que podríamos denominar Zeitgeist, a la moda del romanticismo alemán que hablaba de un "espíritu de los tiempos". Se trata del clima cultural compartido por las generaciones vivientes en un determinado periodo de tiempo.
Este siglo XXI, que tendría su inicio con el atentado del 11 de septiembre contra las Torres Gemelas de Nueva York, estaría caracterizado por la refutación del concepto de "fin de la historia" proclamado por Fukuyama. Sin embargo este reinicio de los tiempos no parece cargado de futuro, o al menos el futuro no se vislumbra como prometedor. Habitamos más bien en una condición póstuma, un "fin de los tiempos", como sugiere la filósofa Marina Garcés. Fracasadas las utopías políticas del siglo pasado, ausente y desvirtuado casi cualquier macrorrelato unificador que proporcione sentido colectivo a la experiencia vital de las gentes, sobrevivimos de forma precaria y desconfiada a nuestro presente, bajo la sombra del colapso. Como afirmó Frederic Jameson "hoy parece más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo". Las distopías en la ficción ya no resultan tan ajenas, y surge una renovada fascinación por el apocalipsis, los movimientos sectarios o la posibilidad de creer en lo inverosímil (véase el terraplanismo) como respuesta a nuestra percepción de impotencia y precariedad como agentes individuales frente a un mundo demasiado complejo para ser abordado.
En este escenario el conocimiento científico se presenta como el último reducto de verdad universal, si bien la sofisticación del método científico y el hecho de que esté sutentado por falibles seres humanos, lo convierte en un blanco a batir especialmente vulnerable y apetecible desde determinados frentes críticos. Al mismo tiempo esta fragilidad encuentra su contrapunto en las instituciones oficiales vinculadas a los estados y, al menos en el mundo desarrollado occidental, el conocimiento científico es reconocido como fuente de legitimación política, origen explicativo o epifenómeno de la riqueza económica, siendo reivindicada "la ciencia" como ídolo al que señalar en busca de un supuesto progreso (si bien la dotación presupuestaria en investigación, innovación y desarrollo casi nunca refleja ese deslumbramiento explícito).
Neurohegemonía
La hegemonía del discurso neurocientífico, por tanto, debe entenderse en el contexto de una economía de mercado que es capaz de reconocer una nueva fuente de saber oficialmente legítimo sobre los actos y deseos de las personas. Como ocurrió con el paradigma de la persuasión inconsciente de lo subliminal en la era psicoanalítica, ahora surge el neuromarketing, en la búsqueda de marcadores objetivos que permitan a las empresas conocer y condicionar las preferencias de consumo de los ciudadanos. Al mismo tiempo las neurociencias se convierten en sí mismas en producto de consumo en la medida en que se popularizan y surgen productos editoriales de divulgación, cursos formativos de posgrado, así como diversidad de nuevos campos auspiciados por la versatilidad de ese prefijo lo neuro- que quiere prometer un matiz renovado a todo aquello que antes teníamos por cierto.
Pero el tiempo cada vez parece transcurrir a más velocidad, lo cual podría ser un efecto secundario de lo que implica vivir en la sociedad de la información: los significantes que alcanzan un cierto umbral de popularidad son seleccionados como potencialmente rentables y convertidos en objeto de consumo, pero como resultado de nuestra hiperexposición diaria a estos significantes es sencillo que surja el hartazgo. Las modas, reflejo de esa tendencia imitativa propia de los primates, hacen que a las oleadas de interés les suceda una casi inmediata resaca que va tomando forma de desapego, necesidad de diferenciación y, finalmente, protesta. Algunos autores hablan hoy, previsiblemente, de neurofobia.
El vacío dejado por Freud es una de las causas del auge de las neurociencias, pero no puede ser la única. A nuestro juicio contribuye todo un conjunto complejo de factores socioculturales que podríamos denominar Zeitgeist, a la moda del romanticismo alemán que hablaba de un "espíritu de los tiempos". Se trata del clima cultural compartido por las generaciones vivientes en un determinado periodo de tiempo.
Este siglo XXI, que tendría su inicio con el atentado del 11 de septiembre contra las Torres Gemelas de Nueva York, estaría caracterizado por la refutación del concepto de "fin de la historia" proclamado por Fukuyama. Sin embargo este reinicio de los tiempos no parece cargado de futuro, o al menos el futuro no se vislumbra como prometedor. Habitamos más bien en una condición póstuma, un "fin de los tiempos", como sugiere la filósofa Marina Garcés. Fracasadas las utopías políticas del siglo pasado, ausente y desvirtuado casi cualquier macrorrelato unificador que proporcione sentido colectivo a la experiencia vital de las gentes, sobrevivimos de forma precaria y desconfiada a nuestro presente, bajo la sombra del colapso. Como afirmó Frederic Jameson "hoy parece más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo". Las distopías en la ficción ya no resultan tan ajenas, y surge una renovada fascinación por el apocalipsis, los movimientos sectarios o la posibilidad de creer en lo inverosímil (véase el terraplanismo) como respuesta a nuestra percepción de impotencia y precariedad como agentes individuales frente a un mundo demasiado complejo para ser abordado.
