sábado, 31 de diciembre de 2022

Catálogo de naufragios

Los sanitarios tras la pandemia

* Ponencia presentada en el IIº Congreso Internacional y XV Congreso Nacional de los Servicios de Prevención de Riesgos Laborales en Ámbito Sanitario, celebrado en el H. 12 de octubre de Madrid.

1. La pandemia del SARS-CoV-2, iniciada en China a finales de 2019, alcanzó entre enero y marzo de 2020 nuestro país. La rápida y extensa difusión del virus, así como los interrogantes iniciales acerca de las vías de transmisión del mismo y las medidas de mayor eficacia preventiva generaron un escenario de gran incertidumbre tanto para la población general como para los profesionales sanitarios. No ayudaban a mantener la calma la cualidad invisible e intangible del patógeno, el largo periodo de incubación o la cantidad de casos oligo o asintomáticos.

La evolución epidemiológica de la pandemia, con repuntes y recensiones recurrentes, quedó simbólicamente plasmada a través de la metáfora de las olas. La imagen de las olas, con su inicio, cresta y descenso introdujo orden mental y una cierta esperanza, si bien su repetición trajo también una sensación de calamidad interminable. A lo largo de los últimos casi 3 años se han contabilizado hasta 6 olas pandémicas porque, si bien se llegó a mencionar la existencia de una séptima ola en torno al verano de 2022, lo cierto es que ya hemos dejado de contar.


Nos encontramos actualmente (finales de 2022) inmersos en lo que se ha venido a llamar “el final sociológico de la pandemia”, especialmente tras el cambio de foco mediático tras la invasión rusa de Ucrania (febrero de 2022) y la eliminación de la obligatoriedad de portar mascarilla en la mayoría de los espacios interiores (abril de 2022). A pesar de ello no se ha alcanzado ni el final epidemiológico de la misma, en la medida en que se suceden las variantes patógenas y persisten tanto contagios como fallecimientos (más de 115.000 al escribir estas líneas, tantas personas como habitan la ciudad de Cádiz). Tampoco hemos alcanzado el final clínico de dicha pandemia, en la medida en que todavía nos toca asistir a las consecuencias físicas y psicológicas que la COVID19 produce en nuestros cuerpos.


2. Si estirásemos la metáfora de las olas (algo que a menudo hacemos los psiquiatras) podríamos decir que a los profesionales sanitarios nos ha tocado capear este temporal con sus olas de COVID. Nos hemos visto obligados a navegar su inmensidad, un poco a ciegas, a bordo de nuestras organizaciones.

Ilustr. "The Mendi". Por Robert G. Fresson
Esto ha supuesto costes. No estamos saliendo de la tormenta igual que entramos. Aunque en esto hay variedad, ya que nuestro sistema sanitario es amplio y heterogéneo. No todos hemos estado igual de expuestos en lo laboral, ni partíamos todos de la misma situación personal.

Me propongo exponer aquí ciertos tipos de naufragio. Plasmar mis impresiones acerca de las particulares formas, unas individuales y otras colectivas, de sucumbir a las olas de la pandemia o a su resaca. Me apoyaré en algunas historias del género marinero que tal vez conozcan y nos ayuden a analizar nuestro propio caso.

Vía: https://www.underwatersculpture.com
Podría empezar hablando de naufragios ya acontecidos, de pecios o reliquias submarinas, como la de tantos compañeros crónicamente anegados por la sobrecarga laboral, que trabajan y trabajan tras haber normalizado la zozobra. Son esos profesionales que, si tienden a algo es a la negligencia de sus propias necesidades, lo cual se objetiva en sus resistencias a la hora de buscar ayuda profesional y por su habitual presentismo laboral.

Otra opción sería hablarles de esos naufragios en los que se ven envueltos algunos trastornos de la personalidad, como ocurría en la celebérrima Moby Dick. En esta historia de venganza implacable el Capitán Ahab conduce a su barco ballenero y su tripulación hacia la perdición. A menudo las personas con personalidades rígidas hacen sufrir tanto o más de lo que ellas sufren, que también lo hacen. Y en su estilo rígido de relacionarse con ellos mismos y con el mundo se empecinan hasta la destrucción, incapaces de salir de su propio rol estereotipado. A veces la ballena blanca es una enemistad irrenunciable, más habitualmente la búsqueda de la excelencia y la perfección.
Ilustración para Moby Dick, autor desconocido.

Pero me interesan más esos otros tipos de naufragios que creo caracterizan este momento ¿post?pandémico. 

Ahora que las olas de la COVID19 parece que se remansan parece que van llegando, como restos del naufragio que arriban a la playa, algunos perfiles clínicos que creemos que sería bueno tener en cuenta:

  • Los profesionales en situación de baja médica muy prolongada por Trastornos de Estrés Postraumático, fobias cronificadas, los afectados por secuelas incapacitantes tras la COVID19 y aquellos que, por ser especialmente vulnerables a la patología infectocontagiosa se sienten incapaces de regresar a la labor asistencial.
  • Los deseos de abandono y renuncia de su profesión

3. El Desgaste profesional, en primer lugar, es bien conocido. Se trata de un proceso de adaptación pasivo, insidioso, involuntario, que se da cuando los profesionales se exponen crónicamente a una serie de adversidades laborales. Las principales: la conexión emocional con personas sufrientes y la frustración reiterada de las expectativas en torno a los medios y modos para llevar a cabo la tarea.

La consecuencia principal del desgaste profesional es el cambio cualitativo en la relación emocional con el trabajo. Lo que antes se amaba se encamina rumbo al desencanto y al rechazo. Esto coloca a los profesionales en un doloroso dilema, que nos puede recordar a uno de los naufragios de los que les hablaré.
Derechos imagen: Fox 2000 Pictures, Haishang Films

En “La Vida de Pi” (Ang Lee, 2012) un joven descubre, tras naufragar el buque en el que viajaba junto a su familia, que el bote salvavidas en el que parecía estar a salvo habita nada menos que un feroz tigre de bengala. Esto le compromete seriamente. Si sigue en el bote existe el riesgo de ser devorado. Si abandona la embarcación le espera el mar y un destino incierto.


