Un manual de psiquiatría sin líos ni enredos.
Conocí a Guillermo cuando empecé a frecuentar los seminarios anuales de la, por entonces, joven Sección de Neurociencia Clínica de la AEN. En este grupo de trabajo, ahora desafortunadamente algo inactivo, compartimos inquietudes, me crucé con clínicos e investigadores intensamente comprometidos con el deseo de conocer y también traté de ampliar lo poco que sé en torno a uno de los niveles de análisis posibles (el neurobiológico) dentro de nuestro complejo objeto de estudio: la persona. Hice mis aportaciones, tanto escritas como declamadas. En definitiva, lo pasé bien.
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El profesor Lahera (izda.) y quien escribe estas líneas (derecha) |
Aprovechando la publicación de este primer libro de Guillermo me gustaría plantear estas líneas como una continuación de aquel diálogo que percibíamos tan necesario. Recojo por tanto el testigo con el objetivo de ofrecer mi réplica y retomar, por medio de esta reseña, aquella conversación que quedó a medias.
2. “Las palabras de la bestia hermosa” ciñe sus casi 250 páginas al formato del caso clínico, un recurso habitual en la formación médica. Fuera del ámbito docente este tipo de divulgación se ha ido popularizando como género literario dirigido al gran público constituyendo una de las formas de la narrativa médica. Se toma la historia de un individuo que padece una patología y, a partir de la descripción sistemática de su sintomatología, se aprovecha para revisar las causas conocidas de la afección que padece (etiología), curso habitual (patogenia) y métodos vigentes para su tratamiento (terapéutica). Al narrar el encuentro clínico como una historia se potencia el interés de los no expertos, facilitando la asimilación de datos técnicos. Al mismo tiempo se abre la puerta por la que se desliza la subjetividad del autor, que suele ser el profesional que asume el caso, un trasunto de Sherlock Holmes frente a un rompecabezas de carne y hueso.
La enseñanza por medio del caso clínico implica escoger y poner el foco en un individuo concreto por su “capacidad” para encajar en la teoría preexistente, constituyendo lo que se conoce coloquialmente como “un caso de libro”. A través de los ocho capítulos de la presente obra Lahera elige construir varias exposiciones bellamente armadas acerca de los trastornos psicóticos, la estructura paranoide de la personalidad (todo un acierto), el trastorno bipolar, tres variedades de trastorno por acumulación, el trastorno obsesivo compulsivo, el trastorno de estrés postraumático y, finalmente, la denominada depresión mayor.
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Ilustr. Joel Robinson |
Estas gemas preciosas que son los casos ejemplares las engarza Lahera con la parte más didáctica de su obra, centrada en la descripción de la psico(pato)logía de cada trastorno mental, pero también con sugerentes y eruditas referencias artísticas (novela, cine, poesía, pintura) que le permiten ilustrar de forma eficaz las vivencias menos comunes para el lector o, por el contrario, señalar la universalidad de muchos de nuestros procesos mentales, aquellos que de tan comunes nos condicionan de manera casi inadvertida.
Tiene la virtud Guillermo de empapar la obra con una vocación integradora que busca salir de las falsas dicotomías y los dilemas hacia los que a menudo nos conducen la angustia, la necesidad de ordenar el mundo o la pertenencia a grupos que buscan diferenciarse y se dicen enfrentados. Me resulta refrescante (quizá me transporta de nuevo a aquellos seminarios en Segovia) leer su defensa de una práctica de la psiquiatría capaz de integrar los conocimientos en neurociencias y la psicoterapia sin dejar de lado la medicina somática. No puedo dejar de cabecear afirmativamente cuando enfatiza nuestra condición de animales humanos sometidos a la evolución de las especies, la impronta social de gran parte de nuestros procesos cerebrales, el antipático pero tozudo peso de la genética en nuestra conducta o la complejidad dinámica de la interacción gen-ambiente. Cimientos éstos a menudo desdeñados por biológicos sobre los que se ha ido construyendo durante los últimos 100,000 años ese abigarrado dispositivo complementario de evolución humana que es la cultura, nuestra segunda naturaleza o fenotipo extendido.
