sábado, 22 de febrero de 2025

Sobre “Las palabras de la bestia hermosa”, de Guillermo Lahera.

Un manual de psiquiatría sin líos ni enredos.

“Toda filosofía acierta en lo que afirma y yerra en lo que niega”
Ernesto Castro, filósofo, youtuber y polemista tardomillenial.

1. No todos los días se publica un libro de divulgación en torno a la psiquiatría, por más que la “salud mental” (signifique lo que eso signifique) esté últimamente en boca de todos. Mucho menos común es que un libro de estas características despierte el interés tanto de público general como profesional. Me atrevería a suponer que esto obedece a la ascendente estrella de su autor: de psiquiatra raso a profesor universitario, investigador, coordinador de centros de salud mental, columnista desde hace un tiempo en El País, habitual de eventos de divulgación a caballo entre lo clínico y lo literario.

Conocí a Guillermo cuando empecé a frecuentar los seminarios anuales de la, por entonces, joven Sección de Neurociencia Clínica de la AEN. En este grupo de trabajo, ahora desafortunadamente algo inactivo, compartimos inquietudes, me crucé con clínicos e investigadores intensamente comprometidos con el deseo de conocer y también traté de ampliar lo poco que sé en torno a uno de los niveles de análisis posibles (el neurobiológico) dentro de nuestro complejo objeto de estudio: la persona. Hice mis aportaciones, tanto escritas como declamadas. En definitiva, lo pasé bien.

El profesor Lahera (izda.) y quien escribe estas líneas (derecha)
Una tarde, durante uno de aquellos seminarios de neurociencia clínica que la sección celebraba Segovia, recuerdo haber charlado con Guillermo a propósito de cuál debía de ser la relación de los psiquiatras con la industria farmacéutica (“la menor posible”, afirmaba yo; “que no fuera tan radical”, proponía él). Recuerdo que antes de entrar a la primera ponencia tras el almuerzo concluimos lo de siempre: hay que seguir debatiendo.

Aprovechando la publicación de este primer libro de Guillermo me gustaría plantear estas líneas como una continuación de aquel diálogo que percibíamos tan necesario. Recojo por tanto el testigo con el objetivo de ofrecer mi réplica y retomar, por medio de esta reseña, aquella conversación que quedó a medias.



2. “Las palabras de la bestia hermosa” ciñe sus casi 250 páginas al formato del caso clínico, un recurso habitual en la formación médica. Fuera del ámbito docente este tipo de divulgación se ha ido popularizando como género literario dirigido al gran público constituyendo una de las formas de la narrativa médica. Se toma la historia de un individuo que padece una patología y, a partir de la descripción sistemática de su sintomatología, se aprovecha para revisar las causas conocidas de la afección que padece (etiología), curso habitual (patogenia) y métodos vigentes para su tratamiento (terapéutica). Al narrar el encuentro clínico como una historia se potencia el interés de los no expertos, facilitando la asimilación de datos técnicos. Al mismo tiempo se abre la puerta por la que se desliza la subjetividad del autor, que suele ser el profesional que asume el caso, un trasunto de Sherlock Holmes frente a un rompecabezas de carne y hueso.

La enseñanza por medio del caso clínico implica escoger y poner el foco en un individuo concreto por su “capacidad” para encajar en la teoría preexistente, constituyendo lo que se conoce coloquialmente como “un caso de libro”. A través de los ocho capítulos de la presente obra Lahera elige construir varias exposiciones bellamente armadas acerca de los trastornos psicóticos, la estructura paranoide de la personalidad (todo un acierto), el trastorno bipolar, tres variedades de trastorno por acumulación, el trastorno obsesivo compulsivo, el trastorno de estrés postraumático y, finalmente, la denominada depresión mayor.

Ilustr. Joel Robinson
Es ciertamente atractiva la selección que se nos presenta. Los casos “de libro” son para nosotros, los clínicos, tan valiosos como gemas preciosas. En su rareza, restauran nuestra confianza en la teoría que, siendo falible y revisable, nos sirve para guiar nuestros diarios intentos de intervenir sobre el mundo material. Compensan así la realidad más común de la consulta diaria, donde a menudo las cosas no están tan claras, predominan las llamadas comorbilidades (coexisten varios diagnósticos a la vez), se desdibujan las fronteras entre las categorías diagnósticas y lo que en un inicio apuntaba a una patología años después apenas se sostiene.

Estas gemas preciosas que son los casos ejemplares las engarza Lahera con la parte más didáctica de su obra, centrada en la descripción de la psico(pato)logía de cada trastorno mental, pero también con sugerentes y eruditas referencias artísticas (novela, cine, poesía, pintura) que le permiten ilustrar de forma eficaz las vivencias menos comunes para el lector o, por el contrario, señalar la universalidad de muchos de nuestros procesos mentales, aquellos que de tan comunes nos condicionan de manera casi inadvertida.

Tiene la virtud Guillermo de empapar la obra con una vocación integradora que busca salir de las falsas dicotomías y los dilemas hacia los que a menudo nos conducen la angustia, la necesidad de ordenar el mundo o la pertenencia a grupos que buscan diferenciarse y se dicen enfrentados. Me resulta refrescante (quizá me transporta de nuevo a aquellos seminarios en Segovia) leer su defensa de una práctica de la psiquiatría capaz de integrar los conocimientos en neurociencias y la psicoterapia sin dejar de lado la medicina somática. No puedo dejar de cabecear afirmativamente cuando enfatiza nuestra condición de animales humanos sometidos a la evolución de las especies, la impronta social de gran parte de nuestros procesos cerebrales, el antipático pero tozudo peso de la genética en nuestra conducta o la complejidad dinámica de la interacción gen-ambiente. Cimientos éstos a menudo desdeñados por biológicos sobre los que se ha ido construyendo durante los últimos 100,000 años ese abigarrado dispositivo complementario de evolución humana que es la cultura, nuestra segunda naturaleza o fenotipo extendido.


