sábado, 9 de julio de 2022

Lo que uno pone en la pira.

Factores personales que contribuyen al desgaste profesional.

El desgaste profesional o “Burnout“ es un proceso de adaptación pasiva, insidioso e involuntario, que tiene lugar cuando los profesionales se ven crónicamente expuestos a circunstancias laborales adversas.

Ilustr. Matteo Massagrande. Website.

Son dos los mecanismos principales que conducen al desgaste en el ámbito sociosanitario: la conexión emocional con personas sufrientes y la frustración reiterada de las expectativas con respecto a los métodos y resultados de la tarea encomendada.

Nos empapamos del dolor ajeno y las cosas no son como quisiéramos. Acaba uno de esta manera desencantado. Sin darnos cuenta nos distanciamos emocionalmente de la tarea como una forma no sufrir tanto. Esto permite seguir trabajando, pero de una forma poco compatible con el estar atento a las necesidades del otro. En profesiones dedicadas a los cuidados esto implica perder eficacia y también la fuente principal de gratificación.

Sin embargo, no todos los profesionales sociosanitarios se desgastan a la misma velocidad ni lo hacen por los mismos motivos concretos. Mientras algunos parecen encontrar acomodo en la adversidad o terminan cambiando de escenario, no son pocos los que se perciben atrapados y presentan alto riesgo de acabar enfermando.

En estas líneas se trata de plantear qué aspectos individuales hacen más lesivas esas circunstancias laborales que conducen al desgaste profesional. Se trata de averiguar qué pone cada uno, sin darse cuenta, en el proceso de quemarse.

1. Una decisión y sus motivos

De entre todas las ocupaciones y profesiones que existen a nuestro alrededor, ¿por qué escogemos una profesión sociosanitaria y no otra?, ¿por qué muchas personas elegimos dedicarnos profesionalmente a los cuidados?

Es poco probable que tengamos un único motivo para algo así.

Si examináramos a fondo nuestros motivos podríamos dividirlos en conocidos y desconocidos para uno mismo. Y éstos, a su vez, en confesables y menos confesables.

La verdad es que no siempre estamos al tanto de nuestros motivos, aunque cuando nos preguntan por qué hemos tomado una decisión nos descubrimos socializados en la conducta de no quedarnos callados. Se espera de nosotros que demos razones, así que ofrecemos argumentos. Normalmente escogemos del repertorio de motivos uno que esté razonablemente bien visto y le damos prioridad al nombrarlo.


Pero si hacemos examen de conciencia, o si lo pensamos junto con alguien, veremos que la decisión de dedicarse a cuidar de los demás tiene múltiples frentes, más o menos como las líneas de terreno facilitan que un arroyo corra en esta o aquella dirección.

Las decisiones que tomamos tienen al menos dos tipos de porqués: tienen su historia (cómo es que) y a menudo cumplen alguna función (para qué).

  • En el por qué histórico (cómo es qué) son inevitables las casualidades y los accidentes: una enfermedad propia o de un familiar en esas edades en las que se está fraguando nuestra personalidad, algún sanitario (real o de ficción) que sirvió de referente prestigioso, una familiaridad con el sector, la cercanía física con un centro de salud o un hospital, a veces una nota académica que permitía o impedía acceder a ciertos estudios.
  • En el por qué funcional, al preguntarnos para qué escogimos una cierta profesión, nos adentramos en un territorio más sutil: el de las necesidades psicológicas.
En estas profesiones reparadoras nuestras a veces cuidar es hacerlo como nos cuidaron, y otras tantas cuidar como nos hubiera gustado ser cuidados. Otras veces se trata de aprovechar algo que se nos da bien. Cuidar como hemos hecho toda la vida, en nuestras familias, con un rol asignado. Seguir obteniendo reconocimiento y una mirada agradecida. Una ruta circular hacia el afecto. En ocasiones se trata de encontrar la distancia justa, la que nos permite tolerar a las personas, ser capaces de relacionarnos con el otro bien ubicado. O dominar algo que da miedo a base de enfrentarlo.

Ser sanitario es también representar todos los días algo así como el guión de una obra de teatro, en la que es el otro quien enferma y sufre, y es uno quien le va a ayudar. Como un conjuro o un rezo que, a base de repetirse, puede resultar convincente: el otro enferma, yo ayudo. Yo ayudo, el otro enferma. Todos los días. Llegamos a acariciar una ilusión de omnipotencia, aunque para nada infalible.

Estamos hablando, de alguna manera, de la famosa vocación. Se la define como una llamada surgida desde el interior del individuo. Pero conviene recordar que, en opinión de los expertos en desarrollo infantil, todo lo que está dentro estuvo alguna vez fuera. Cuando llegamos al mundo nos incorporamos a un grupo preexistente, la familia, una red de relaciones que debe reconfigurarse para acoger al recién llegado. Somos en la medida en que somos vistos y nombrados. Incluso antes de nacer cargamos con las ilusiones, expectativas y mandatos de otras personas.

