Valores, desgaste, aceptación y compromiso.
1. Hechos y valores.
Cualquier persona que comience a indagar en el denominado “Burnout” se dará cuenta de que el desgaste profesional no obedece a una única causa. Se trata de un fenómeno complejo en el que ya hemos visto que influyen diversidad de factores: la falta de tiempo y recursos para realizar una tarea, la mala organización del trabajo, la exposición al sufrimiento ajeno, algunos factores personales como necesidades psicológicas del trabajador, idealizaciones y expectativas defraudadas o determinados rasgos de personalidad; también la dificultad inherente de trabajar con otros, la emergencia de conflictos y el papel de los liderazgos.
Pero pocas veces se tiene en cuenta que los valores juegan un papel igualmente relevante en el deterioro de la relación con la profesión.
Ilustr. instalación inspirada en la obra de Vladimir Tatlin |
Este hecho, que los valores condicionan nuestra vivencia del trabajo, no es algo que resulte evidente de entrada ni a lo que se le dedique demasiada atención en los programas formativos del ámbito sanitario. Más bien se trata de un descubrimiento que va llegando a través de la confrontación con la realidad asistencial. Lo describe magníficamente el bioeticista Diego Gracia cuando afirma acerca de los médicos algo que podría valer para otras profesiones sanitarias:
“El joven estudiante de medicina vive fascinado por el poder de la ciencia y la técnica [···] De esta ilusión se despierta paulatinamente. Nos despiertan la vida, los años, la experiencia. Esto es muy evidente en los médicos maduros, aquellos que llevan más de diez años de ejercicio.”
“No solo no han podido evitar todos los males de sus pacientes, sino que además han ido comprendiendo, en contra de su propio deseo, que no todo es ciencia y técnica, que en la vida, la salud y la enfermedad de los seres humanos influyen muchos factores que ellos no habían previsto.”
“La ciencia y la técnica tratan de hechos. Pues bien, lo que ellos aprenden de sus enfermos es que además de los hechos, en la vida hay valores que quizás son a veces incluso más importantes que los hechos.”
Es precisamente por ello que uno puede haber aprendido a tratar con solvencia técnica una insuficiencia cardíaca pero no tener tan claro si cursar un ingreso hospitalario o bien respetar el deseo del paciente de realizar el tratamiento en su domicilio. Un facultativo puede ver clara la indicación de una baja laboral, pero a la paciente esa opción tal vez le parezca un fracaso a nivel personal, puede temer el despido o quizás le pesen en extremo las repercusiones que su ausencia tendría sobre su tarea y la del resto de sus compañeros. De igual manera poco importa que dispongamos de todo un arsenal de intervenciones capaces de alargar la vida durante años y años si es que sus posibles beneficiarios no desean seguir viviendo bajo ciertas circunstancias, como por ejemplo las de una repentina soledad no deseada.
A día de hoy los profesionales sanitarios solemos estar más que preparados enfrentarnos a los hechos, siendo agentes eficaces frente a las situaciones más variopintas referentes a nuestro cuerpo y sus quebrantos. Pero cuando llega el momento de lidiar con aquellos valores desplegados en torno a una escena clínica, cuando nos toca incluir estos valores en las decisiones a tomar en favor de nuestros pacientes, nos vemos a menudo tan desorientados como si recién hubiéramos desembarcado en un mundo nuevo. Este es un factor relevante de sufrimiento y desgaste profesional.
2. Sujetos a la moral.
¿Pero de qué estamos hablando exactamente cuando nos referimos a los valores?
Los seres humanos hacemos continuamente juicios de valor, sobre lo bello, lo feo, lo sabroso, lo repugnante, lo provechoso, lo inútil... así hasta agotar la lista de calificativos.
Dentro del conjunto de los juicios de valor encontramos los valores morales. Se tratan de juicios que valoran conductas. Señalan si una forma de comportarse es buena o mala, si resulta apropiada o impertinente en un contexto social determinado.
Valores morales pueden ser la integridad, la valentía, la generosidad, la compasión o la laboriosidad. También lo son sus contravalores: la ambición, el oportunismo, la mezquindad, la indiferencia o la holgazanería, por nombrar algunos.
Ilustr. James Kerwin |
El hecho es que ninguna conducta es moralmente buena o mala en el vacío, en soledad. La moral es un dispositivo con una antigüedad que supera con mucho la de nuestra propia especie. Remite siempre a un contexto social, pues su única función es la de modular la convivencia dentro de los grupos. Es la moral la que permite la supervivencia del individuo dentro del grupo, y la de los grupos dentro de su nicho ecológico.
Que las personas seamos sujetos morales no es algo que nos venga dado. Llegamos a tener una cierta sensibilidad y agencia moral por medio de un proceso de socialización que comienza desde el momento de nuestro nacimiento. Primero a través de la exposición intensiva a los valores predominantes de nuestro grupo primario (normalmente la familia) y más tarde empapándonos de la sensibilidad moral de los sucesivos grupos de los que vamos formamos parte por el hecho de vivir en sociedad. Podemos decir que la moral de un individuo se cimenta sobre el sedimento de los valores de los diferentes grupos con los que se ha vinculado. De un sujeto que ha interiorizado la moral convencional de su entorno en un momento dado se dice que funciona con una moral heterónoma (etimológicamente, la norma del otro). La mayor parte de las personas se apañan razonablemente bien de esta manera.