3. Junto a los muchos méritos de este libro -que resultará particularmente útil a estudiantes de medicina, a psicólogas y psicólogos, a familiares de pacientes, (¿a los propios pacientes?), a personas interesadas en cultivarse sobre temas de salud, y que gustará a muchas compañeras y compañeros psiquiatras en ejercicio- se deslizan algunas opiniones y prejuicios entreverados en los pasajes de mayor sustancia, haciendo peligrosamente indistinguibles unos de otros para aquellos que no sean conocedores de primera mano de la realidad que el autor trata de plasmar. Comentaré en adelante los que me han llamado más la atención, a saber:

a) La representatividad de los casos escogidos

b) La descripción de los problemas que afronta la profesión

c) La antipsiquiatría como “sombra” de la disciplina

A Guillermo no le ha debido resultar sencillo escoger los casos para este libro. Son muchas (pero muchas) las historias que uno acoge a lo largo de un año de ejercicio profesional, no digamos ya de veinte. De entre aquellos dramas vitales capaces de cruzar el umbral de la memoria y que, además, hayan quedado adecuadamente documentados, quedará seleccionar aquellos casos particulares que puedan ser de especial interés para el público. Con todo, el plantel definitivo de “Las palabras...” no parece obedecer a una simple armonización de azar, memoria y mercadotecnia editorial. El autor, al escoger unos casos y no otros, no disimula su intención de definir las fronteras de una cierta psiquiatría, desbrozar y delimitar el campo profesional para llevarlo de vuelta a su -supuesta- esencia.

Queda esto anunciado desde la misma introducción del “manual” donde, por un lado, se propone como uno de sus objetivos el “contar de primera mano qué cosas suceden en una consulta de psiquatría”, al tiempo que afirma unos capítulos más adelante que [···] “los centros de salud mental, que inicialmente fueron diseñados para atender de forma integral y continuada los trastornos mentales graves [···] ahora se reorganizan a la fuerza para atender un aluvión de demandas emocionales camufladas de “depresión”. El libro, hablando en puridad, elige mostrarnos de primera mano algunas de esas cosas que suceden, mientras que otras tantas, las más en realidad, habrán de quedar entre bambalinas.

Parece por tanto estructurar el índice del libro su afán por mostrar el Trastorno Mental Grave, equiparando ciertos diagnósticos al ejercicio de una psiquiatría “de verdad”. Esta reivindicación trae aparejado el lamento frente a lo que esboza como una pseudopsiquiatría, un ejercicio de dudosa utilidad o potencialmente dañino, fruto de lo que sería un malentendido por parte “de la población general”, sin detenerse en explorar el papel de los propios profesionales, académicos y actores tecnosanitarios en la generación de esta demanda que hoy nos abruma. Tampoco aspira a ilustrar cuál es el encaje, siempre dinámico, de nuestra profesión en el paisaje social que la sustenta (pues no surge en el vacío), con sus diferentes mecanismos no clínicos (léase informes, peritajes, ingresos involuntarios, intervenciones en los medios de comunicación) destinados a engranar la producción de bienes y servicios, por un lado, y la protección social a la que aspira un estado que se declara del bienestar.

El psiquiatra que aspira a emular a sus referentes cinematográficos parece, en la obra de Lahera, condenado a tratar con resignación lo que a menudos se denominan “malestares”, equiparando de alguna manera las reacciones no patológicas a los Trastornos Mentales Comunes, y obviando de paso la experiencia compartida por muchos de nosotros de que, casi cualquier categoría diagnóstica, cuando alcanza intensidad sintomática suficiente, llega a expresarse en formas de una gravedad tal que resulta insoportable tanto para la persona que lo padece como para su entorno.

En este sentido Lahera parece mirar la profesión a través de una lente de curvatura inversa a la que aplica la neuróloga Suzanne O´Sullivan en su libro de mejorable título “Todo está en tu cabeza” (también reseñado por Olga Bautista aquí). En él se narra cómo esta neuróloga, inicialmente descolocada por lo que le arroja la realidad asistencial, en lugar de rechazarla (derivándola a nuestras consultas de psiquiatra, por ejemplo) pasa a desplegar una actitud de entera receptividad frente a ese desafío, el choque entre la inverosímil semiología de sus pacientes y la teoría que había estudiado para tratar de ayudarles. Sólo de esta forma pudo escuchar, entender y tratar de forma reparadora a los denominados “Trastornos Neurológicos Funcionales”, generadores de importante malestar entre tantos de sus compañeros de especialidad.

Ilustr. Maurits Escher

A mi modo de ver, cargar sobre los hombros de los usuarios las insuficiencias de un modelo comprensivo (el autodenominado biopsicosocial a nivel emblemático, nunca desarrollado en profundidad) no deja de perpetuar una injusticia de bajo grado, pero que se presenta a diario en nuestros dispositivos asistenciales. Abrazar la realidad y afrontarla de forma activa, o bien perpetuar el rechazo buscando aferrarse a una cierta idea de lo que es ejercer la profesión, son ambas dos opciones a las que todo clínico se enfrenta a diario en su consulta. Y me atrevería a sugerir que una de ellas supone echar a andar por la senda que nos conduce finalmente desgaste profesional o Burnout.

Podemos afirmar por tanto que los casos plasmados en el libro aspiran a causar un cierto efecto más que a ser realmente representativos del día a día de un psiquiatra. Otras viñetas clínicas son trabajadas desde ángulos bien particulares. Valga el ejemplo de Ainhoa. Siendo relevante como es explicar bien Trastorno de Estrés Postraumático (TEPT), lo cual Guillermo logra de forma convincente, uno no deja de sorprenderse cuando se escoge como acontecimiento traumático nada menos que un atentado terrorista. Entendiendo el interés que esto puede despertar (también a nivel personal, como nos confiesa) no puedo dejar de ver este capítulo como una oportunidad perdida para traer a un primer plano las que son causas bastante más comunes de trauma psíquico, a saber: el acoso psicológico en la escuela y el trabajo, la violencia de género mantenida en el tiempo o los abusos sexuales intrafamiliares. Son estos los aprendizajes que nunca terminan de producirse porque, finalmente, quedan fuera de foco.

4. El libro siembra entre relato y relato algunas reflexiones que me hacen pensar que lo que palpita bajo toda la obra es una cierta zozobra identitaria: ¿qué es la psiquiatría?, ¿cómo es percibida?, ¿qué aspira(ba) uno a ser en tanto que psiquiatra?. ¿Qué imagen nos devuelve el espejo de nuestra propia práctica clínica? ¿qué nos hacen sentir la mirada y el discurso de los otros?

Para tratar de pensar y despejar estas cuestiones Guillermo invoca un contrapunto al que, junto con el psicoanalista Jung, denomina “la sombra” de nuestra profesión. Se refiere a la antipsiquiatría. Se lamenta, en primer lugar, por una supuesta excepcionalidad de nuestra especialidad. Sería, según él, única en la tara de contar con figuras de cierto calado, obras y discursos críticos dirigidos a cuestionar la “disciplina madre”. Estos discursos críticos no estarían sostenidos tan solo por usuarios legítimamente descontentos, personas clínicamente incapaces de percatarse de que su percepción está alterada o unas pocas sectas fanáticas, sino -lo que para algunos resulta particularmente irritante- también por compañeros de profesión.

Ilustr. Maurits Escher.