Al conjunto de expectativas que uno recibe y asume lo denominamos rol. Es inevitable que en las familias, en los grupos humanos, se repartan los papeles. A través de breves pero continuos intercambios vamos aprendiendo quiénes somos y qué se espera de nosotros. Pasa el tiempo. Nos apropiamos de las voces que nos nombraron. Lo externo se hace interno. Olvidamos su origen. A veces lo camuflamos a conveniencia. Concluimos: esto que siento dentro de mí me pertenece. Es mi decisión. Y construimos historias que nos permiten anudar los cabos sueltos, sobrevolar el olvido.

Por tanto, en boca de uno la vocación suele ser un parapeto, una palabra que nos ahorra muchas explicaciones, que nos anden indagando.

En boca de los demás, en cambio, vocación suele ser un recurso retórico destinado a mantener el conveniente reparto de roles (si yo enfermo, tú me cuidas), y a señalar que aunque ellos no lo sepan en detalle, se nos intuye que algún provecho inconfesado estamos sacando.

Al pensar en nuestro riesgo de desgastarnos no estará de más conocer a qué necesidades psicológicas servía (o sirve) nuestra elección profesional. Estas necesidades, conocidas, desconocidas, reconocidas o negadas serán posibles líneas de fractura a través de las cuales vayan permeando nuestras decepciones.

2. Una materia prima.

La principal herramienta de nuestro trabajo somos nosotros mismos.

Esa forma de ser nuestra, de relacionarnos con lo que somos y con el mundo, que permanece relativamente estable en el tiempo y nos hace reconocibles es lo que denominamos personalidad.

La personalidad de cada cual consta de unas variables más innatas, heredadas genéticamente y poco modificables: temperamento. Sobre esta base se construyen hábitos que dependen de nuestros sucesivos aprendizajes, más sensibles a la experiencia, la interacción social y la cultura: carácter.

Uno afronta la realidad profesional aportando esta materia prima, compuesta con elementos que a veces no está en nuestra mano cambiar.

La empatía, por ejemplo, consta al menos de dos sistemas diferentes pero relacionados. Hay una empatía del sentir y otra del pensar. La empatía “del sentir“, la afectiva, no se elige. Es automática, rápida. Es la que nos conecta con los estados emocionales de los demás: nos conmueve. A menudo se la ha llamado compasión. Es aquella que nos empapa parcialmente de la alegría o el sufrimiento que el otro presenta. Habida cuenta que nuestros pacientes suelen presentarse asustados, nerviosos, confundidos, enfadados o bloqueados resulta fácil comprender que la empatía afectiva constituye la principal vía abierta a lo que llaman “fatiga por compasión“. Forma parte de nuestro temperamento, y por tanto tenemos poco control sobre ella.

La empatía “del pensar“, la cognitiva o racional, sí se puede entrenar más. Es más sensible al aprendizaje. Consiste en darse cuenta de que la persona de enfrente posee otra mente, un punto de vista propio sobre las cosas. Se trata de la empatía que nos permite “leer“ a los demás. Últimamente se la llama “mentalización“ o “teoría de la mente“. Gracias a ella realizamos inferencias, suposiciones (siempre provisionales), acerca de lo que significa vivir en ese cuerpo, bajo esa piel, en aquellos zapatos. Puede llegar a perfeccionarse como un hábito de relación, parte de nuestro carácter. A menudo los problemas relacionados con este tipo de empatía no proceden tanto de la capacidad de comprender al otro, sino de nuestra falta de habilidades comunicativas u otros obstáculos a la hora de hacerle entender al otro que, efectivamente, le hemos entendido.

Aunque la empatía goza actualmente de una gran popularidad se trata de un conjunto complejo de habilidades cognitivas que funcionan como un arma de doble filo.


  • Empaparse de la emoción del paciente sin diferenciar lo ajeno de lo propio lleva a la confusión de roles, a los malentendidos, las sobreactuaciones y en ocasiones a la suplantación.
  • Entender sin compadecerse libra del dolor, pero hace la relación menos profunda, menos fértil, y abona el terreno para la explotación y el abuso del más vulnerable.
  • No compadecer ni comprender lleva al aislamiento o la expulsión mediante el ataque.

El ejercicio de las profesiones de cuidados exige un balance entre niveles tolerables de compasión y una cierta capacidad de leer al otro. Este balance depende de nuestras condiciones de partida, pero también de las cosas que nos van pasando en la vida.