3. Junto a los muchos méritos de este libro -que resultará particularmente útil a estudiantes de medicina, a psicólogas y psicólogos, a familiares de pacientes, (¿a los propios pacientes?), a personas interesadas en cultivarse sobre temas de salud, y que gustará a muchas compañeras y compañeros psiquiatras en ejercicio- se deslizan algunas opiniones y prejuicios entreverados en los pasajes de mayor sustancia, haciendo peligrosamente indistinguibles unos de otros para aquellos que no sean conocedores de primera mano de la realidad que el autor trata de plasmar. Comentaré en adelante los que me han llamado más la atención, a saber:
a) La representatividad de los casos escogidos
b) La descripción de los problemas que afronta la profesión
c) La antipsiquiatría como “sombra” de la disciplina
A Guillermo no le ha debido resultar sencillo escoger los casos para este libro. Son muchas (pero muchas) las historias que uno acoge a lo largo de un año de ejercicio profesional, no digamos ya de veinte. De entre aquellos dramas vitales capaces de cruzar el umbral de la memoria y que, además, hayan quedado adecuadamente documentados, quedará seleccionar aquellos casos particulares que puedan ser de especial interés para el público. Con todo, el plantel definitivo de “Las palabras...” no parece obedecer a una simple armonización de azar, memoria y mercadotecnia editorial. El autor, al escoger unos casos y no otros, no disimula su intención de definir las fronteras de una cierta psiquiatría, desbrozar y delimitar el campo profesional para llevarlo de vuelta a su -supuesta- esencia.
Queda esto anunciado desde la misma introducción del “manual” donde, por un lado, se propone como uno de sus objetivos el “contar de primera mano qué cosas suceden en una consulta de psiquatría”, al tiempo que afirma unos capítulos más adelante que [···] “los centros de salud mental, que inicialmente fueron diseñados para atender de forma integral y continuada los trastornos mentales graves [···] ahora se reorganizan a la fuerza para atender un aluvión de demandas emocionales camufladas de “depresión”. El libro, hablando en puridad, elige mostrarnos de primera mano algunas de esas cosas que suceden, mientras que otras tantas, las más en realidad, habrán de quedar entre bambalinas.
Parece por tanto estructurar el índice del libro su afán por mostrar el Trastorno Mental Grave, equiparando ciertos diagnósticos al ejercicio de una psiquiatría “de verdad”. Esta reivindicación trae aparejado el lamento frente a lo que esboza como una pseudopsiquiatría, un ejercicio de dudosa utilidad o potencialmente dañino, fruto de lo que sería un malentendido por parte “de la población general”, sin detenerse en explorar el papel de los propios profesionales, académicos y actores tecnosanitarios en la generación de esta demanda que hoy nos abruma. Tampoco aspira a ilustrar cuál es el encaje, siempre dinámico, de nuestra profesión en el paisaje social que la sustenta (pues no surge en el vacío), con sus diferentes mecanismos no clínicos (léase informes, peritajes, ingresos involuntarios, intervenciones en los medios de comunicación) destinados a engranar la producción de bienes y servicios, por un lado, y la protección social a la que aspira un estado que se declara del bienestar.El psiquiatra que aspira a emular a sus referentes cinematográficos parece, en la obra de Lahera, condenado a tratar con resignación lo que a menudos se denominan “malestares”, equiparando de alguna manera las reacciones no patológicas a los Trastornos Mentales Comunes, y obviando de paso la experiencia compartida por muchos de nosotros de que, casi cualquier categoría diagnóstica, cuando alcanza intensidad sintomática suficiente, llega a expresarse en formas de una gravedad tal que resulta insoportable tanto para la persona que lo padece como para su entorno.
En este sentido Lahera parece mirar la profesión a través de una lente de curvatura inversa a la que aplica la neuróloga Suzanne O´Sullivan en su libro de mejorable título “Todo está en tu cabeza” (también reseñado por Olga Bautista aquí). En él se narra cómo esta neuróloga, inicialmente descolocada por lo que le arroja la realidad asistencial, en lugar de rechazarla (derivándola a nuestras consultas de psiquiatra, por ejemplo) pasa a desplegar una actitud de entera receptividad frente a ese desafío, el choque entre la inverosímil semiología de sus pacientes y la teoría que había estudiado para tratar de ayudarles. Sólo de esta forma pudo escuchar, entender y tratar de forma reparadora a los denominados “Trastornos Neurológicos Funcionales”, generadores de importante malestar entre tantos de sus compañeros de especialidad.