Esta queja tan común (solo la psiquiatría tiene una antipsiquiatría) puede ser cierta únicamente desde una lectura apresurada. Sí, existe el vocablo. Y sí, incluye el prefijo anti. Y no hay una autodeclarada anti-medicina (aunque sí haya medicina homeopática, alternativa o movimiento antivacunas). Pero el término acuñado en su día por uno de los pioneros del movimiento, David Cooper, es reapropiado de forma tergiversada por quienes lo emplean hoy peyorativamente. Se interpreta, siguiendo una dinámica tribal que el propio Guillermo describe, para definir al adversario y cohesionar a los propios. Lo que inevitablemente es un conjunto diverso y contradictorio de posturas críticas, una vez se ha visto convertido en tribu adversaria, pasa a quedar desdibujado, homogeneizado y caricaturizado. Se construye un “hombre de paja” al que no parezca impropio alancear. Y por supuesto se decide ignorar activamente la raigambre dialéctica que le dio nombre, la que propone que frente a una tesis surge la antítesis y de ahí un conocimiento denominado síntesis, avanzando de forma espiralada en la comprensión de las cosas.

Pero esta dialéctica no es exclusiva de la psiquiatría, aunque la nuestra quizás sea de toda la medicina la rama más habituada a la introspección y autocrítica. Insistir en su excepcionalidad nos pone en riesgo de desatender muchos otros movimientos bien vivos en otros campos de la medicina a poco que uno esté dispuesto a revisar los diferentes cuestionamientos al modelo imperante: desde la defensa de una “medicina conservadora” que frene la adopción acrítica de novedades sin valor clínico significativo, pasando por la propuesta de rehumanizar la asistencia (“pan y rosas”) para afrontar la crisis de los cuidados tal y como proponen Victor Montori e Iona Heath o la Plataforma Humaniza la UCI; la iniciativa No Gracias frente a las injerencias indeseadas de la industria en la práctica clínica, la preocupación por el efecto contraproducente (iatrogenia) de ciertas profesiones que consiguen lo contrario de lo que buscan (una medicina que, en su momento de mayor desarrollo, convive con una población que se percibe más enferma que nunca, tal y como advirtió Ivan Illich), sin dejar de lado la crítica a la sistemática medicalización del parto, la insatisfactoria atención al dolor crónico, o la insuficiencia de nuestro modelo biomédico para comprender y abordar de forma satisfactoria los llamados síndromes de sensibilización central, por poner algunos ejemplos.

Ilustr. Maurits Escher

Volviendo al asunto de “la sombra” confieso que se me hizo raro leer en “Las palabras...” pasajes de Guillermo que apoyarían sin reparo muchos críticos de la psiquiatría actual conviviendo con la desautorización de la antipsiquiatría páginas más arriba o más abajo. Estos pasajes, de ser firmados por otras plumas, estoy seguro serían ferozmente contestados y atribuidos a la malicia de una tribu rival. Pongamos por caso cuando, tras celebrar cuánto mejoró la asistencia psiquiátrica gracias al proceso de Reforma impulsado en los años 80 y una vez considera superado el biologicismo, pasa a afirmar que “es verdad que luego uno acude a la consulta de cualquier psiquiatra escogido al azar y, tras relatar una compleja patología mental, solo recibe unas breves palabras: tómese estas pastillas y me cuenta”. O cuando prosigue reconociendo que “en la mayoría de los casos nuestra acción profesional solo produce un alivio parcial [···] en otros, me temo que perjudicamos, dañamos muy a nuestro pesar. Ponemos una etiqueta a quien no quiere tenerla, imponemos a la persona un esquema vital que le resulta ajeno, la forzamos a una intimidad que detesta.” (sic)

Estos pasajes, que a mi juicio reflejan fielmente varias aristas de nuestra realidad asistencial, merecen algún comentario. Creo que incurre en un reduccionismo cuando atribuye a la mala praxis la escena del psiquiatra que extiende recetas con parquedad. Puede resultar tranquilizador pensar en términos individuales lo que más probablemente sea emergente de causas mucho más complejas y estructurales. El hecho es que no se trata de desencuentros anecdóticos: son múltiples las voces que denuncian el progresivo empobrecimiento de la clínica y la merma en la capacidad de escucha por una parte no menor de nosotros, los psiquiatras. Por otro lado, cuando se pregunta qué profesional no estaría de acuerdo con el trato radicalmente humano que Franco Basaglia exigía para los locos, parece pasar por alto que esto que hoy nos parece “de sentido común” en su momento fue tildado de idealismo radical. Cuando los movimientos instituyentes se abren un hueco en la realidad instituida lo hacen siempre venciendo resistencias tenaces y fuertes dosis de crítica. Esto nos debe llevar a recordar que lo que hoy nos parecen bellas aspiraciones irrealizables tal vez mañana nos parezcan cuestiones obvias, mientras que nuestros usos despertarán la condescendencia o el espanto de nuestros sucesores. Así debe ser. Tampoco deberemos perder de vista que los avances sociales son logros humanos de una fragilidad descorazonadora, como podemos contemplar de forma impúdica en estos primeros compases de 2025. Suenan muy actuales las palabras de Simone de Beauvoir cuando advertía: “bastará una crisis política, económica o religiosa para que los derechos de las mujeres (o quienes sufren psíquicamente, en este caso) vuelvan a ser cuestionados. Esos derechos nunca se dan por adquiridos”.

Franco Basaglia
Por otro lado, ¿qué lectura se hace en “Las palabras...” del momento que vive la profesión? Por medio de un somero repaso histórico Guillermo despliega la tesis de que si bien “nuestra historia es terrible” afortunadamente quedó atrás. Ahora nos encontraríamos en algo así como un presente “suficientemente bueno”, que tan solo necesita unos apaños: más tiempo en consulta, más dinero, más contratos, más personal para poder prescindir de las sujecciones físicas en los hospitales. 

Se pregunta de forma quizás demasiado inocente cómo es posible que los psiquiatras llegaran a desatender la herramienta clínica de la psicoterapia, sin examinar el impacto que tuvo la llegada de los psicofármacos en el día a día de las consultas, ni tampoco la capacidad que esta mirada farmacológica ha mantenido desde entonces para casi monopolizar los fondos destinados a investigación y a la formación de los profesionales. De la misma forma no podemos esperar encontrar (porque tampoco era el objetivo de la obra, aunque asomen flecos de los que tirar) una reflexión que contextualice este empobrecimiento de nuestra práctica en el seno de las siempre delicadas relaciones con la psicología clínica, movida por sus propias aspiraciones y a menudo agobiada por sus propias luchas internas.

