desde el inicio del estado de alarma por la pandemia del SARS-Coronavirus-2, causante de la COVID.
La mayor parte de mi tiempo lo paso trabajando como psiquiatra y psicoterapeuta que atiende a profesionales de centros sanitarios públicos, junto con un equipo de compañeros de diferentes disciplinas.
Es por ello que, en marzo de 2020, cuando se hizo ya evidente que España y el mundo se enfrentaban a una enfermedad infectocontagiosa desconocida con potencial de extenderse sin control, mis compañeros y yo comenzamos a preguntarnos por
Los miembros del equipo de trabajo decidimos llevar a cabo una revisión de la literatura científica en torno a los efectos psicológicos de otras epidemias. Esta tarea seguramente nos ayudó a sentirnos útiles y sobrellevar la angustia del confinamiento, la incertidumbre de las primeras semanas.
Todo apuntaba a que
los profesionales sanitarios se encontrarían dentro de los grupos poblacionales de
mayor riesgo a la hora de enfermar, tanto a nivel infeccioso como por el impacto que la labor asistencial podría tener en su equilibrio psíquico.
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Por ello, en cuanto nos fue viable, concebimos un dispositivo grupal al que denominamos “Grupo para la elaboración de experiencias relativas a la pandemia” o, en breve, “Grupo COVID”. Nuestra hipótesis inicial consistía en que el enorme reto de la labor asistencial en condiciones de incertidumbre, riesgo biológico y sobrecarga de tarea se manifestaría principalmente de tres maneras:
- en primer lugar como el cuadro de trauma psíquico esperable tras presenciar lo incomprensible, hacer lo que uno nunca quisiera y no poder hacer lo que debiera;
- en segundo lugar el duelo por la pérdida en condiciones trágicas, a menudo crueles, de pacientes, familiares, compañeros y allegados
- por último el desgaste profesional sobrevenido ante el deterioro de las condiciones de trabajo. Cuando a la sobrecarga mantenida sigue el descubrimiento de que el trabajo ya no es lo mismo.
Nos propusimos como tarea una
construcción conjunta de sentido que permitiera encajar muchas de las experiencias vividas trabajando como sanitarios durante la pandemia, facilitar el reconocimiento de esos factores que tienen que ver con la propia historia personal, la biografía, a la hora de modular el impacto particular de la pandemia. Finalmente se trataba de ayudar a recobrar el sentido de agencia de cara al presente y al futuro inmediato, ayudando a salir de la impotencia.
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Los grupos se idearon y pusieron en marcha de la siguiente forma: convocados de forma presencial en la sala de reuniones de nuestro centro nos sentábamos, en círculo, a distancia prudencial, haciendo uso de gel hidroalcohólico y cubriendo nuestros rostros con mascarillas. Se conformaron grupos cerrados de entre 7 y 12 miembros. Dedicábamos sesiones de 90 minutos abiertas a la libre asociación de contenidos, conducida por los 4 psiquiatras abajofirmantes en diferentes combinaciones de pares. Se realizaba una recogida de emergentes grupales que, entre sesiones, eran remitidos por escrito para facilitar la reflexión y tender un hilo de continuidad que permitiera mitigar la distancia social de seguridad. Las reuniones se sucedían con frecuencia quincenal, hasta sumar un total de 12 encuentros por grupo. Así, en sucesión alterna pudimos coordinar hasta 7 ediciones entre junio de 2020 y septiembre de 2023, que vieron pasar a un total de 79 profesionales sociosanitarios de diferentes categorías y procedencias.
Ahora que el tiempo ha transcurrido y concluida la alerta sanitaria global, quisiéramos compartir algunas de las reflexiones y aprendizajes que fueron surgiendo desde el momento en que nos sentamos a pensar juntos.
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Lo primero que emergió fue el caos organizativo, un descontrol que alcanzó prácticamente todos los rincones del sistema sanitario. El no saber qué ocurriría, la falta de medios de protección, las indicaciones contradictorias y los protocolos diariamente cambiantes, todo ello sumió a los profesionales de los centros sanitarios en la incertidumbre y el desconcierto.