Es difícil vivir en un dilema, como le ocurre a Pi, o a los profesionales que sienten cómo se van desgastando. Para ellos el dilema se plantea más o menos en los siguientes términos: “si, en estas circunstancias tan malas, sigo trabajando como creo que debo hacerlo, es probable que llegue a enfermar o a odiar mi trabajo”. “Si trato de no enfermar estaré renunciando a algo muy importante”. ¿Salud o excelencia profesional? Es difícil vivir en un dilema, aunque a veces lleguemos a treguas o, mejor aún, vías intermedias.

Derechos imagen: Fox 2000 Pictures, Haishang Films

La historia de Pi es también la de un duelo imposible, donde las apariencias engañan para hacer la pérdida algo más soportable. En el ámbito sanitario hablaríamos también de duelos: los proyectos personales embarrancados, la idea truncada del profesional que uno creía ser, pero también los equipos de trabajo descompuestos. Porque el desgaste tiene un alcance colectivo importante. Sus consecuencias distorsionan el clima en los equipos, minando al apoyo social y llevando a la aparición de quejas y rencillas. El desgaste de uno acaba siendo el desgaste de todos.


4. Lo cual nos permite pasar a hablar de los conflictos en los equipos de trabajo. Precisamente es el deseo de evitar el naufragio de un viejo dragaminas lo que lleva a la tripulación del USS Caine a amotinarse contra su capitán. Esto llevará a los oficiales a acabar siendo juzgados en un memorable consejo de guerra.


El filme de 1954, “El motín del Caine”, comienza presentándonos un navío de la armada estadounidense que, a punto de finalizar la Segunda Guerra Mundial, difícilmente entrará en combate. A dicho navío se le asigna un nuevo capitán quien, nada más tomar el mando descubre que la disciplina a bordo se ha relajado hasta un punto que le resulta intolerable. Reúne a sus oficiales y les plantea que las cosas van a cambiar y, a partir de entonces, se va a tener que cumplir la ordenanzas de la marina de guerra a rajatabla.

Derechos imagen: Columbia Pictures
Es difícil evitar que el capitán Queeg (así se llama el personaje interpretado por Humphrey Bogart) nos resulte antipático, por cuanto representa la tentación del liderazgo autoritario, despótico, bajo la coartada (dudosa en este caso) de los tiempos difíciles. No tan evidente es pensar en el terreno previamente abonado por un liderazgo negligente o abandónico (“laissez faire”), que no hizo otra cosa que avivar el resentimiento por puro contraste.

El estilo de mando de Queeg, en todo caso, no es bien recibido por el resto de oficiales, lo cual hace que las habladurías contra el capitán y los incidentes, triviales en apariencia, vayan creciendo hasta convertir la convivencia en el buque de guerra en una tensión insoportable. El conflicto no puede más que estallar cuando, durante un terrible tifón, la estabilidad de la nave peligra y el capitán se muestra dubitativo a la vista de todos. Es en ese preciso momento cuando sus oficiales le relevan tras obligarle a deponer el mando.

Derechos imagen: Columbia Pictures
El Motín del Caine nos habla del papel tremendamente dañino que pueden tener determinados estilos de liderazgo. Lo vemos en nuestros pacientes, profesionales sanitarios, que a menudo nos relatan y muestran estragos apreciables a simple vista. También cuando aprendemos a indagar acerca de otras repercusiones en los equipos: competitividad exacerbada, búsqueda de chivos expiatorios, culturas asistenciales deshumanizadas...

Pero la cinta también (aunque no es mi intención destriparles la recomendable película) nos ilustra la complejidad de los conflictos en los equipos, donde lo que comienza como un desacuerdo ligado a la tarea puede ir tornándose poco a poco en algo más personal, menos confesable. Donde no está necesariamente claro quién detenta el poder en un momento dado ni hasta qué punto todos contribuyen activa o pasivamente al fatal resultado.

Derechos imagen: Columbia Pictures

Porque lo que sí está claro es que el impacto de los conflictos sobre los equipos, si no se interviene y se dejan a su suerte, puede ser catastrófico. Y si hemos convenido que la pandemia nos ha traído un incremento del desgaste profesional, el cual contribuye a dañar los lazos de solidaridad en el trabajo y promueve las rencillas, deberemos estar prevenidos ante el posible enrarecimiento de muchos grupos humanos que durante tiempo fueron funcionales.

Elaboración propia
La deriva natural de los conflictos a tiende a la personalización, la intensificación y la extensión. Y es importante saber que, de cara a hacer algo, para cada estadio del conflicto corresponde un tipo de intervención, y no otra. 

Lo que puede ser conveniente en un momento dado, como una mediación o un careo, puede resultar dañino cuando las hostilidades se han desatado.




5. Nos hemos referido a la soledad de los jefes, como se quejaba no sin razón el capitán del Caine, y ahora daremos un paso más allá en este sentimiento de -nunca mejor dicho- aislamiento. En “Náufrago” (Robert Zemeckis, 2000), protagonizada por Tom Hanks, vemos cómo un mando intermedio de una empresa de paquetería, un tipo adicto al trabajo y controlador hasta la médula, sufre un accidente aéreo. Convertido en el único superviviente de la catástrofe arriba a una isla desierta, aparentemente paradisíaca. Allí se encuentra perdido, solo y desamparado.