Tampoco veremos propuestas explícitas en favor de la salud pública, por mucho que se puedan intuir en el espíritu de lo que escribe. Parece creer el autor que, de hacerlo, cometería el pecado capital de involucrarse en política (sanitaria). Por tanto parecería impertinente emplear el conocimiento experto que nos proporciona nuestra profesión a la hora de investigar, diseñar y proponer medidas transversales que modifiquen de raíz los condicionantes estructurales que, llegado el caso, acabarán convertidos en factores de riesgo. Como si en un partido de fútbol el delantero se hiciera habilidosamente con el balón de la prevención primaria pero se negase a encajar el gol en la meta contraria, no sea que alguien piense que ha tomado partido. ¿Qué sería rematar la jugada en este contexto? 

Tal vez poner las energías, los proyectos de investigación y parte de los cuantiosos presupuestos dedicados a lo inmodificable (la por ahora inescrutable herencia poligénica) en aquello sobre lo que sí podemos intervenir a escala poblacional, no necesariamente desde la psiquiatría asistencial: señalar un modelo de relaciones laborales que torpedea los cuidados recién llegamos a los brazos de nuestras madres, que lleva a un modelo de crianza históricamente centrado en la represión emocional primero y posteriormente en la reducción del malestar por medio de la evasión química o conductual, que conduce a una pérdida de competencia relacional y a un grado de incomunicación tal que acaba cercenando la percepción del sufrimiento propio y ajeno, entorpeciendo la búsqueda y la oferta de consuelo cuando llega la violencia a nuestras vidas. Todo esto se suma a un contexto caracterizado por la gradual invasión de los mercados en nuestras vidas, socavando las relaciones de solidaridad, enmarcando los encuentros con el otro como actos de consumo y devaluando las etapas no productivas de la vida, favoreciendo el abandono y la soledad una vez quedamos fuera del circuito laboral. Todo entrelazado, pero difícil de aprehender si evitamos remontarnos a “las causas de las causas”.

5. Es hora de concluir. Diré que, siendo el libro una lectura provechosa y bien construida, sus innegables inteligencia creativa y sensibilidad artística sirven principalmente a la defensa de una cierta imagen, restringida, de la profesión que compartimos.

Trabajar es sufrir. Y es cierto, como narra en su introducción, que el encuentro con lo real de la psiquiatría inevitablemente ha de descabalgar nuestras expectativas más o menos ideales. Escribir, en este contexto, tal vez sea de las formas más nobles de sublimación. Crear algo bello a partir de lo doloroso. Pulir afanosamente un espejo en el que mirarse. Compartir esa imagen con el mundo. Recibir una mirada de reconocimiento. Es duro este trabajo.

Me recordaba a esa cinta clásica del cine japonés, Rashomon (Akira Kurosawa, 1950) que comienza con tres personajes resguardándose de la lluvia bajo un pórtico semiderruido. Uno de ellos relata haber presenciado un juicio, y expone que lo que allí escuchó le hizo perder la fe en la humanidad. Un samurái, su mujer y un salteador de caminos se cruzaron en el bosque. El relato de lo sucedido por parte de cada uno de los tres implicados no puede ser más diferente. Ya fueran salteador, dama o samurái cada uno narró lo que pudo narrar, aunque ello los condujera a la deshonra o la horca. ¿Existe acaso la verdad?, se preguntan los peregrinos bajo la lluvia, desalentados. Cada uno percibe el mundo tal y como lo necesita, acentuando u omitiendo matices de tal forma que la escena encaje con la idea que tenemos de nosotros mismos, o la identidad que quisiéramos representar para los demás.

Quizás un libro como este, dedicado a la psiquiatría, más que una danza entre una figura y su sombra nos traslade más bien a un salón de múltiples espejos, donde cada uno puede ver la parte que alcanza a ver de sí mismo.

Con suerte habrá alguien dispuesto a rascarnos amistosamente la espalda.

@JCamiloVázquez


domingo, 1 de septiembre de 2024

¿Por qué trabajamos? En busca de sentido.

Eso mismo nos solemos preguntar muchos al apurar los últimos días de las vacaciones. Hoy, reseña mediante, puede ser un día tan bueno como cualquier otro para hurgar en la herida.

De los creadores de las mundialmente famosas charlas TED llega este formato de libros ultrabreves que no se andan con rodeos. El presente, como todos los de su sello, busca sintetizar todo el conocimiento acumulado por uno de los pensadores más reconocidos de su área. Se trata de tan solo 90 páginas que se leen en una tarde si no tienes hijos, o en todo un verano si es que otra es tu suerte.

La propia portada trata de ir al grano respondiendo en su subtítulo a la gran pregunta. Y esa respuesta que en sus páginas desarrolla ("en busca de sentido") quiere desmentir el lugar común según el cual no nos queda otra, trabajamos para comer, pagar las facturas, dormir bajo techo y, en definitiva, ganarnos la vida.

A esta visión crudamente materialista Barry Schwartz quiere buscarle las vueltas animándonos a profundizar algo más en la cuestión. Según él estaríamos escamoteando elementos importantes al análisis si nos centrásemos exclusivamente en el realismo de las nóminas, deudas y facturas. De hecho, afirma, contribuiríamos a empeorar las cosas. Nos propone, por tanto, adentrarnos en el terreno movedizo de lo subjetivo, los valores y las ideas en torno al trabajo.

Es completamente razonable, dado el estado actual de las relaciones laborales en el tardocapitalismo arrugar la nariz y acercarse con desconfianza a una obra que defienda hoy las virtudes del trabajo, pero démosle una oportunidad para ver qué nos tiene qué contar el señor Schwartz.

Las ideas del libro pueden resumirse en una por capítulo:
  1. Es erróneo y contraproducente pensar que cuando nos esforzamos en el trabajo lo hacemos movidos, principalmente, por la compensación económica.
  2. Prácticamente cualquier actividad puede satisfacer a las personas si su organización permite cierta variedad, control sobre la tarea, una complejidad sobre la cual se pueda desplegar un aprendizaje y, especialmente importante, un sentido o utilidad para los demás.
  3. Hasta el trabajo más interesante puede hacerse insufrible si prevalece la idea de que, en realidad, los trabajadores no quieren desempeñarlo. Este presupuesto conduce al excesivo control, a la fragmentación y mecanización de las tareas, el empleo de incentivos principalmente económicos y, en suma, se sabotea el aspecto moral a base de números.
  4. Las teorías sobre la naturaleza humana afectan a cómo la gente se comporta, lo cual ha generado profecías autocumplidas que deterioran gravemente la relación con el trabajo.
  5. De igual manera que diseñamos nuestras instituciones podemos diseñarnos indirectamente a nosotros mismos. Está en nuestra mano construir una organización del trabajo mejor.