En este escenario el conocimiento científico se presenta como el último reducto de verdad universal, si bien la sofisticación del método científico y el hecho de que esté sutentado por falibles seres humanos, lo convierte en un blanco a batir especialmente vulnerable y apetecible desde determinados frentes críticos. Al mismo tiempo esta fragilidad encuentra su contrapunto en las instituciones oficiales vinculadas a los estados y, al menos en el mundo desarrollado occidental, el conocimiento científico es reconocido como fuente de legitimación política, origen explicativo o epifenómeno de la riqueza económica, siendo reivindicada "la ciencia" como ídolo al que señalar en busca de un supuesto progreso (si bien la dotación presupuestaria en investigación, innovación y desarrollo casi nunca refleja ese deslumbramiento explícito).
Neurohegemonía
La hegemonía del discurso neurocientífico, por tanto, debe entenderse en el contexto de una economía de mercado que es capaz de reconocer una nueva fuente de saber oficialmente legítimo sobre los actos y deseos de las personas. Como ocurrió con el paradigma de la persuasión inconsciente de lo subliminal en la era psicoanalítica, ahora surge el neuromarketing, en la búsqueda de marcadores objetivos que permitan a las empresas conocer y condicionar las preferencias de consumo de los ciudadanos. Al mismo tiempo las neurociencias se convierten en sí mismas en producto de consumo en la medida en que se popularizan y surgen productos editoriales de divulgación, cursos formativos de posgrado, así como diversidad de nuevos campos auspiciados por la versatilidad de ese prefijo lo neuro- que quiere prometer un matiz renovado a todo aquello que antes teníamos por cierto.
Pero el tiempo cada vez parece transcurrir a más velocidad, lo cual podría ser un efecto secundario de lo que implica vivir en la sociedad de la información: los significantes que alcanzan un cierto umbral de popularidad son seleccionados como potencialmente rentables y convertidos en objeto de consumo, pero como resultado de nuestra hiperexposición diaria a estos significantes es sencillo que surja el hartazgo. Las modas, reflejo de esa tendencia imitativa propia de los primates, hacen que a las oleadas de interés les suceda una casi inmediata resaca que va tomando forma de desapego, necesidad de diferenciación y, finalmente, protesta. Algunos autores hablan hoy, previsiblemente, de neurofobia.
De forma tan irónica como poco sorprendente, la protesta contra la neurociencia, en la medida en que atractiva, acaba siendo incorporada a la misma dinámica de consumo. Es visible el creciente interés editorial por las posturas críticas y los discursos de la sospecha en este campo. Dichos ciclos de propuesta y contestación generan sentimientos, reflexiones, debates y posicionamientos, de tal forma que se acaba generando un imaginario colectivo en torno a este concepto de neurociencia. Por mucho que queramos permanecer ajenos a ello, ya sea en las plácidas aguas de la academia, o parcialmente expuestos en los diques de la clínica, este oleaje nos acaba salpicando de una manera u otra.
Por ello consideramos que los profesionales que trabajamos en el ámbito de la salud mental tenemos la obligación de mantenernos informados, participar en la discusión desde nuestra posición particular y pronunciarnos cuando sea oportuno, ya que nos guste o no las neurociencias y su alargada sombra han de afectar de forma directa o indirecta a nuestra práctica profesional.
Hoy, en resumen, el término Neurociencia se ha popularizado hasta el punto de convertirse en concepto de consumo, tal y como lo fue una vez al psicoanálisis. Podríamos decir que el término goza de una cierta hegemonía, por cuanto se articula con el resto del entramado neoliberal-capitalista. Es el lugar del supuesto saber para una numerosa ciudadanía occidental, ajustada al medio, científicamente formada, con aspiraciones racionales y confianza en el solucionismo tecnocientífico. Pero esto tiene implicaciones que van mucho más allá de los objetivos cotidianos de investigadores, académicos y clínicos. En la medida en que nos atañe debemos permanecer informados y dispuestos a participar en el debate.Por ello consideramos que los profesionales que trabajamos en el ámbito de la salud mental tenemos la obligación de mantenernos informados, participar en la discusión desde nuestra posición particular y pronunciarnos cuando sea oportuno, ya que nos guste o no las neurociencias y su alargada sombra han de afectar de forma directa o indirecta a nuestra práctica profesional.
Referencias:
1. Singer, J (1999). Why can´t you be normal for once in your life? From a "problem with no name" to the emergence of a new category of difference. In: M. Corker and S. French (eds.) Disability Discourse. Buckingham, UK: Open University Press, pp. 59-67.
2. Ortega F, Vidal F (2007). Mapping the cerebral subject in contemporary culture. Elect. J. Commun. Inf. Innov. Health. Rio de Janeiro, v.1, n.2, p.255-259.
3. Eysenck H (1985). Decadencia y caída del imperio freudiano.
4. Garcés, M (2017). Nueva ilustración radical. Ed. Anagrama.
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