Derechos imagen: Dreamworks, 20th Century Fox 
Como me señaló una de mis pacientes esta cinta puede ser leída como una metáfora del proceso de enfermar. Desde entonces me sirve para pensar en esos pacientes que han quedado tan marcados por la muerte y el sufrimiento presenciados que se sienten incapaces de volver al escenario que los dañó.


Como nuestro protagonista, primero buscan la ayuda en el exterior. Pero se trata de una salvación que no llega, no termina de asomar en el horizonte. Por otro lado, lo que tienen a mano parece que no les sirve. Llegan las dudas, la angustia, la desesperación. Si son especialmente controladores el sufrimiento es aún mayor. Qué más nos gustaría que tener control sobre nuestras enfermedades, sobre los pensamientos que nos invaden, curarnos a voluntad.

Derechos imagen: Dreamworks, 20th Century Fox
Esto lo viven con especial angustia aquellas personas que, tras haber sido infectadas presentan síntomas muy persistentes tras la COVID19: cansancio desproporcionado, dolores caprichosos, sensación de no pensar igual, de que no encuentran las palabras, de que les cuesta recordar… Les desconcierta y aterra pensar que hay un antes y un después que ha truncado sus vidas. A menudo no se sienten comprendidos por los sanos, perciben que se les cuestiona o se minimiza su sufrimiento. Todo lo cual agrava el sentimiento de soledad. Se preguntan: ¿Podré salir de esta?. ¿podré volver algún día a trabajar?, ¿y si no quiero regresar a ese mar embravecido, jugarme la vida?.

Las personas que enferman encuentran, a veces, motivos para sobrevivir en algo que aman. En “Naúfrago” se trataba del amor que profesaba el superviviente hacia su novia, y también su devoción al deber cumplido: el de entregar el único paquete que se niega a abrir durante 4 largos años. El peligro, en nuestro ámbito, quizás se hace más patente en aquellos casos en los que, precisamente, lo más valioso de la vida de uno era precisamente eso que nos dañó: el trabajo.

Derechos imagen: Dreamworks, 20th Century Fox

Un último apunte que merece este naufragio tiene que ver con el que se ha convertido en uno de los personajes más famosos de la historia del cine: la pelota Wilson. Este objeto inanimado acaba convertido por una combinación de azar y necesidad en el único compañero y apoyo del náufrago. Con Wilson dialoga y reflexiona, se sale el individuo de sí mismo y mantiene contenido su propio yo dentro del cuerpo. A veces los profesionales que atendemos a profesionales podemos sentirnos ante determinadas problemáticas tan útiles como una pelota de voleyball en una isla desierta. Y con todo y con ello sí apuntalamos a menudo la cordura de muchos de nuestros compañeros. Así de fundamental es nuestra necesidad de relacionarnos.


6. El cuarto y último episodio que quisiera mencionar está basado en una historia real. Se trata del motín de la Bounty, relatado en “Rebelión a bordo” (Milestone y Reed, 1962), entre otras versiones.

En 1787 la Royal Navy Británica organizó una expedición naval, a priori, pacífica. La Bounty (“generosidad”) partió del Támesis rumbo a la Polinesia, en busca del árbol del pan. El objetivo era abastecer las colonias británicas en el Caribe portando una serie de esquejes que permitieran alimentar a sus muchos esclavos. Tras 10 meses de penosa travesía, tras afrontar furiosas tempestades que le impidieron tomar la ruta más corta del Cabo de Hornos, arribó La Bounty a la lejana isla de Tahití.

No cuesta imaginar el impacto vivido por aquellos marineros británicos que, de pronto, se encontraban en una isla semejante al paraíso, habitada por la más despreocupada de las gentes, rodeados de aguas cristalinas y rica en alimentos.


Lo que antes era tolerable, la vida a bordo, a la luz de los acontecimientos de pronto se hizo insoportable. A bordo de la Bounty ocurrió lo que tenía que ocurrir: en el momento de partir para cumplir con su misión parte de la tripulación se amotinó. El capitán (de cuyo recio autoritarismo por lo visto había también numerosas quejas), junto con varios de sus leales, fueron expulsados en una pequeña embarcación auxiliar, provistos con suficientes víveres. 

Libres de sus ataduras los amotinados procedieron a hundir el navío que hasta allí les había conducido, para no dejar rastro de su paradero. Procedieron a mezclarse entre los nativos de aquellas verdes islas. La institución, llegado el momento, regresó con el fin de ajusticiar a los revoltosos y así lo pudo hacer con unos cuantos desafortunados. Del resto jamás se supo, si bien todavía quedan descendientes de aquellos marineros en la remota villa de Adamstown, en las islas Pitcairn.

Los amotinados se deshacen del árbol del pan, objeto de su tarea inicial.

Nos recuerda esta historia al fenómeno sociolaboral que en Estados Unidos se ha denominado como La Gran Renuncia (“Great Resignation”). Si bien se trata de un fenómeno multifactorial y todavía en marcha, parece existir cierto acuerdo en que la pandemia del SARS-CoV-2 ha supuesto el disparador de dinámicas de hondo alcance. Mi impresión basada en la práctica clínica clínica es que la pandemia tal vez ha llevado a un replanteamiento de prioridades en nuestros esquemas de valores, animando a la toma de decisiones inauditas. Por otro lado todos hemos vivido experiencias inusuales como el confinamiento, la brevísima suspensión de toda actividad económica no esencial o la posibilidad el teletrabajo. Estas experiencias, breves pero intensas, han permitido imaginar otros modos de vida, otros escenarios. Y ahora que parece que tratamos de pasar página como sociedad para volver a lo de antes (pero no iguales, sino más cansados, dañados y reducidos en número) tal vez muchos sientan que se trata de una propuesta inadmisible. Ello está está motivando deserciones que hoy constituyen un goteo pero que pueden ir a más.