Y así concluye. Se trata de un libro sencillo, algunos podrán afirmar que incluso algo ingenuo por optimista. Por no medir, aparentemente, la envergadura de todos los factores que convenientemente conspiran para que la organización del trabajo contemporáneo aniquile la implicación y creatividad de trabajadoras y trabajadores en pos de la eficiencia.

Y sin embargo nos equivocaríamos al desechar sus aportaciones, que por breves no dejan de ser ciertas, especialmente cuando pensamos en la etapa en la que nos encontramos, la del "capitalismo cognitivo", que consiste en el trabajo no sobre elementos materiales estandarizables, sino sobre las ideas, la creatividad individual y la capacidad de coordinar las inteligencias de cientos y a veces miles de personas en favor de tareas inimaginables en los albores del Taylorismo.

Para muchas otras tareas, tan ingratas y duras como siempre lo han sido, las palabras de Schwartz puede que no resulte sencillo llevarlas a la práctica, solo al alcance de virtuosos morales o personalidad muy particulares, como la del protagonista de la cinta japonesa "Perfect days" (2023).

Otro aspecto interesante del libro lo encuentro en sus coincidencias puntuales con la monumental "En deuda. Una historia alternativa de la economía", de David Graeber. En ella recorría la historia de la aparición del dinero y sus efectos erosivos en los lazos sociales de las comunidades humanas. Resuena con la propuesta de Schwartz cuando señala el carácter paradójico de ciertos incentivos económicos, capaces de distorsionar los motivos sociales de nuestra conducta. Un tema que resulta prioritario analizar cuando en tantas profesiones tradicionales se acusa una crisis de recursos humanos al tiempo que quienes las ejercen pasan a considerarlas como "tan solo un trabajo".

Por último, podemos encuadrar la mirada de Barry Schwartz sobre el trabajo como un "idealismo realista", quizás sin saberlo en la estela de Castoriadis. Afirmaba el sociólogo que la sociedad construía sus instituciones a partir de ideas, de un imaginario que daba paso a la realidad social más tangible. Esto nos habla del poder de las ideas, de las creencias, también de las ideologías y el marketing interno en nuestras vidas. Especialmente en el contexto de la vida laboral, sometida a una abundante propaganda que, según Dejours, sostiene enrevesadas estrategias defensivas frente al sufrimiento en el trabajo, avivando nuestro sentido común neoliberal y abonando tanto la impotencia como nuestro sometimiento.

Quizás en el futuro reseñemos un libro que ahora no puedo dejar de verlo como su complementario materialista: "Trabajo", de James Suzman. Pero eso será labor para otro día.

En fin, una lectura veraniega entretenida, no exenta de buenas ideas a pesar de desconocer la mucho más sutil, profunda y productiva psicodinámica del trabajo de Christophe Dejours.

Aquí os dejo el enlace a su charla TED (8 min) por si no tienes tiempo de para procesar esta entrada y has llegado hasta aquí leyendo en diagonal. Feliz regreso de vacaciones.


@JcamiloVazquez

Título: ¿Por qué trabajamos? En busca de sentido.

Autor: Barry Schwartz

Editorial: Empresa Activa

Colección: TED

Páginas: 100


domingo, 28 de abril de 2024

Conflictos en el trabajo. Diez ideas con las que lidiar.

Tener problemas con las personas con las que trabajamos, por increíble que pueda sonar, es una de las causas más habituales de sufrimiento en el día a día, pudiendo llegar uno a enfermar y a requerir una baja médica que detenga temporalmente la escalada del conflicto.

Para estas personas el proceso de buscar ayuda externa puede suponer un calvario adicional. Ayudarlas no es sencillo, no por culpa de ellas, sino porque existe mucha confusión y poca información fiable acerca de cómo se inician y agravan estas situaciones.

Unas veces se centra excesivamente la intervención en el individuo sufriente (“no le des importancia”, “céntrate en el trabajo”), mientras que otras se cargan tintas casi en exclusiva contra el entorno laboral adverso (“Sal de ahí”, “denuncia”). En ambos casos cuesta centrar el foco, incluso cuando somos nosotros, los clínicos, quienes intervenimos.

Aquí os presento 10 ideas que me parecen fundamentales para empezar a entender y encauzar apropiadamente estos conflictos laborales que nos pueden alcanzar a todos en un momento dado:

1. Cuando firmamos un contrato de trabajo nos enfrentamos a dos retos: la tarea por la que se nos paga y el reto de encajar en el ecosistema humano al que venimos a caer. A menudo esto de trabajar con otros es lo que más nos cuesta. 

2. Trabajar con otros no es fácil. Quisiéramos trabajar con clones de nosotros mismos. Individuos que reaccionaran ante la realidad del trabajo de la misma forma que nosotros. La cruda realidad es que nos vemos obligados a trabajar con estos desconocidos que ni somos nosotros, ni son nuestros familiares, ni son tampoco nuestros mejores amigos. 

3. Afortunadamente somos bastante todoterreno a la hora de relacionarnos. Podemos cooperar incluso en tareas complejas manteniendo unas relaciones sociales bastante superficiales. Los riesgos de trabajar sin apenas saber del otro son la proyección de lo propio y el malentendido. Es muy habitual, por ejemplo, pensar que los demás comparten la misma idea de lo que es justo o injusto. A veces tratamos a los demás y sentimos que nos tratan de manera similar a como lo han hecho en nuestra familia. Aquellos trabajadores tan marcados por su historia familiar que la proyectan continuamente en el presente para confusión y malestar de todos son los que decimos que padecen un Trastorno de la Personalidad. Son la versión especialmente rígida de algo que nos pasa a todos. 

4. Somos una especie hipersocial. No podemos vivir sin estar vinculados a algún grupo, pero siempre hay tensión. Navegamos en un equilibrio inestable entre competición por los recursos y la colaboración, a veces altruista y otras veces calculada. Un grupo humano que convive durante tiempo suficiente va desarrollando un histórico de relaciones que pueden ser recordadas. Llevamos la cuenta de cómo nos tratan y nos encanta cotillear. Esto da lugar a un clima emocional o una mar de fondo que condiciona cómo nos comportaremos a cada momento con cada miembro del grupo. Está latente, aunque no se mencione. A menudo emerge en forma de conductas o sucesos, que sin conocer la historia no se entienden. 