Para defenderse del
miedo se trabajaba a destajo, a menudo doblando turnos, desviviéndose para evitar sentir y pensar. La creatividad salió también al rescate para aliviar la angustia. Se manifestaba en forma de carteles, de canciones, de bailes probablemente incomprensibles fuera de ese contexto.
Se extendieron y normalizaron las preocupaciones obsesivas y su contrapartida compulsivas. Se intentaba conjurar el miedo al contagio propio y el de los seres queridos por medio de rituales de lavado y todo tipo de medidas de precaución. Con el paso del tiempo muchos de ellos consolidarían en cuadros de evitación y tenaces repliegues en la seguridad del hogar, renunciando al encuentro con los demás.
La adhesión rígida a rituales y compulsiones vino amparada por las recomendaciones oficiales y por el sentido de pertenencia al grupo amplio de los sanitarios. Esto dio paso a la creación de auténticos sistemas sociales de defensa o defensas colectivas, con implicaciones para la convivencia. Cuando se indagaba, a menudo podíamos observar que el miedo al contagio bebía de fuentes más profundas, como un desgaste profesional imposible de asumir o importantes dificultades de relación previas.
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Al miedo lo habría de seguir la culpa, muy marcada ante el fallecimiento en condiciones trágicas de familiares y allegados, especialmente cuando coexistía la idea (pocas veces falsable) de haberles uno contagiado. Culpa también ante la fantasía de haber podido hacer más por ellos, en tanto que sanitarios, personal de "la casa", matiz que les hacía preguntarse cuánto hubiera mejorado la situación el uso de su red de contactos o pedir favores a voluntad. También el culparse por la muerte de los muchos pacientes a cargo, no en pocas ocasiones tras haberse visto obligados a tomar decisiones que violentaban su conciencia debido a la escasez de recursos. Y un aguijoneo adicional al recordar toda aquella patología desatendida o relegada por no ser COVID.
Si bien es cierto que durante la pandemia el dolor, el miedo y la confusión fueron omnipresentes, sería injusto minusvalorar la heterogeneidad de vivencias de los profesionales en el contexto de esta crisis sanitaria. Nuestra institución es grande y diversa. Los daños no fueron los mismos en todos los rincones del sistema sanitario. E incluso cuando los hubo no faltaron los momentos de intenso compañerismo, de propósito compartido, la vivificante sensación de haberse reencontrado uno mismo con su profesión. Para muchos los primeros compases de la alerta sanitaria fueron semanas de sentirse útil y reconocido, aliviado de un desencanto muy anterior a la aparición del virus.
Aunque prevaleció la resistencia y el trauma psíquico no fue lo más frecuente, éste hizo su inevitable aparición en los grupos en forma de lagunas de la memoria y del discurso. Lagunas acompañadas de imágenes que volvían una y otra vez. Retazos y escenas sin contexto ni estructura, pero ligadas a una intensidad emocional que las sujetaba a un presente continuo agotador.
Imágenes que se nos quedaban clavadas a quienes nos las contaban. Como aquellas hojitas de papel amarillo, post-it pegados a las mortajas apiladas.
Post-it portadores del nombre de los fallecidos. Y la angustia de quien descubría que se despegaban a menudo y caían al suelo como en un otoño prematuro.
El contexto grupal permitía, a pesar de la angustia, transitar esas imágenes en compañía, recibir palabras de aliento, dar sentido, hacer del sufrimiento algo compartido.
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De forma similar a lo que ocurre en el trauma la vivencia del tiempo durante toda la pandemia se demostró difusa. Los años se confundían unos con otros. Los días podían eternizarse o bien aniquilarse en el recuerdo como una papilla de momentos desarticulados. La metáfora de las olas en los picos de contagio sirvió para crear un marco de referencia junto con otros hitos como el confinamiento, el inicio de las vacunaciones o el fin de la obligatoriedad de las mascarillas.