Los que son menos empáticos afectivamente y les cuesta más conmoverse, tenemos que reconocerlo, presentan menor riesgo de desgaste. Una cirujana tendría serias dificultades para hacer bien su trabajo si se empapara sistemáticamente de la angustia de los familiares que aguardan al paciente en la sala de espera. A menudo las personas, anticipando lo que nos va a doler en exceso, evitamos intuitivamente ciertas ocupaciones. Esto no libra a los menos empáticos de sufrir otra serie de problemas. Pueden verse expuestos con mayor frecuencia a conflictos interpersonales, así como dificultades recurrentes para trabajar en equipo en la medida en que tienden a negligir las necesidades de los demás o imponer las suyas propias.

Los que más tienden a desgastarse, va quedando ya claro, son las personas que son temperamentalmente más empáticas, compasivas de esa forma que no se elige, sino que se es. Especialmente si además presentan carencias en las habilidades de mentalización o si trabajan al margen de un “encuadre“, un marco ético de conducta que ordene las relaciones dentro de la profesión. Serán estas personas las que más deban protegerse y ser protegidas, siendo una de las responsabilidades de la institución el contribuir a crear unas condiciones de trabajo que permitan desplegar las variantes de la empatía de la forma menos dañina posible para todos los implicados.


Para ir cerrando el tema de la personalidad querríamos señalar algunos rasgos relativamente habituales entre ciertos estamentos de las profesiones sociosanitarias.

La personalidad de los médicos, por ejemplo, ha sido bastante estudiada. Se ha propuesto llamar “tríada compulsiva“ a los siguientes rasgos por su tendencia a presentarse juntos y reforzarse entre sí: una inseguridad de base, frecuentes sentimientos de culpa y elevada responsabilidad. A este trío se lo denomina “compulsivo“ por las conductas que, secundariamente, se pondrían en marcha para reducir los niveles de angustia: comprobaciones, búsqueda incesante del control, sobreimplicación y perfeccionismo. Estos rasgos, como se ha dicho a menudo, son “buenos para el paciente, malos para el médico“.

Lo más habitual es que deriven en un estilo de pensar algo rígido, dificultades para delegar y una afinidad hacia el trabajo que a menudo lo hace prevalecer muy por encima de otras áreas de la vida que podrían ser o fueron igualmente satisfactorias.

Dicho esto, recordemos que los médicos hace mucho tiempo ya que no afrontan solos la empresa sanitaria. Esto nos obligará a seguir investigando si tienden a agregarse otros rasgos de personalidad en el resto de categorías sociosanitarias.

3. Unas expectativas

Un último apunte. Aterrizamos en el día a día de la asistencia sanitaria con una idea previa de lo que nos encontraremos en el trabajo. En algún punto entre la realidad y la idealización se encuentra esa imagen preconcebida de lo que será nuestra profesión.

Este imaginario profesional que cada uno recibe y atesora no es sino una amalgama de experiencias personales dispersas, anécdotas y relatos de terceros, historias de ficción leídas o contempladas, textos de historia, ensayos, publicidad a la que hemos sido expuestos, chistes, tópicos, frases hechas, símbolos y suposiciones. Se trata de un reflejo de la cultura en la que habitamos en un momento histórico determinado, de cómo se entiende la enfermedad y de quién y cómo la trata de sanar.

Pero la realidad material de las profesiones sociosanitarias cambia mucho más deprisa que sus representaciones. El imaginario, por tanto, corre un alto riesgo de andar desactualizado. Aunque el ordenador de sobremesa seguramente sea a día de hoy la herramienta más utilizada por los sanitarios, por ejemplo, lo cierto es que seguimos asociando a la medicina el símbolo del fonendoscopio. Y qué decir de la larga sombra de la cofia, del diván y otros elementos que hace tiempo dejaron de ser representativos.

El choque entre lo esperado y lo encontrado es un elemento de desgaste profesional a tener muy en cuenta, aunque no siempre se señale.

Una de esas cosas inesperadas que no conocemos verdaderamente hasta que no las sentimos en nuestras carnes, es el hecho de que nuestro trabajo tiene dos caras inseparables: tiene un contenido (la tarea a realizar) y un formato (las condiciones materiales y organizativas que harán la tarea posible).

Es muy habitual, casi la norma, que los individuos nos apegamos al contenido del trabajo. Es donde se ancla la idea de nuestra profesión y aquello que verdaderamente valoramos: atender pacientes, ayudar a las personas, traer esperanza en la enfermedad.

No se suele hablar en profundidad, durante los procesos formativos, de realidades que son parte muy habitual de la asistencia a personas necesitadas: la angustia que conlleva tomar decisiones, la posibilidad de hacer daño por el simple hecho de formar parte del sistema sanitario (iatrogenia sistémica), el riesgo de recibir reclamaciones, denuncias y litigios, la posibilidad de la violencia verbal y física. Estos elementos suelen quedar relegados a la anécdota periodística como esos infortunios que “les pasan a otros“.