5. Una forma en que los primates reducimos la frecuencia de conflictos y enfrentamientos es organizando el grupo en jerarquías con diferentes rangos de poder. Las jerarquías ordenan el acceso a los recursos. Los primates humanos hacemos lo mismo de forma espontánea en torno a 2 cualidades: dominancia y prestigio. Pero además creamos jerarquías formales: nombramos supervisoras, jefas de sección, jefes de servicio, subdirectoras, directoras, presidentes y reyes. En un grupo humano institucionalizado coexisten una jerarquía informal, espontánea, y una jerarquía formal u oficial, el organigrama. Esto hace que a veces se den situaciones algo peculiares, donde quien debería tener poder apenas lo tiene, y alguien que carece de nombramiento oficial a lo mejor se erige como un líder investido de autoridad.
 
6. Hasta ahora hemos hablado del propio grupo. Pero los humanos dividimos rápidamente el mundo en "ellos" y "nosotros", endogrupo y exogrupo. La relación con los otros grupos siempre es tensa y delicada. Con los demás nos comparamos continuamente de tal manera que salgamos siempre favorecidos en la foto. Los otros son más torpes, más tontos, sus costumbres son más primitivas, sus motivos probablemente más egoístas y sus intenciones sospechosas. 

Esta competitividad refuerza los lazos con los miembros de nuestro grupo, y por ello es frecuente buscar enemigos externos para calmar los malos rollos. Es el narcisismo de las pequeñas diferencias. 

Funcionamos como tribus divididas por asignaciones arbitrarias, que en el sector sociosanitario son las categorías profesionales y sus diferentes especialidades. Ahí estamos muy pendientes del asunto del poder, especialmente quienes sienten que salen perdiendo en la organización de ese grupo grande que es la institución. 

7. Trabajar es sufrir, porque trabajar es fracasar. Ante el fracaso no todos reaccionamos igual. Para tener éxito en nuestra tarea ponemos toda nuestra personalidad en juego. Por ello hay tantas formas de afrontar la tarea como personas. Esto, cuando trabajamos juntos, nos lleva al conflicto de tarea. Tenemos ideas diferentes de cómo hacer las cosas. Además de los conflictos de tarea existen los conflictos de relación, que son los que tienen que ver con cómo nos tratamos unos a otros, y lo que interpretamos del trato recibido.
La mayoría de conflictos en el trabajo son de tarea o comienzan siéndolo.
A base de repetirse, insistir y no analizarse tienden a verse como algo personal, se convierten en conflictos de relación y dejan de mencionarse explícitamente. Se convierten en material de confidencias y rumores. Esta tendencia a la personalización es consecuencia de nuestra naturaleza hipersocial, que nos lleva a estar muy pendientes de las intenciones de los demás. Las podemos ver en todas partes, incluso donde no las hay y no las puede haber. 
 

8. Lo que permite metabolizar, elaborar y prevenir la escalada de los conflictos de tarea son los espacios de cooperación, ya sean formales (reuniones, sesiones clínicas) como informales (desayunos, quedadas, encuentros casuales). En estos lugares, si se ha cultivado un clima de confianza, podemos pensar juntos acerca de cómo afrontar la tarea compartida. Eso implica hablar de fracasos, apaños, trampas y triquiñuelas con la esperanza de dar a luz nuevas normas. Estos espacios de coordinación a veces se socavan en pro de la eficiencia o por sobrevivir a la sobrecarga. 

En las reuniones surgen, inevitablemente, repartos de roles (líder, saboteador, portavoz, chivo expiatorio) que pueden ser vividos de forma persecutoria por los jefes. Las reuniones a menudo se evitan debido a la presencia de conflictos relacionales latentes, o por esquivar el enfrentamiento con las tribus vecinas, es decir, guerras entre categorías.
Esto conduce a la labor solitaria, el sálvese quien pueda, destruye la innovación en los equipos e impide que los servicios sanitarios se adapten al inevitable cambio de la realidad asistencial. 

9. A menudo se quita hierro a los conflictos y sus efectos, viéndolos como chiquilladas de patio de colegio. Para nosotros esta lectura se trata de una forma de no sufrir que conduce al error. Las hostilidades en un ámbito tan inescapable como el trabajo pueden llevar a los trabajadores a enfermar, a veces tan gravemente como para terminar en suicidio. Las hostilidades en el ámbito laboral llegan cuando los problemas organizativos ya son viejos y reiterados. Los conflictos deben ser leídos como señales preocupantes de equipos en graves aprietos por su incapacidad para adaptarse de forma activa a la realidad. Son señales que se convierten en problemas con entidad propia, complicándolo todo. Un conflicto no elaborado tiende a escalar en intensidad y amplitud, a menudo polarizando fragmentando los equipos, a veces de forma irreparable. El acoso y el ostracismo pueden ser derivadas de este proceso que se ha dejado pudrir. Para cada momento de esta escalada se abrirán y cerrarán posibles ventanas de intervención que debemos conocer. 

Fuente: elaboración propia.

10. Ante una amenaza para la vida la reacción es una de tres: el ataque (el conflicto escala), la huida (baja médica, adaptación del puesto), o la parálisis (señal de sumisión o muerte para confundir al depredador). La demanda de ayuda debe ser entendida en este contexto a veces como búsqueda de aliados, la mayor de las veces como una escapatoria. De ahí las bajas larguísimas y las peticiones desesperadas de cambio de puesto. Muchos trabajadores quieren ver en la adaptación de puesto su tabla de salvación, cuando a menudo esto no es viable. Son entrevistas especialmente largas, confusas, llenas de personajes donde no termina de quedar claro lo que se busca, quién tiene el problema y quién lo padece. La labor de los profesionales de los Servicios de Prevención de Riesgos Laborales, los psicólogos organizacionales o los profesionales de Recursos Humanos será clave en tanto que conocedores del medio natural del trabajador, siendo además potenciales intermediarios con su equipo de trabajo. El regreso al puesto nunca será sencillo y requerirá intervenciones previas al alta, consensuadas y capaces de zurcir en lo posible el desgarrón de la relación entre el profesional y su equipo de trabajo. 

3 claves para terminar: 

  • El conflicto en torno a la tarea es inevitable. La personalización del conflicto y su escalada violenta tiene que ver con la falta de espacios para la adecuada cooperación de los trabajadores. 

  • El foco de la evaluación debe caer sobre el equipo, no el individuo. Debemos contar con instrumentos o dispositivos para poder evaluar esto. 

  • Los SPRL, RRHH, y los psicólogos organizacionales tienen un papel fundamental como referentes sobre el terreno, conocedores del contexto material y humano. Especialmente en la reincorporación tras una baja y a la hora de dar la acogida a los nuevos trabajadores. 