Descubrimos que la conciencia de sufrimiento y la demanda de ayuda tenían lugar en los valles entre olas, cuando la percepción de amenaza disminuía y los profesionales podían reducir el nivel de alerta para poner nuevamente el foco sobre ellos mismos. Aquello que se demostró verdaderamente dañino no fue lo terrorífico en sí mismo, sino el alargamiento indefinido de las condiciones de excepcionalidad bajo las que había que trabajar.
Lo que no desapareció con el paso del tiempo fueron las huellas de la pandemia. Huellas en los cuerpos, en la conducta, en la forma de ver las cosas. Lo que persiste.
Si bien al iniciar los grupos pensábamos que nos enfrentaríamos a tres problemáticas principales (trauma, duelo, desgaste) a día de hoy podemos afirmar que los grupos COVID tuvieron un tema principal: el duelo, con las labores que corresponden tras la pérdida.
Entre otros fuimos testigos del duelo por la salud de aquellos que, tras sufrir la COVID19, quedaron con secuelas en forma de sintomatología persistente: fatiga desproporcionada, embotamiento mental, dolores articulares, desarreglos a nivel autonómico. Nos hablaron del dolor de no poder regresar a su vida previa, a sus trabajos. También de la sal caída sobre esta herida, la vivencia de la incomprensión de los demás.
En su caso el sufrimiento por el desfase temporal resultó más patente. Su convalecencia y recuperación se vino a estrellar contra los ritmos del mandado laboral. Alcanzado el final sociológico de la pandemia sus padecimientos son recibidos, aún hoy, con la suspicacia y el fastidio propios de los asuntos que hemos decidido dejar atrás.
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Nos fue quedando muy claro que una parte muy importante del malestar de nuestros pacientes arraigaba en la relación con el otro. De entre lo hablado en los grupos emergía como una constante el latente de las expectativas defraudadas. Aunque a menudo lo neguemos esperábamos otra cosa de los demás.
Sólo entendiendo esto cobraban sentido ciertos enfados. O comprendíamos la tendencia a la autopunición, el veto de los sanitarios a su propio disfrute. La adhesión rígida a ciertas normas de higiene arraigaba en muchas ocasiones de la necesidad de guardar cierto luto, en un tiempo desprovisto de ritos en común. Un luto exigido por todas las pérdidas, por todo el dolor presenciado.
Su celo abonaba el resentimiento hacia la población general, percibida como ajena al horror e interesada en seguir estándolo.
Conforme avanzaba el tiempo se hacía innegable que en torno a la pandemia ha predominado el no reconocimiento, el deseo de regresar irreflexivamente a una normalidad indemne, cuando no podía ser el caso.
Si bien estos grupos de elaboración de las vivencias de la pandemia fueron el escenario de una escucha sincera y pudieron ofrecer un cierto componente restaurador consideramos que siguen siendo necesarios -lo sepamos o no- ritos colectivos encaminados a la verdad, la justicia y la reparación.
Para nunca olvidar y poder integrar de forma digna a nuestras vidas los acontecimientos vividos por los profesionales sociosanitarios y el conjunto de la población durante la pandemia del SARS-CoV-2.
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* Esta entrada ha sido elaborada a partir de la comunicación libre presentada en las XXIVªs Jornadas de la Asociación de Psicoterapia Analítica Grupal (APAG), celebradas en Sitges los días 24 y 25 de noviembre de 2023.
Las reflexiones aquí vertidas son el fruto de las experiencias de muchas trabajadoras y trabajadores de la sanidad madrileña que confiaron en nosotros. Sus testimonios han devenido emergentes gracias a la labor terapéutica de los coordinadores grupales. Finalmente quien firma (J. Camilo) ha dado forma final al mensaje que deseábamos transmitir.
Los autores quieren agradecer sinceramente a sus pacientes y a todos los trabajadores de centros sociosanitarios su sacrificio, su entrega y reconocer el miedo y los daños sufridos durante estos años tan difíciles.
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José Camilo Vázquez Caubet
Darío del Peso Martínez
Manuel González González
Álvaro Cerame del Campo