7. Nuestros sistemas sanitarios acusan ya signos de zozobra y la posibilidad del naufragio en algunos de sus frentes. A muchos les sorprenderá esta afirmación. Nuestras organizaciones son amplias y heterogéneas. No todos hemos resultado dañados de la misma manera. La desigualdad tiene, entre otros, el peligro de la incomprensión y la falta de perspectiva. La derivada de esto sería la inacción ante lo inconcebible.

Portada del disco "Victory Lap", de Propaghandi
A pesar de todo, si he escogido traer historias de naufragios (un género sorprendentemente prolífico) es por su componente instrínsecamente optimista. Las historias de naufragios ilustra la posibilidad de la resistencia en condiciones extremas, el surgimiento de la creatividad tras el desconcierto. Nos hablan hablan del imperativo de la colaboración, de la imposibilidad de vivir completamente aislados. Son una llamada a la imaginación: ¿Cómo podríamos vivir si llegáramos a un nuevo mundo?, ¿cómo querríamos hacerlo?

La experiencia clínica nos dice, por otro lado, que conforme pasaba el tiempo, los diagnósticos más prevalentes no eran exactamente aquellos trastornos mentales más pavorosos e incapacitantes. Tendía a crecer, casi a predominar, un evidente malestar laboral. Desesperante e incómodo, sí, pero no patológico ni incomprensible, sino ligado a los enormes desafíos que viven el sistema sanitario y el conjunto de nuestra sociedad en este periodo de resaca pandémica.

Sería más realista afirmar, por tanto, que ha prevalecido la resistencia. Que en todo caso esta tenacidad natural que nos asiste a los humanos ha implicado la activación de profusos mecanismos de defensa. Sesgos y tendencias que, como una corriente submarina nos pueden llevar hacia derroteros que no deseamos. Y que pese a todo el dolor y los desencuentros todavía estamos, los profesionales sanitarios, a tiempo de una reparación. De navegar juntos.

Barcolana, Trieste.

Referencias:
  • Urien, B., Rico Muñoz, R., Demerouti, E., & Bakker, A. B. (2021). An emergence model of team burnout.
  • Schyns, B., & Schilling, J. (2013). How bad are the effects of bad leaders? A meta-analysis of destructive leadership and its outcomes. The Leadership Quarterly, 24(1), 138-158.
  • Rediker, M. Entre el motín y el deber. Antipersona. Valencia, 2020.

sábado, 9 de julio de 2022

Lo que uno pone en la pira.

Factores personales que contribuyen al desgaste profesional.

El desgaste profesional o “Burnout“ es un proceso de adaptación pasiva, insidioso e involuntario, que tiene lugar cuando los profesionales se ven crónicamente expuestos a circunstancias laborales adversas.

Ilustr. Matteo Massagrande. Website.

Son dos los mecanismos principales que conducen al desgaste en el ámbito sociosanitario: la conexión emocional con personas sufrientes y la frustración reiterada de las expectativas con respecto a los métodos y resultados de la tarea encomendada.

Nos empapamos del dolor ajeno y las cosas no son como quisiéramos. Acaba uno de esta manera desencantado. Sin darnos cuenta nos distanciamos emocionalmente de la tarea como una forma no sufrir tanto. Esto permite seguir trabajando, pero de una forma poco compatible con el estar atento a las necesidades del otro. En profesiones dedicadas a los cuidados esto implica perder eficacia y también la fuente principal de gratificación.

Sin embargo, no todos los profesionales sociosanitarios se desgastan a la misma velocidad ni lo hacen por los mismos motivos concretos. Mientras algunos parecen encontrar acomodo en la adversidad o terminan cambiando de escenario, no son pocos los que se perciben atrapados y presentan alto riesgo de acabar enfermando.

En estas líneas se trata de plantear qué aspectos individuales hacen más lesivas esas circunstancias laborales que conducen al desgaste profesional. Se trata de averiguar qué pone cada uno, sin darse cuenta, en el proceso de quemarse.

1. Una decisión y sus motivos

De entre todas las ocupaciones y profesiones que existen a nuestro alrededor, ¿por qué escogemos una profesión sociosanitaria y no otra?, ¿por qué muchas personas elegimos dedicarnos profesionalmente a los cuidados?

Es poco probable que tengamos un único motivo para algo así.

Si examináramos a fondo nuestros motivos podríamos dividirlos en conocidos y desconocidos para uno mismo. Y éstos, a su vez, en confesables y menos confesables.

La verdad es que no siempre estamos al tanto de nuestros motivos, aunque cuando nos preguntan por qué hemos tomado una decisión nos descubrimos socializados en la conducta de no quedarnos callados. Se espera de nosotros que demos razones, así que ofrecemos argumentos. Normalmente escogemos del repertorio de motivos uno que esté razonablemente bien visto y le damos prioridad al nombrarlo.


Pero si hacemos examen de conciencia, o si lo pensamos junto con alguien, veremos que la decisión de dedicarse a cuidar de los demás tiene múltiples frentes, más o menos como las líneas de terreno facilitan que un arroyo corra en esta o aquella dirección.

Las decisiones que tomamos tienen al menos dos tipos de porqués: tienen su historia (cómo es que) y a menudo cumplen alguna función (para qué).

  • En el por qué histórico (cómo es qué) son inevitables las casualidades y los accidentes: una enfermedad propia o de un familiar en esas edades en las que se está fraguando nuestra personalidad, algún sanitario (real o de ficción) que sirvió de referente prestigioso, una familiaridad con el sector, la cercanía física con un centro de salud o un hospital, a veces una nota académica que permitía o impedía acceder a ciertos estudios.
  • En el por qué funcional, al preguntarnos para qué escogimos una cierta profesión, nos adentramos en un territorio más sutil: el de las necesidades psicológicas.
En estas profesiones reparadoras nuestras a veces cuidar es hacerlo como nos cuidaron, y otras tantas cuidar como nos hubiera gustado ser cuidados. Otras veces se trata de aprovechar algo que se nos da bien. Cuidar como hemos hecho toda la vida, en nuestras familias, con un rol asignado. Seguir obteniendo reconocimiento y una mirada agradecida. Una ruta circular hacia el afecto. En ocasiones se trata de encontrar la distancia justa, la que nos permite tolerar a las personas, ser capaces de relacionarnos con el otro bien ubicado. O dominar algo que da miedo a base de enfrentarlo.