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Ilustr. Maurits Escher |
A mi modo de ver, cargar sobre los hombros de los usuarios las insuficiencias de un modelo comprensivo (el autodenominado biopsicosocial a nivel emblemático, nunca desarrollado en profundidad) no deja de perpetuar una injusticia de bajo grado, pero que se presenta a diario en nuestros dispositivos asistenciales. Abrazar la realidad y afrontarla de forma activa, o bien perpetuar el rechazo buscando aferrarse a una cierta idea de lo que es ejercer la profesión, son ambas dos opciones a las que todo clínico se enfrenta a diario en su consulta. Y me atrevería a sugerir que una de ellas supone echar a andar por la senda que nos conduce finalmente desgaste profesional o Burnout.
Podemos afirmar por tanto que los casos plasmados en el libro aspiran a causar un cierto efecto más que a ser realmente representativos del día a día de un psiquiatra. Otras viñetas clínicas son trabajadas desde ángulos bien particulares. Valga el ejemplo de Ainhoa. Siendo relevante como es explicar bien Trastorno de Estrés Postraumático (TEPT), lo cual Guillermo logra de forma convincente, uno no deja de sorprenderse cuando se escoge como acontecimiento traumático nada menos que un atentado terrorista. Entendiendo el interés que esto puede despertar (también a nivel personal, como nos confiesa) no puedo dejar de ver este capítulo como una oportunidad perdida para traer a un primer plano las que son causas bastante más comunes de trauma psíquico, a saber: el acoso psicológico en la escuela y el trabajo, la violencia de género mantenida en el tiempo o los abusos sexuales intrafamiliares. Son estos los aprendizajes que nunca terminan de producirse porque, finalmente, quedan fuera de foco.
4. El libro siembra entre relato y relato algunas reflexiones que me hacen pensar que lo que palpita bajo toda la obra es una cierta zozobra identitaria: ¿qué es la psiquiatría?, ¿cómo es percibida?, ¿qué aspira(ba) uno a ser en tanto que psiquiatra?. ¿Qué imagen nos devuelve el espejo de nuestra propia práctica clínica? ¿qué nos hacen sentir la mirada y el discurso de los otros?
Para tratar de pensar y despejar estas cuestiones Guillermo invoca un contrapunto al que, junto con el psicoanalista Jung, denomina “la sombra” de nuestra profesión. Se refiere a la antipsiquiatría. Se lamenta, en primer lugar, por una supuesta excepcionalidad de nuestra especialidad. Sería, según él, única en la tara de contar con figuras de cierto calado, obras y discursos críticos dirigidos a cuestionar la “disciplina madre”. Estos discursos críticos no estarían sostenidos tan solo por usuarios legítimamente descontentos, personas clínicamente incapaces de percatarse de que su percepción está alterada o unas pocas sectas fanáticas, sino -lo que para algunos resulta particularmente irritante- también por compañeros de profesión.
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Ilustr. Maurits Escher. |
Esta queja tan común (solo la psiquiatría tiene una antipsiquiatría) puede ser cierta únicamente desde una lectura apresurada. Sí, existe el vocablo. Y sí, incluye el prefijo anti. Y no hay una autodeclarada anti-medicina (aunque sí haya medicina homeopática, alternativa o movimiento antivacunas). Pero el término acuñado en su día por uno de los pioneros del movimiento, David Cooper, es reapropiado de forma tergiversada por quienes lo emplean hoy peyorativamente. Se interpreta, siguiendo una dinámica tribal que el propio Guillermo describe, para definir al adversario y cohesionar a los propios. Lo que inevitablemente es un conjunto diverso y contradictorio de posturas críticas, una vez se ha visto convertido en tribu adversaria, pasa a quedar desdibujado, homogeneizado y caricaturizado. Se construye un “hombre de paja” al que no parezca impropio alancear. Y por supuesto se decide ignorar activamente la raigambre dialéctica que le dio nombre, la que propone que frente a una tesis surge la antítesis y de ahí un conocimiento denominado síntesis, avanzando de forma espiralada en la comprensión de las cosas.
