miércoles, 15 de enero de 2014

Y tú, ¿a cuántos adictos conoces? (Parte II)

En la delicia de la sal se hallan todas las lanzas del espíritu”
Saint-John Perse (citado por J.A. Marina)


La semana pasada lanzábamos esta pregunta al aire con la idea de intentar aclarar qué es y qué no es una adicción, palabra que hoy en día todos manejamos más o menos a la ligera. Nuestra primera conclusión fue que adicción NO es lo mismo que vicio, una idea que los profesionales de la salud sólo hemos llegado a incorporar a mediados del siglo XX, y a la que todavía le queda mucho recorrido hasta conseguir erradicar de la sabiduría popular la impronta moral que hasta la fecha impregna el mundo de las adicciones.

Hoy nos atreveremos con otra noción contraintuitiva y es que, por mucho que tendamos a relacionar una cosa con la otra, la adicción NO es placer.


De necesidades, castigos y recompensas.

Ilustr. "Trolley hunters", por Bansky

De entre todas las cosas que existen en el mundo y podemos captar con los sentidos, ¿cómo saber cuáles son las que necesitamos?, ¿por qué unas nos atraen (como el agua) mientras otras nos resultan indiferentes (pongamos una piedra)?. Nos puede parecer más importante saber dónde encontrar lo que necesitamos o cómo conseguirlo, pero de nada nos sirve si primero no aclaramos lo más importante: ¿qué debemos buscar?

Entendemos por necesidades fisiológicas aquellas exigencias que nuestro organismo nos reclama a fin de sobrevivir y dejar descendencia. Las aprendimos todos en la escuela: nutrición, relación y reproducción. Para cualquier ser humano eso se traduce en respirar, comer, beber, dormir, expulsar desechos y mantener contacto con otros humanos. La evolución de la especie ha determinado que algunos de los procesos más importantes sean automáticos o semiautomáticos (respirar), mientras que ha proporcionado a otros un mayor grado de flexibilidad (alimentarse, reproducirse). Pero una regla ha de cumplirse siempre: debemos repetir aquellas conductas que favorecen la máxima replicación y dispersión de nuestro material genético, y evitar aquellas que la perjudican. De ahí la importancia de la sal en el fragmento de poema que abre la entrada: la sal, por medio de la sed, es la puerta del deseo de agua, un deseo que nos mantiene con vida.

Hoy sabemos que esta regla de “buscar lo bueno y rehuir lo malo” tiene lugar gracias a una serie de conexiones neuronales que denominamos “sistema de recompensa”. La idea básica acerca de este sistema de recompensa es que, cuando llevamos a cabo acciones que son favorables para nuestros objetivos de supervivencia y reproducción, el sistema de recompensa se activa proporcionando un “premio” desde el punto de vista neurobiológico, lo cual nos permite aprender que repetir esa conducta es algo deseable . Al principio a ese premio se le denominó “placer” y se vino a asociar al neurotransmisor Dopamina, aunque hoy sabemos que no es exactamente así, y que el papel de la Dopamina se relaciona más con el aprendizaje de contingencias (herramienta principal del pensamiento probabilístico y la atribución causal), así como con la motivación para la acción en función de la probabilidad de exponerse u obtener algo.

Vías dopaminérgicas, representadas sobre Resonancia Magnética 

La Dopamina, por tanto, no produce placer, sino que indica (tras un aprendizaje asociativo causal) que existen posibilidades de obtener algo que valoramos como positivo (lo cual está influido por factores de aprendizaje imitativo, crianza, cultura y expectativas), y proporciona el sustento para su búsqueda activa por medio de conductas de aproximación. Nos acerca a las cosas y situaciones que tenemos por placenteras, pero también a otras que han dejado de serlo o nunca lo fueron.



Los dos cortocircuitos.

¿Produce algún placer el primer cigarrillo fumado a las puertas del instituto? ¿Es placer la tensión que siente el jugador de ruleta mientras sigue con la mirada la bola que habrá de determinar la ganancia o la ruina?