Ser sanitario es también representar todos los días algo así como el guión de una obra de teatro, en la que es el otro quien enferma y sufre, y es uno quien le va a ayudar. Como un conjuro o un rezo que, a base de repetirse, puede resultar convincente: el otro enferma, yo ayudo. Yo ayudo, el otro enferma. Todos los días. Llegamos a acariciar una ilusión de omnipotencia, aunque para nada infalible.

Estamos hablando, de alguna manera, de la famosa vocación. Se la define como una llamada surgida desde el interior del individuo. Pero conviene recordar que, en opinión de los expertos en desarrollo infantil, todo lo que está dentro estuvo alguna vez fuera. Cuando llegamos al mundo nos incorporamos a un grupo preexistente, la familia, una red de relaciones que debe reconfigurarse para acoger al recién llegado. Somos en la medida en que somos vistos y nombrados. Incluso antes de nacer cargamos con las ilusiones, expectativas y mandatos de otras personas.

Al conjunto de expectativas que uno recibe y asume lo denominamos rol. Es inevitable que en las familias, en los grupos humanos, se repartan los papeles. A través de breves pero continuos intercambios vamos aprendiendo quiénes somos y qué se espera de nosotros. Pasa el tiempo. Nos apropiamos de las voces que nos nombraron. Lo externo se hace interno. Olvidamos su origen. A veces lo camuflamos a conveniencia. Concluimos: esto que siento dentro de mí me pertenece. Es mi decisión. Y construimos historias que nos permiten anudar los cabos sueltos, sobrevolar el olvido.

Por tanto, en boca de uno la vocación suele ser un parapeto, una palabra que nos ahorra muchas explicaciones, que nos anden indagando.

En boca de los demás, en cambio, vocación suele ser un recurso retórico destinado a mantener el conveniente reparto de roles (si yo enfermo, tú me cuidas), y a señalar que aunque ellos no lo sepan en detalle, se nos intuye que algún provecho inconfesado estamos sacando.

Al pensar en nuestro riesgo de desgastarnos no estará de más conocer a qué necesidades psicológicas servía (o sirve) nuestra elección profesional. Estas necesidades, conocidas, desconocidas, reconocidas o negadas serán posibles líneas de fractura a través de las cuales vayan permeando nuestras decepciones.

2. Una materia prima.

La principal herramienta de nuestro trabajo somos nosotros mismos.

Esa forma de ser nuestra, de relacionarnos con lo que somos y con el mundo, que permanece relativamente estable en el tiempo y nos hace reconocibles es lo que denominamos personalidad.

La personalidad de cada cual consta de unas variables más innatas, heredadas genéticamente y poco modificables: temperamento. Sobre esta base se construyen hábitos que dependen de nuestros sucesivos aprendizajes, más sensibles a la experiencia, la interacción social y la cultura: carácter.

Uno afronta la realidad profesional aportando esta materia prima, compuesta con elementos que a veces no está en nuestra mano cambiar.

La empatía, por ejemplo, consta al menos de dos sistemas diferentes pero relacionados. Hay una empatía del sentir y otra del pensar. La empatía “del sentir“, la afectiva, no se elige. Es automática, rápida. Es la que nos conecta con los estados emocionales de los demás: nos conmueve. A menudo se la ha llamado compasión. Es aquella que nos empapa parcialmente de la alegría o el sufrimiento que el otro presenta. Habida cuenta que nuestros pacientes suelen presentarse asustados, nerviosos, confundidos, enfadados o bloqueados resulta fácil comprender que la empatía afectiva constituye la principal vía abierta a lo que llaman “fatiga por compasión“. Forma parte de nuestro temperamento, y por tanto tenemos poco control sobre ella.

La empatía “del pensar“, la cognitiva o racional, sí se puede entrenar más. Es más sensible al aprendizaje. Consiste en darse cuenta de que la persona de enfrente posee otra mente, un punto de vista propio sobre las cosas. Se trata de la empatía que nos permite “leer“ a los demás. Últimamente se la llama “mentalización“ o “teoría de la mente“. Gracias a ella realizamos inferencias, suposiciones (siempre provisionales), acerca de lo que significa vivir en ese cuerpo, bajo esa piel, en aquellos zapatos. Puede llegar a perfeccionarse como un hábito de relación, parte de nuestro carácter. A menudo los problemas relacionados con este tipo de empatía no proceden tanto de la capacidad de comprender al otro, sino de nuestra falta de habilidades comunicativas u otros obstáculos a la hora de hacerle entender al otro que, efectivamente, le hemos entendido.

Aunque la empatía goza actualmente de una gran popularidad se trata de un conjunto complejo de habilidades cognitivas que funcionan como un arma de doble filo.


  • Empaparse de la emoción del paciente sin diferenciar lo ajeno de lo propio lleva a la confusión de roles, a los malentendidos, las sobreactuaciones y en ocasiones a la suplantación.
  • Entender sin compadecerse libra del dolor, pero hace la relación menos profunda, menos fértil, y abona el terreno para la explotación y el abuso del más vulnerable.
  • No compadecer ni comprender lleva al aislamiento o la expulsión mediante el ataque.

El ejercicio de las profesiones de cuidados exige un balance entre niveles tolerables de compasión y una cierta capacidad de leer al otro. Este balance depende de nuestras condiciones de partida, pero también de las cosas que nos van pasando en la vida.