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Referencias:

  1. Raffaele Fischetti. Grupalidad y sociabilidad sincrética. Área 3. Cuadernos de temas grupales e institucionales. Madrid, 1998. Disponible en: http://www.area3.org.es/Uploads/a3-6-grupalidadsociabilidadsincretica-RFischetti.pdf
  2. J. Camilo Vázquez. Raíces, ramas y frutos de la hostilidad laboral. Interpsiquis, 2020. Disponible en: https://www.researchgate.net/publication/343548681_Raices_ramas_y_frutos_de_la_hostilidad_laboral
  3. Christophe Dejours. El desgaste mental en el trabajo. Modus Laborandi. Madrid, 2009
  4. Christophe Dejours. Trabajo y violencia. Modus Laborandi. Madrid, 2009.

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Los derechos de las imágenes empleadas pertenecen a sus respectivos autores y se emplean aquí con meros fines didácticos e ilustrativos:

1. The Office (2005-2013): https://www.imdb.com/title/tt0386676/?ref_=fn_al_tt_1
2. Better Call Saul (2015-2022): https://www.imdb.com/title/tt3032476/
3. Mad Men (2007-2015): https://www.imdb.com/title/tt0804503/?ref_=nv_sr_srsg_0_tt_8_nm_0_q_mad%2520men
3. Hippocrate (2018): https://www.imdb.com/title/tt9350920/?ref_=nv_sr_srsg_0_tt_6_nm_2_q_hipocra

domingo, 17 de marzo de 2024

4 años después. Lo que persiste.

Esta semana se han cumplido 4 años desde el inicio del estado de alarma por la pandemia del SARS-Coronavirus-2, causante de la COVID. Es momento de recordar.

La mayor parte de mi tiempo lo paso trabajando como psiquiatra y psicoterapeuta que atiende a profesionales de centros sanitarios públicos, junto con un equipo de compañeros de diferentes disciplinas.

Es por ello que, en marzo de 2020, cuando se hizo ya evidente que España y el mundo se enfrentaban a una enfermedad infectocontagiosa desconocida con potencial de extenderse sin control, mis compañeros y yo comenzamos a preguntarnos por el efecto que esto tendría en nuestros pacientes.

Los miembros del equipo de trabajo decidimos llevar a cabo una revisión de la literatura científica en torno a los efectos psicológicos de otras epidemias. Esta tarea seguramente nos ayudó a sentirnos útiles y sobrellevar la angustia del confinamiento, la incertidumbre de las primeras semanas.

Todo apuntaba a que los profesionales sanitarios se encontrarían dentro de los grupos poblacionales de mayor riesgo a la hora de enfermar, tanto a nivel infeccioso como por el impacto que la labor asistencial podría tener en su equilibrio psíquico.

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Por ello, en cuanto nos fue viable, concebimos un dispositivo grupal al que denominamos “Grupo para la elaboración de experiencias relativas a la pandemia” o, en breve, “Grupo COVID”. Nuestra hipótesis inicial consistía en que el enorme reto de la labor asistencial en condiciones de incertidumbre, riesgo biológico y sobrecarga de tarea se manifestaría principalmente de tres maneras: 
  • en primer lugar como el cuadro de trauma psíquico esperable tras presenciar lo incomprensible, hacer lo que uno nunca quisiera y no poder hacer lo que debiera; 
  • en segundo lugar el duelo por la pérdida en condiciones trágicas, a menudo crueles, de pacientes, familiares, compañeros y allegados
  • por último el desgaste profesional sobrevenido ante el deterioro de las condiciones de trabajo. Cuando a la sobrecarga mantenida sigue el descubrimiento de que el trabajo ya no es lo mismo.


Nos propusimos como tarea una construcción conjunta de sentido que permitiera encajar muchas de las experiencias vividas trabajando como sanitarios durante la pandemia, facilitar el reconocimiento de esos factores que tienen que ver con la propia historia personal, la biografía, a la hora de modular el impacto particular de la pandemia. Finalmente se trataba de ayudar a recobrar el sentido de agencia de cara al presente y al futuro inmediato, ayudando a salir de la impotencia.

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Los grupos se idearon y pusieron en marcha de la siguiente forma: convocados de forma presencial en la sala de reuniones de nuestro centro nos sentábamos, en círculo, a distancia prudencial, haciendo uso de gel hidroalcohólico y cubriendo nuestros rostros con mascarillas. Se conformaron grupos cerrados de entre 7 y 12 miembros. Dedicábamos sesiones de 90 minutos abiertas a la libre asociación de contenidos, conducida por los 4 psiquiatras abajofirmantes en diferentes combinaciones de pares. Se realizaba una recogida de emergentes grupales que, entre sesiones, eran remitidos por escrito para facilitar la reflexión y tender un hilo de continuidad que permitiera mitigar la distancia social de seguridad. Las reuniones se sucedían con frecuencia quincenal, hasta sumar un total de 12 encuentros por grupo. Así, en sucesión alterna pudimos coordinar hasta 7 ediciones entre junio de 2020 y septiembre de 2023, que vieron pasar a un total de 79 profesionales sociosanitarios de diferentes categorías y procedencias. 


Ahora que el tiempo ha transcurrido y concluida la alerta sanitaria global, quisiéramos compartir algunas de las reflexiones y aprendizajes que fueron surgiendo desde el momento en que nos sentamos a pensar juntos.

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Lo primero que emergió fue el caos organizativo, un descontrol que alcanzó prácticamente todos los rincones del sistema sanitario. El no saber qué ocurriría, la falta de medios de protección, las indicaciones contradictorias y los protocolos diariamente cambiantes, todo ello sumió a los profesionales de los centros sanitarios en la incertidumbre y el desconcierto. 

Para defenderse del miedo se trabajaba a destajo, a menudo doblando turnos, desviviéndose para evitar sentir y pensar. La creatividad salió también al rescate para aliviar la angustia. Se manifestaba en forma de carteles, de canciones, de bailes probablemente incomprensibles fuera de ese contexto.

Se extendieron y normalizaron las preocupaciones obsesivas y su contrapartida compulsivas. Se intentaba conjurar el miedo al contagio propio y el de los seres queridos por medio de rituales de lavado y todo tipo de medidas de precaución. Con el paso del tiempo muchos de ellos consolidarían en cuadros de evitación y tenaces repliegues en la seguridad del hogar, renunciando al encuentro con los demás.

La adhesión rígida a rituales y compulsiones vino amparada por las recomendaciones oficiales y por el sentido de pertenencia al grupo amplio de los sanitarios. Esto dio paso a la creación de auténticos sistemas sociales de defensa o defensas colectivas, con implicaciones para la convivencia. Cuando se indagaba, a menudo podíamos observar que el miedo al contagio bebía de fuentes más profundas, como un desgaste profesional imposible de asumir o importantes dificultades de relación previas. 