Tampoco llegamos muy advertidos acerca de la (des)proporción entre burocracia y tarea primaria, de las historias clínicas electrónicas, ni de las prisas, la falta de medios, ni de la inevitable ambivalencia de los pacientes, que muy a menudo viven con vergüenza y enfado la situación de necesitar y pedir ayuda.

En cuanto al formato, al contexto que habilita nuestro trabajo, será inevitable hablar de la institución. Nuestra relación con ella parece marcada por la omisión. Como el aire que respiramos quisiéramos poder olvidar que se encuentra ahí, y que nuestra relación es de dependencia, pero no exactamente mutua. Sabemos que sin el aire pereceríamos, pero quisiéramos sentir que no es así. 

Nos gustaría tener la seguridad de que estaremos a solas con nuestra labor, en la tranquilizadora rutina de nuestras salas, consultas y despachos. Sentir que no nos faltará el aliento.

Pero a menudo tenemos la percepción de respirar aire viciado. Como han señalado otros autores (Leal, J) la relación del profesional con la institución es de por sí insatisfactoria: “una promesa incumplida y vigente“. Cuando nos incorporamos a una institución (sanitaria, en este caso) ésta pasa a formar parte de nosotros como nosotros pasamos a formar parte de ella. El ajuste casi nunca es sencillo. El trabajo nos cambia más de lo que nos gustaría pensar y, desde luego, mucho más de lo que llegaremos a cambiar el trabajo.

Se establece con la institución un “contrato inconsciente“ por el cual, a cambio de someternos a sus condiciones, esperamos realizarnos profesionalmente, y también recibir “soporte, apoyo, seguridad, un elemento de identidad social, de inserción social y de pertenencia“. Cuando esto se incumple, cuando se produce el desencuentro y descubrimos que la institución no nos recuerda, no nos tiene en cuenta, nos resentimos por la quiebra de la reciprocidad. Nos sentimos engañados y desamparados.



Por tanto, es un hecho que se encuentran más expuestos al desencanto aquellos que partían de unas expectativas más elevadas, con un alto nivel de motivación, fuertemente identificados con una labor de gran valor social y humano, de la que esperaban nutrirse y hacerlo en condiciones de amparo.

Todos estos elementos que hemos ido mencionado forman una trama compleja de expectativas y necesidades personales, que de alguna manera esperamos ver satisfechas en el trabajo. A todo ello nos nos enfrentamos mientras la vida sigue y no se detiene. Cambiamos de casa y de contratos. Hacemos y deshacemos amistades. Nos emparejamos. Tenemos, o no, hijos. Adoptamos mascotas. Nos divorciamos. Enterramos seres queridos. Enfermamos. Descubrimos que también somos vulnerables. Tememos o ansiamos la jubilación. Y, a veces, nos preguntamos si lo que hacemos, todo lo que hemos hecho, tiene algún sentido.

En este trajín del vivir aquellas necesidades que apuntalaban nuestra vocación pudieron ir cambiando. Algunas se resolvieron o han pasado a satisfacerse fuera del trabajo, otras se posponen, muchas se reemplazan, otras se acentúan y agravan. Algunas se demuestran inagotables.

En conclusión: las circunstancias que motivaron la elección de nuestra profesión, la personalidad de cada uno y las expectativas hacia el trabajo son los principales elementos que, como individuos, colocamos en la pira de la vocación antes de que eche a arder. Seguro que podríamos seguir enumerando, indagando en los elementos propios, internos, que juegan algún papel en el desgaste profesional, más allá de lo externo y sus precariedades. Pero es bueno saber parar.

@JCamiloVazquez
(mayo de 2022)


Referencias:

  • Gabbard G. The Psychology of Physicians and the Culture of Medicine, En: The Physician as Patient. A Clinical Handbook for Mental Health Professionals. American Psychiatric Publishing, 2008.
  • Vygotski, L. El desarrollo de los procesos psicológicos superiores. Barcelona. Crítica, 1979.
  • Leal, J. Aproximación a una lectura institucional del malestar en los servicios de salud (mental). En: Equipos e instituciones de salud (mental), salud (mental) de equipos e instituciones. Estudios de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, 1997.
  • Feito, L. Ética del cuidado en las profesiones socio-sanitarias. Documentación Social, 2017.
  • Tizón, JL. Desgaste profesional y “Burnout“: realidades, burbujas y oxímoros. En: Vida laboral, estrés y salud mental. Estudios de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, 2012.

Todas las ilustraciones son obra del artista Matteo Massagrande. Más información aquí


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