Los que son menos empáticos afectivamente y les cuesta más conmoverse, tenemos que reconocerlo, presentan menor riesgo de desgaste. Una cirujana tendría serias dificultades para hacer bien su trabajo si se empapara sistemáticamente de la angustia de los familiares que aguardan al paciente en la sala de espera. A menudo las personas, anticipando lo que nos va a doler en exceso, evitamos intuitivamente ciertas ocupaciones. Esto no libra a los menos empáticos de sufrir otra serie de problemas. Pueden verse expuestos con mayor frecuencia a conflictos interpersonales, así como dificultades recurrentes para trabajar en equipo en la medida en que tienden a negligir las necesidades de los demás o imponer las suyas propias.

Los que más tienden a desgastarse, va quedando ya claro, son las personas que son temperamentalmente más empáticas, compasivas de esa forma que no se elige, sino que se es. Especialmente si además presentan carencias en las habilidades de mentalización o si trabajan al margen de un “encuadre“, un marco ético de conducta que ordene las relaciones dentro de la profesión. Serán estas personas las que más deban protegerse y ser protegidas, siendo una de las responsabilidades de la institución el contribuir a crear unas condiciones de trabajo que permitan desplegar las variantes de la empatía de la forma menos dañina posible para todos los implicados.


Para ir cerrando el tema de la personalidad querríamos señalar algunos rasgos relativamente habituales entre ciertos estamentos de las profesiones sociosanitarias.

La personalidad de los médicos, por ejemplo, ha sido bastante estudiada. Se ha propuesto llamar “tríada compulsiva“ a los siguientes rasgos por su tendencia a presentarse juntos y reforzarse entre sí: una inseguridad de base, frecuentes sentimientos de culpa y elevada responsabilidad. A este trío se lo denomina “compulsivo“ por las conductas que, secundariamente, se pondrían en marcha para reducir los niveles de angustia: comprobaciones, búsqueda incesante del control, sobreimplicación y perfeccionismo. Estos rasgos, como se ha dicho a menudo, son “buenos para el paciente, malos para el médico“.

Lo más habitual es que deriven en un estilo de pensar algo rígido, dificultades para delegar y una afinidad hacia el trabajo que a menudo lo hace prevalecer muy por encima de otras áreas de la vida que podrían ser o fueron igualmente satisfactorias.

Dicho esto, recordemos que los médicos hace mucho tiempo ya que no afrontan solos la empresa sanitaria. Esto nos obligará a seguir investigando si tienden a agregarse otros rasgos de personalidad en el resto de categorías sociosanitarias.

3. Unas expectativas

Un último apunte. Aterrizamos en el día a día de la asistencia sanitaria con una idea previa de lo que nos encontraremos en el trabajo. En algún punto entre la realidad y la idealización se encuentra esa imagen preconcebida de lo que será nuestra profesión.

Este imaginario profesional que cada uno recibe y atesora no es sino una amalgama de experiencias personales dispersas, anécdotas y relatos de terceros, historias de ficción leídas o contempladas, textos de historia, ensayos, publicidad a la que hemos sido expuestos, chistes, tópicos, frases hechas, símbolos y suposiciones. Se trata de un reflejo de la cultura en la que habitamos en un momento histórico determinado, de cómo se entiende la enfermedad y de quién y cómo la trata de sanar.

Pero la realidad material de las profesiones sociosanitarias cambia mucho más deprisa que sus representaciones. El imaginario, por tanto, corre un alto riesgo de andar desactualizado. Aunque el ordenador de sobremesa seguramente sea a día de hoy la herramienta más utilizada por los sanitarios, por ejemplo, lo cierto es que seguimos asociando a la medicina el símbolo del fonendoscopio. Y qué decir de la larga sombra de la cofia, del diván y otros elementos que hace tiempo dejaron de ser representativos.

El choque entre lo esperado y lo encontrado es un elemento de desgaste profesional a tener muy en cuenta, aunque no siempre se señale.

Una de esas cosas inesperadas que no conocemos verdaderamente hasta que no las sentimos en nuestras carnes, es el hecho de que nuestro trabajo tiene dos caras inseparables: tiene un contenido (la tarea a realizar) y un formato (las condiciones materiales y organizativas que harán la tarea posible).

Es muy habitual, casi la norma, que los individuos nos apegamos al contenido del trabajo. Es donde se ancla la idea de nuestra profesión y aquello que verdaderamente valoramos: atender pacientes, ayudar a las personas, traer esperanza en la enfermedad.

No se suele hablar en profundidad, durante los procesos formativos, de realidades que son parte muy habitual de la asistencia a personas necesitadas: la angustia que conlleva tomar decisiones, la posibilidad de hacer daño por el simple hecho de formar parte del sistema sanitario (iatrogenia sistémica), el riesgo de recibir reclamaciones, denuncias y litigios, la posibilidad de la violencia verbal y física. Estos elementos suelen quedar relegados a la anécdota periodística como esos infortunios que “les pasan a otros“.

Tampoco llegamos muy advertidos acerca de la (des)proporción entre burocracia y tarea primaria, de las historias clínicas electrónicas, ni de las prisas, la falta de medios, ni de la inevitable ambivalencia de los pacientes, que muy a menudo viven con vergüenza y enfado la situación de necesitar y pedir ayuda.

En cuanto al formato, al contexto que habilita nuestro trabajo, será inevitable hablar de la institución. Nuestra relación con ella parece marcada por la omisión. Como el aire que respiramos quisiéramos poder olvidar que se encuentra ahí, y que nuestra relación es de dependencia, pero no exactamente mutua. Sabemos que sin el aire pereceríamos, pero quisiéramos sentir que no es así. 