Se suele pensar que es el placer lo que mantiene a las personas atadas a sus adicciones. Pero lo que los clínicos vemos en consulta (y que ha sido ampliamente respaldado por la investigación) es que, una vez establecida la adicción, nos encontramos ante un divorcio efectivo entre el deseo de llevar a cabo una conducta y el placer que ésta proporciona. El adicto ya no disfruta al consumar su adicción, pero siente un deseo incesante y reiterado que le empuja a la acción, muchas veces para aliviar el malestar del propio requerimiento. Los mecanismos dopaminérgicos que controlan la motivación se han acabado alterando y, por ello, ni todo el consumo del mundo podría saciar a quien padece una adicción.

Lo natural, como hemos dicho, es que el sistema de recompensa se encargue de hacernos buscar alimentos nutritivos, agua en buen estado, parejas deseables... Además existen otra serie de situaciones que activan nuestro sistema de recompensa: practicar deporte, conseguir nuestros logros, disfrutar de una afición... Todo es susceptible de ser aprendido a través del sistema de recompensa, a condición de que el balance entre recompensa y castigo nos resulte favorable. Es la dopamina la que crea esos vínculos de aprendizaje, que luego son deseo y búsqueda. Pero algunas sustancias y conductas elevan artificialmente los niveles de dopamina. La cocaína, el alcohol, el juego, la heroína, algunas formas de sexo... son capaces de “trampear” los circuitos del sistema de recompensa, creando el hábito que estaría normalmente reservado a nuestras necesidades fisiológicas. Por eso, al margen del placer, la ejecución de la adicción favorece a su repetición, incluso cuando ya no resulta placentera. El cerebro, debido a este “cortocircuito” dopaminérgico, ha aprendido que esta conducta o sustancia es esencial, cuando en realidad no aporta nada a nuestro éxito biológico. Y de hecho son estas necesidades las que van quedando cada vez más desatendidas, y ensombrecido el brillo habitual de cualquier otra actividad que antes era placentera.





El segundo cortocircuito es específicamente humano. Se trata del salto simbólico por el cual podemos introducir una valoración positiva o negativa, apetecible o desagradable, a prácticamente cualquier cosa si así nos lo proponemos. Para los seres humanos las cosas son más de lo que ellas son por sí mismas. A través del símbolo, del significado que nosotros les podemos asignar, lo que en principio podría ser neutral a efectos de éxito biológico, acaba teniendo gran fuerza en un sentido u otro. En el fondo resulta comprensible que alguien encuentre apetecible la cocaína, ya que el bienestar y el vigor que proporciona de forma inmediata hacen olvidar cualquier consecuencia futura, por grave que pueda ser. Pero en el ejemplo que hemos puesto antes, el de quien comienza a fumar por primera vez, sólo lo simbólico puede superar lo desagradable del contacto con el humo. El joven fumador se entrena duramente para soportar el asco porque el cigarrillo es mucho más que un cigarrillo: es la entrada al mundo de los adultos, es rebeldía, pertenecer al grupo de iguales, o lo que el joven quiera que sea. Si puede soportar el asco hasta que la dopamina haga su trabajo, ya no dependerá nunca más del disfrute, y el propio deseo satisfecho se confundirá con el placer. Lo mismo puede suceder con todo tipo de conductas, que podrán lugar a adicciones tan varipiontas como las que veíamos en el video de la semana pasada.

Fotografía de Nick Stern, inspirada en un mural de Bansky

Por ello hoy sabemos que la adicción NO es placer NI vicio, sino un secuestro de la motivación y del deseo al alterarse nuestro sistema fisiológico de recompensa.

De ahí esa tragedia tan propia de los pacientes adictos: actuar como si se amara y necesitara lo que realmente se odia. De ahí brota la dolorosa contradicción personal del adicto, y también la incomprensión y el rechazo de los que no han sufrido este problema.

La semana que viene terminaremos abordando de la diferencia entre adicción y dependencia.

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