Pero esta dialéctica no es exclusiva de la psiquiatría, aunque la nuestra quizás sea de toda la medicina la rama más habituada a la introspección y autocrítica. Insistir en su excepcionalidad nos pone en riesgo de desatender muchos otros movimientos bien vivos en otros campos de la medicina a poco que uno esté dispuesto a revisar los diferentes cuestionamientos al modelo imperante: desde la defensa de una “medicina conservadora” que frene la adopción acrítica de novedades sin valor clínico significativo, pasando por la propuesta de rehumanizar la asistencia (“pan y rosas”) para afrontar la crisis de los cuidados tal y como proponen Victor Montori e Iona Heath o la Plataforma Humaniza la UCI; la iniciativa No Gracias frente a las injerencias indeseadas de la industria en la práctica clínica, la preocupación por el efecto contraproducente (iatrogenia) de ciertas profesiones que consiguen lo contrario de lo que buscan (una medicina que, en su momento de mayor desarrollo, convive con una población que se percibe más enferma que nunca, tal y como advirtió Ivan Illich), sin dejar de lado la crítica a la sistemática medicalización del parto, la insatisfactoria atención al dolor crónico, o la insuficiencia de nuestro modelo biomédico para comprender y abordar de forma satisfactoria los llamados síndromes de sensibilización central, por poner algunos ejemplos.
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Ilustr. Maurits Escher |
Volviendo al asunto de “la sombra” confieso que se me hizo raro leer en “Las palabras...” pasajes de Guillermo que apoyarían sin reparo muchos críticos de la psiquiatría actual conviviendo con la desautorización de la antipsiquiatría páginas más arriba o más abajo. Estos pasajes, de ser firmados por otras plumas, estoy seguro serían ferozmente contestados y atribuidos a la malicia de una tribu rival. Pongamos por caso cuando, tras celebrar cuánto mejoró la asistencia psiquiátrica gracias al proceso de Reforma impulsado en los años 80 y una vez considera superado el biologicismo, pasa a afirmar que “es verdad que luego uno acude a la consulta de cualquier psiquiatra escogido al azar y, tras relatar una compleja patología mental, solo recibe unas breves palabras: tómese estas pastillas y me cuenta”. O cuando prosigue reconociendo que “en la mayoría de los casos nuestra acción profesional solo produce un alivio parcial [···] en otros, me temo que perjudicamos, dañamos muy a nuestro pesar. Ponemos una etiqueta a quien no quiere tenerla, imponemos a la persona un esquema vital que le resulta ajeno, la forzamos a una intimidad que detesta.” (sic)
Estos pasajes, que a mi juicio reflejan fielmente varias aristas de nuestra realidad asistencial, merecen algún comentario. Creo que incurre en un reduccionismo cuando atribuye a la mala praxis la escena del psiquiatra que extiende recetas con parquedad. Puede resultar tranquilizador pensar en términos individuales lo que más probablemente sea emergente de causas mucho más complejas y estructurales. El hecho es que no se trata de desencuentros anecdóticos: son múltiples las voces que denuncian el progresivo empobrecimiento de la clínica y la merma en la capacidad de escucha por una parte no menor de nosotros, los psiquiatras. Por otro lado, cuando se pregunta qué profesional no estaría de acuerdo con el trato radicalmente humano que Franco Basaglia exigía para los locos, parece pasar por alto que esto que hoy nos parece “de sentido común” en su momento fue tildado de idealismo radical. Cuando los movimientos instituyentes se abren un hueco en la realidad instituida lo hacen siempre venciendo resistencias tenaces y fuertes dosis de crítica. Esto nos debe llevar a recordar que lo que hoy nos parecen bellas aspiraciones irrealizables tal vez mañana nos parezcan cuestiones obvias, mientras que nuestros usos despertarán la condescendencia o el espanto de nuestros sucesores. Así debe ser. Tampoco deberemos perder de vista que los avances sociales son logros humanos de una fragilidad descorazonadora, como podemos contemplar de forma impúdica en estos primeros compases de 2025. Suenan muy actuales las palabras de Simone de Beauvoir cuando advertía: “bastará una crisis política, económica o religiosa para que los derechos de las mujeres (o quienes sufren psíquicamente, en este caso) vuelvan a ser cuestionados. Esos derechos nunca se dan por adquiridos”.
Por otro lado,
¿qué lectura se hace en “Las palabras...” del momento
que vive la profesión? Por medio de
un somero repaso histórico Guillermo despliega la tesis de que si
bien “nuestra historia es terrible” afortunadamente quedó atrás.