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Al miedo lo habría de seguir la culpa, muy marcada ante el fallecimiento en condiciones trágicas de familiares y allegados, especialmente cuando coexistía la idea (pocas veces falsable) de haberles uno contagiado. Culpa también ante la fantasía de haber podido hacer más por ellos, en tanto que sanitarios, personal de "la casa", matiz que les hacía preguntarse cuánto hubiera mejorado la situación el uso de su red de contactos o pedir favores a voluntad. También el culparse por la muerte de los muchos pacientes a cargo, no en pocas ocasiones tras haberse visto obligados a tomar decisiones que violentaban su conciencia debido a la escasez de recursos. Y un aguijoneo adicional al recordar toda aquella patología desatendida o relegada por no ser COVID.

Si bien es cierto que durante la pandemia el dolor, el miedo y la confusión fueron omnipresentes, sería injusto minusvalorar la heterogeneidad de vivencias de los profesionales en el contexto de esta crisis sanitaria. Nuestra institución es grande y diversa. Los daños no fueron los mismos en todos los rincones del sistema sanitario. E incluso cuando los hubo no faltaron los momentos de intenso compañerismo, de propósito compartido, la vivificante sensación de haberse reencontrado uno mismo con su profesión. Para muchos los primeros compases de la alerta sanitaria fueron semanas de sentirse útil y reconocido, aliviado de un desencanto muy anterior a la aparición del virus.

Aunque prevaleció la resistencia y el trauma psíquico no fue lo más frecuente, éste hizo su inevitable aparición en los grupos en forma de lagunas de la memoria y del discurso. Lagunas acompañadas de imágenes que volvían una y otra vez. Retazos y escenas sin contexto ni estructura, pero ligadas a una intensidad emocional que las sujetaba a un presente continuo agotador.

Imágenes que se nos quedaban clavadas a quienes nos las contaban. Como aquellas hojitas de papel amarillo, post-it pegados a las mortajas apiladas. Post-it portadores del nombre de los fallecidos. Y la angustia de quien descubría que se despegaban a menudo y caían al suelo como en un otoño prematuro.

El contexto grupal permitía, a pesar de la angustia, transitar esas imágenes en compañía, recibir palabras de aliento, dar sentido, hacer del sufrimiento algo compartido.

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De forma similar a lo que ocurre en el trauma la vivencia del tiempo durante toda la pandemia se demostró difusa. Los años se confundían unos con otros. Los días podían eternizarse o bien aniquilarse en el recuerdo como una papilla de momentos desarticulados. La metáfora de las olas en los picos de contagio sirvió para crear un marco de referencia junto con otros hitos como el confinamiento, el inicio de las vacunaciones o el fin de la obligatoriedad de las mascarillas.

Descubrimos que la conciencia de sufrimiento y la demanda de ayuda tenían lugar en los valles entre olas, cuando la percepción de amenaza disminuía y los profesionales podían reducir el nivel de alerta para poner nuevamente el foco sobre ellos mismos. Aquello que se demostró verdaderamente dañino no fue lo terrorífico en sí mismo, sino el alargamiento indefinido de las condiciones de excepcionalidad bajo las que había que trabajar.

Lo que no desapareció con el paso del tiempo fueron las huellas de la pandemia. Huellas en los cuerpos, en la conducta, en la forma de ver las cosas. Lo que persiste.

Si bien al iniciar los grupos pensábamos que nos enfrentaríamos a tres problemáticas principales (trauma, duelo, desgaste) a día de hoy podemos afirmar que los grupos COVID tuvieron un tema principal: el duelo, con las labores que corresponden tras la pérdida.

Entre otros fuimos testigos del duelo por la salud de aquellos que, tras sufrir la COVID19, quedaron con secuelas en forma de sintomatología persistente: fatiga desproporcionada, embotamiento mental, dolores articulares, desarreglos a nivel autonómico. Nos hablaron del dolor de no poder regresar a su vida previa, a sus trabajos. También de la sal caída sobre esta herida, la vivencia de la incomprensión de los demás. 

En su caso el sufrimiento por el desfase temporal resultó más patente. Su convalecencia y recuperación se vino a estrellar contra los ritmos del mandado laboral. Alcanzado el final sociológico de la pandemia sus padecimientos son recibidos, aún hoy, con la suspicacia y el fastidio propios de los asuntos que hemos decidido dejar atrás.

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Nos fue quedando muy claro que una parte muy importante del malestar de nuestros pacientes arraigaba en la relación con el otro. De entre lo hablado en los grupos emergía como una constante el latente de las expectativas defraudadas. Aunque a menudo lo neguemos esperábamos otra cosa de los demás.

Sólo entendiendo esto cobraban sentido ciertos enfados. O comprendíamos la tendencia a la autopunición, el veto de los sanitarios a su propio disfrute. La adhesión rígida a ciertas normas de higiene arraigaba en muchas ocasiones de la necesidad de guardar cierto luto, en un tiempo desprovisto de ritos en común. Un luto exigido por todas las pérdidas, por todo el dolor presenciado. 

Su celo abonaba el resentimiento hacia la población general, percibida como ajena al horror e interesada en seguir estándolo.

Conforme avanzaba el tiempo se hacía innegable que en torno a la pandemia ha predominado el no reconocimiento, el deseo de regresar irreflexivamente a una normalidad indemne, cuando no podía ser el caso.

Si bien estos grupos de elaboración de las vivencias de la pandemia fueron el escenario de una escucha sincera y pudieron ofrecer un cierto componente restaurador consideramos que siguen siendo necesarios -lo sepamos o no- ritos colectivos encaminados a la verdad, la justicia y la reparación.

Para nunca olvidar y poder integrar de forma digna a nuestras vidas los acontecimientos vividos por los profesionales sociosanitarios y el conjunto de la población durante la pandemia del SARS-CoV-2.

Extraordinaria foto de Josefa Calzado. Aquí su web.

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* Esta entrada ha sido elaborada a partir de la comunicación libre presentada en las XXIVªs Jornadas de la Asociación de Psicoterapia Analítica Grupal (APAG), celebradas en Sitges los días 24 y 25 de noviembre de 2023.

Las reflexiones aquí vertidas son el fruto de las experiencias de muchas trabajadoras y trabajadores de la sanidad madrileña que confiaron en nosotros. Sus testimonios han devenido emergentes gracias a la labor terapéutica de los coordinadores grupales. Finalmente quien firma (J. Camilo) ha dado forma final al mensaje que deseábamos transmitir.

Los autores quieren agradecer sinceramente a sus pacientes y a todos los trabajadores de centros sociosanitarios su sacrificio, su entrega y reconocer el miedo y los daños sufridos durante estos años tan difíciles.

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José Camilo Vázquez Caubet

Darío del Peso Martínez

Manuel González González

Álvaro Cerame del Campo