Nos gustaría tener la seguridad de que estaremos a solas con nuestra labor, en la tranquilizadora rutina de nuestras salas, consultas y despachos. Sentir que no nos faltará el aliento.

Pero a menudo tenemos la percepción de respirar aire viciado. Como han señalado otros autores (Leal, J) la relación del profesional con la institución es de por sí insatisfactoria: “una promesa incumplida y vigente“. Cuando nos incorporamos a una institución (sanitaria, en este caso) ésta pasa a formar parte de nosotros como nosotros pasamos a formar parte de ella. El ajuste casi nunca es sencillo. El trabajo nos cambia más de lo que nos gustaría pensar y, desde luego, mucho más de lo que llegaremos a cambiar el trabajo.

Se establece con la institución un “contrato inconsciente“ por el cual, a cambio de someternos a sus condiciones, esperamos realizarnos profesionalmente, y también recibir “soporte, apoyo, seguridad, un elemento de identidad social, de inserción social y de pertenencia“. Cuando esto se incumple, cuando se produce el desencuentro y descubrimos que la institución no nos recuerda, no nos tiene en cuenta, nos resentimos por la quiebra de la reciprocidad. Nos sentimos engañados y desamparados.



Por tanto, es un hecho que se encuentran más expuestos al desencanto aquellos que partían de unas expectativas más elevadas, con un alto nivel de motivación, fuertemente identificados con una labor de gran valor social y humano, de la que esperaban nutrirse y hacerlo en condiciones de amparo.

Todos estos elementos que hemos ido mencionado forman una trama compleja de expectativas y necesidades personales, que de alguna manera esperamos ver satisfechas en el trabajo. A todo ello nos nos enfrentamos mientras la vida sigue y no se detiene. Cambiamos de casa y de contratos. Hacemos y deshacemos amistades. Nos emparejamos. Tenemos, o no, hijos. Adoptamos mascotas. Nos divorciamos. Enterramos seres queridos. Enfermamos. Descubrimos que también somos vulnerables. Tememos o ansiamos la jubilación. Y, a veces, nos preguntamos si lo que hacemos, todo lo que hemos hecho, tiene algún sentido.

En este trajín del vivir aquellas necesidades que apuntalaban nuestra vocación pudieron ir cambiando. Algunas se resolvieron o han pasado a satisfacerse fuera del trabajo, otras se posponen, muchas se reemplazan, otras se acentúan y agravan. Algunas se demuestran inagotables.

En conclusión: las circunstancias que motivaron la elección de nuestra profesión, la personalidad de cada uno y las expectativas hacia el trabajo son los principales elementos que, como individuos, colocamos en la pira de la vocación antes de que eche a arder. Seguro que podríamos seguir enumerando, indagando en los elementos propios, internos, que juegan algún papel en el desgaste profesional, más allá de lo externo y sus precariedades. Pero es bueno saber parar.

@JCamiloVazquez
(mayo de 2022)


Referencias:

  • Gabbard G. The Psychology of Physicians and the Culture of Medicine, En: The Physician as Patient. A Clinical Handbook for Mental Health Professionals. American Psychiatric Publishing, 2008.
  • Vygotski, L. El desarrollo de los procesos psicológicos superiores. Barcelona. Crítica, 1979.
  • Leal, J. Aproximación a una lectura institucional del malestar en los servicios de salud (mental). En: Equipos e instituciones de salud (mental), salud (mental) de equipos e instituciones. Estudios de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, 1997.
  • Feito, L. Ética del cuidado en las profesiones socio-sanitarias. Documentación Social, 2017.
  • Tizón, JL. Desgaste profesional y “Burnout“: realidades, burbujas y oxímoros. En: Vida laboral, estrés y salud mental. Estudios de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, 2012.

Todas las ilustraciones son obra del artista Matteo Massagrande. Más información aquí


domingo, 13 de febrero de 2022

¿Por qué una evaluación psiquiátrica en tu cirugía de la obesidad?

por Olga Bautista Garrido, psiquiatra y psicoterapeuta.

Llevas años a dieta y a veces funciona por un tiempo, pero los kilos reaparecen y el efecto yo-yó termina en más peso aún que al inicio del régimen anterior. 


Tu nutricionista, endocrino o incluso tu médico de cabecera te hablan de que quizá la mejor solución sea una cirugía. Superado el shock inicial y asumiendo que quizá tengan razón, resulta que te derivan al psiquiatra. 

Desde hace unos años una parte de mi actividad asistencial clínica se dedica al programa de cirugía bariátrica, es decir, el tratamiento quirúrgico de la obesidad mórbida. Voy a contar brevemente en qué consiste mi papel en el programa.

Lo primero que hay que saber es que para ser candidato a este tipo de tratamiento se tiene como criterio el índice de masa corporal (IMC), es decir, la relación entre el peso y la altura. Tendría que ser mayor de 40 o mayor de 35 con problemas de salud relacionados con la obesidad, esto es: hipertensión arterial, colesterol alto, diabetes tipo 2, síndrome de apnea del sueño, problemas osteomusculares… Para que nos hagamos una idea se considera un adecuado IMC entre 18,5 y 25. Una vez incluido como candidato, el paciente tiene que obtener el "apto", es decir, la aprobación para la cirugía de los diferentes especialistas que formamos parte: endocrinólogos, neumólogos, anestesistas, cirujanos y psiquiatras.


"Mi labor como psiquiatra se centra en evaluar a los pacientes, determinar su capacidad para consentir la operación y estimar el riesgo de fracaso por influencia de aspectos emocionales a la hora de comer". 