Ahora nos encontraríamos en algo así como un presente
“suficientemente bueno”, que tan solo necesita unos apaños: más
tiempo en consulta, más dinero, más contratos, más personal para
poder prescindir de las sujecciones físicas en los hospitales. Franco Basaglia
Se pregunta de forma quizás demasiado inocente cómo es posible que los psiquiatras llegaran a desatender la herramienta clínica de la psicoterapia, sin examinar el impacto que tuvo la llegada de los psicofármacos en el día a día de las consultas, ni tampoco la capacidad que esta mirada farmacológica ha mantenido desde entonces para casi monopolizar los fondos destinados a investigación y a la formación de los profesionales. De la misma forma no podemos esperar encontrar (porque tampoco era el objetivo de la obra, aunque asomen flecos de los que tirar) una reflexión que contextualice este empobrecimiento de nuestra práctica en el seno de las siempre delicadas relaciones con la psicología clínica, movida por sus propias aspiraciones y a menudo agobiada por sus propias luchas internas.
Tampoco veremos propuestas explícitas en favor de la salud pública, por mucho que se puedan intuir en el espíritu de lo que escribe. Parece creer el autor que, de hacerlo, cometería el pecado capital de involucrarse en política (sanitaria). Por tanto parecería impertinente emplear el conocimiento experto que nos proporciona nuestra profesión a la hora de investigar, diseñar y proponer medidas transversales que modifiquen de raíz los condicionantes estructurales que, llegado el caso, acabarán convertidos en factores de riesgo. Como si en un partido de fútbol el delantero se hiciera habilidosamente con el balón de la prevención primaria pero se negase a encajar el gol en la meta contraria, no sea que alguien piense que ha tomado partido. ¿Qué sería rematar la jugada en este contexto?
Tal vez poner las energías, los proyectos de investigación y parte de los cuantiosos presupuestos dedicados a lo inmodificable (la por ahora inescrutable herencia poligénica) en aquello sobre lo que sí podemos intervenir a escala poblacional, no necesariamente desde la psiquiatría asistencial: señalar un modelo de relaciones laborales que torpedea los cuidados recién llegamos a los brazos de nuestras madres, que lleva a un modelo de crianza históricamente centrado en la represión emocional primero y posteriormente en la reducción del malestar por medio de la evasión química o conductual, que conduce a una pérdida de competencia relacional y a un grado de incomunicación tal que acaba cercenando la percepción del sufrimiento propio y ajeno, entorpeciendo la búsqueda y la oferta de consuelo cuando llega la violencia a nuestras vidas. Todo esto se suma a un contexto caracterizado por la gradual invasión de los mercados en nuestras vidas, socavando las relaciones de solidaridad, enmarcando los encuentros con el otro como actos de consumo y devaluando las etapas no productivas de la vida, favoreciendo el abandono y la soledad una vez quedamos fuera del circuito laboral. Todo entrelazado, pero difícil de aprehender si evitamos remontarnos a “las causas de las causas”.
5. Es hora de concluir. Diré que, siendo el libro una lectura provechosa y bien construida, sus innegables inteligencia creativa y sensibilidad artística sirven principalmente a la defensa de una cierta imagen, restringida, de la profesión que compartimos.
Trabajar es sufrir. Y es cierto, como narra en su introducción, que el encuentro con lo real de la psiquiatría inevitablemente ha de descabalgar nuestras expectativas más o menos ideales. Escribir, en este contexto, tal vez sea de las formas más nobles de sublimación. Crear algo bello a partir de lo doloroso. Pulir afanosamente un espejo en el que mirarse. Compartir esa imagen con el mundo. Recibir una mirada de reconocimiento. Es duro este trabajo.
Me recordaba a esa cinta clásica del cine japonés, Rashomon (Akira Kurosawa, 1950) que comienza con tres personajes resguardándose de la lluvia bajo un pórtico semiderruido. Uno de ellos relata haber presenciado un juicio, y expone que lo que allí escuchó le hizo perder la fe en la humanidad. Un samurái, su mujer y un salteador de caminos se cruzaron en el bosque. El relato de lo sucedido por parte de cada uno de los tres implicados no puede ser más diferente. Ya fueran salteador, dama o samurái cada uno narró lo que pudo narrar, aunque ello los condujera a la deshonra o la horca. ¿Existe acaso la verdad?, se preguntan los peregrinos bajo la lluvia, desalentados. Cada uno percibe el mundo tal y como lo necesita, acentuando u omitiendo matices de tal forma que la escena encaje con la idea que tenemos de nosotros mismos, o la identidad que quisiéramos representar para los demás.
Quizás un libro como este, dedicado a la psiquiatría, más que una danza entre una figura y su sombra nos traslade más bien a un salón de múltiples espejos, donde cada uno puede ver la parte que alcanza a ver de sí mismo.
Con suerte habrá alguien dispuesto a rascarnos amistosamente la espalda.