Para entender bien a lo que me refiero es importante conocer en qué consiste la operación, esta parte centra un tiempo sustancial de la primera consulta. Me gusta comprobar que los pacientes saben exactamente qué se les va a hacer y los riesgos y secuelas que pueden esperar. La cirugía bariátrica es en realidad un conjunto de técnicas, siendo lo fundamental de ellas la reducción del tamaño del estómago de forma significativa (prácticamente a un cuarto de su capacidad). Además puede modificarse el tránsito intestinal para asociar malabsorción, pero lo fundamental es que la persona intervenida será capaz de ingerir tan poca comida que a su cuerpo no le quedará más remedio que utilizar las reservas de energía para seguir funcionando incluso en reposo, es decir: las grasas. Como me gusta decir: “tras la cirugía bariátrica por fin llega el momento de utilizar los por si acasos que el cuerpo lleva años almacenando”

Pero, y aquí está uno de los grandes problemas, ese estómago que reducen con el tiempo vuelve a distenderse, pues hay que seguir comiendo, y los alimentos aplican una fuerza sobre sus paredes. El objetivo sería que ese ensanchamiento inevitable no vuelva a adquirir grandes proporciones. Es por eso que las llamadas ingestas emocionales van a ser uno de los enemigos principales del buen pronóstico de la cirugía.

Aunque es muy frecuente que para llegar a una situación de obesidad mórbida, en algún momento de la vida hayan estado presente las ingestas emocionales (es decir, comer con ansiedad), no en todos los casos están presentes con una frecuencia e intensidad llamativas. Para detectar estos casos una entrevista clínica exhaustiva es la mejor aliada. Además de indagar sobre los antecedentes de problemas de salud mental, incluyendo las adicciones, antecedentes familiares, y situación de vida, considero indispensables dos preguntas: 

  1. ¿Cómo se inició y evolucionó esta obesidad?
  2. ¿Cuáles fueron sus mecanismos?

En la primera pregunta: inicio y evolución de la obesidad, sobre todo busco conocer desde cuándo, cómo se ha ido modificando y, muy importante: si hay hitos vitales relacionados con aumentos o disminuciones de peso significativas. Por ejemplo, no es infrecuente que las mujeres me cuenten modificaciones de peso sustanciales con los embarazos, postpartos o menopausias. Y no sólo considero que los factores hormonales que es donde se nos va automáticamente la mente tengan que ver con estos hitos. Las etapas mencionadas, si bien por supuesto van asociadas a cambios hormonales sustanciales, también tienen que ver con momentos de crisis vital por los cambios que suponen y por el contexto socialmente desfavorable en el que se insertan: tener que seguir trabajando en condiciones penosas estando embarazada, la soledad del postparto o momento de independencia de los hijos y avance hacia el envejecimiento que simboliza la menopausia… 

Además desde que empecé a hacerme cargo de este programa asistí con horror a la escucha en un porcentaje no desdeñable de casos de antecedente de traumas psíquicos varios en la infancia o adolescencia de los pacientes. Me estoy refiriendo a abusos sexuales en la infancia, violaciones, maltrato con violencia física o psicológica, negligencia de cuidadores principales… 

Estos hitos vitales son importantes porque más aún en edades tempranas condicionan la forma en que la estructura psíquica de las personas se desarrolla. Conllevan una mala gestión emocional que luego influye en la necesidad de regulación emocional externa (alivio de la ansiedad) en estos casos mediante la comida palatable y muy calórica.


"Si verdaderamente queremos que el resultado de la cirugía sea persistente en el tiempo y hacer cambios estables y duraderos me parece imprescindible el tratamiento de psicoterapia grupal."



En la segunda pregunta: mecanismo de la obesidad quiero reflexionar con el paciente acerca de cuáles son sus patrones más relevantes de conducta alimentaria. Como a las personas a menudo les cuesta identificarlos yo suelo ayudarles mencionado las opciones que considero más frecuentes: comer en cantidad, desorganización de horarios, comer compulsivamente o con ansiedad, conductas de picoteo o atracón, comer durante la noche, vida más o menos sedentaria… Aquí sobre todo pretendo la reflexión crítica para empezar a cambiar hábitos disfuncionales, sobre todo en cuanto a la desorganización de horarios y ausencia de ejercicio físico. Y si están presente de forma intensa y recurrente las ingestas emocionales, estos pacientes serían candidatos a un trabajo más intensivo conmigo y se propone tratamiento psicofarmacológico y/o psicoterapia grupal.

Fotograma de la película "Gordos", Daniel Sánchez Arévalo (2009)


















Me gusta explicar que el tratamiento psicofarmacológico casi siempre supone un medio para llegar a poder cumplir uno de los requisitos claves para el apto en la cirugía bariátrica, que es la pérdida previa de aproximadamente un 10% del peso con el que inició el programa. Es especialmente útil si al paciente le cuesta disminuir las ingestas compulsivas ya sean de tipo picoteo o atracón. 

Pero si verdaderamente queremos que el resultado de la cirugía sea persistente en el tiempo y hacer cambios estables y duraderos me parece imprescindible el tratamiento de psicoterapia grupal. En el modelo que trabajamos consta de diez sesiones semanales de una hora de duración donde se abordan diferentes temas relacionados con la conciencia, trabajo con la relación corporal, aprendizaje de técnicas de regulación emocional y el autocuidado. Un lugar importante en las sesiones lo tienen también las relaciones con otras personas importantes de nuestra vida

Es en este espacio donde más se ponen de manifiesto las diferencias de género y las dificultades propias del rol femenino. Las más habituales la escasa comunicación asertiva y la tendencia a priorizar el cuidado ajeno antes que el propio.

Para saber más, de la Dra. Olga Bautista
Esto es, a grandes rasgos, un esbozo de esa visita de evaluación psiquiátrica incluida en la mayoría de programas de cirugía bariátrica, y una muestra de las posibilidades de tratamiento que ofrecemos si así se acuerda con la paciente o el paciente. 

Seguiremos profundizando próximamente en las ingestas emocionales y la manera de gestionarlas.