Pero desde los filósofos socráticos y sus muchos desarrollos posteriores sabemos que las personas no estamos condenadas a regirnos por los criterios ajenos. No somos esclavos del grupo. Cada uno puede aprehender hábitos de reflexión racional que lleven al desarrollo de convicciones propias. Uno puede encarnar valores diferentes a los del grupo en el que se crió, o ir modificando el orden de prioridad de sus valores a través de la experiencia y la reflexión. De un sujeto así se puede afirmar que posee (o al menos practica en ocasiones) una moral autónoma (se impone sus propias normas, si volvemos a la etimología). Se estima que no más de un 30% de las personas alcanzan este nivel de funcionamiento moral.
Nuestra moral, por tanto, es polifónica. Está participada por diferentes voces, aunque con el paso del tiempo lleguemos a olvidar quién pronunció las palabras "bueno" o "malo", "correcto" e "incorrecto". Cuando hacemos valoraciones morales casi siempre acabamos "escuchando" esas palabras bajo el timbre de nuestra propia voz, si bien como afirmaba Vigotsky "todo lo que está dentro estuvo fuera alguna vez".
Que las personas seamos sujetos morales no es algo que nos venga dado. Llegamos a tener una cierta sensibilidad y agencia moral por medio de un proceso de socialización que comienza desde el momento de nuestro nacimiento. Primero a través de la exposición intensiva a los valores predominantes de nuestro grupo primario (normalmente la familia) y más tarde empapándonos de la sensibilidad moral de los sucesivos grupos de los que vamos formamos parte por el hecho de vivir en sociedad. Podemos decir que la moral de un individuo se cimenta sobre el sedimento de los valores de los diferentes grupos con los que se ha vinculado. De un sujeto que ha interiorizado la moral convencional de su entorno en un momento dado se dice que funciona con una moral heterónoma (etimológicamente, la norma del otro). La mayor parte de las personas se apañan razonablemente bien de esta manera.
Pero desde los filósofos socráticos y sus muchos desarrollos posteriores sabemos que las personas no estamos condenadas a regirnos por los criterios ajenos. No somos esclavos del grupo. Cada uno puede aprehender hábitos de reflexión racional que lleven al desarrollo de convicciones propias. Uno puede encarnar valores diferentes a los del grupo en el que se crió, o ir modificando el orden de prioridad de sus valores a través de la experiencia y la reflexión. De un sujeto así se puede afirmar que posee (o al menos practica en ocasiones) una moral autónoma (se impone sus propias normas, si volvemos a la etimología). Se estima que no más de un 30% de las personas alcanzan este nivel de funcionamiento moral.
Nuestra moral, por tanto, es polifónica. Está participada por diferentes voces, aunque con el paso del tiempo lleguemos a olvidar quién pronunció las palabras "bueno" o "malo", "correcto" e "incorrecto". Cuando hacemos valoraciones morales casi siempre acabamos "escuchando" esas palabras bajo el timbre de nuestra propia voz, si bien como afirmaba Vigotsky "todo lo que está dentro estuvo fuera alguna vez".
Ilustr. James Kerwin |
Si trasladásemos todo esto al escenario de un centro de salud, un equipo de emergencias, un servicio hospitalario cabría preguntarse: ¿cuántas cosas de las que realizamos a diario las hacemos porque son tradición y no tanto porque son lo más apropiado para un caso concreto?. ¿Hemos sido capaces de cambiar alguna vez nuestra forma afrontar la tarea después de analizarla?.
Es posible que sí. También lo es que contemos con algún fracaso en nuestro haber o que nunca hayamos sentido la necesidad de intentarlo.
3. Valores en conflicto.
Se va entendiendo ya que los conflictos de valores van a surgir a menudo, aunque siempre exista la tentación de convocar al sentido común. De hecho los profesionales sanitarios podemos vernos inmersos en conflictos de valores protagonizados por diferentes agentes, en combinaciones variables y no excluyentes entre sí:
Los conflictos de valores pueden darse en nosotros mismos, dando paso a lo que conocemos como conflictos internos (o neuróticos, en jerga psicoanalítica). Una parte de nosotros se siente movida a actuar de cierta manera, pero otra instancia nuestra se resiste, representa otro valor. Ocurre, sin ir más lejos, cuando una situación compromete dos valores que no pueden reconciliarse en ese momento: una urgencia a última hora, ¿prevalecerá nuestra familia o nuestro trabajo?. Nuestros valores van cambiando poco a poco, bajo el embate de las circunstancias. Es posible que, un día, nos descubramos incapaces de tolerar según qué injusticias, y uno se sienta incapaz de seguir mirando a otro lado. O a la inversa. Antaño pudimos dar mucha importancia a una forma de actuar, a un valor moral, pero llega el día en que nos sentimos sin fuerzas o motivos para actuar conforme a nuestro propio código de conducta. Los profesionales de salud mental a menudo nos vemos interpelados por valores en colisión cuando se nos plantea la cuestión de cuánta coerción resulta legítimo emplear cuando tratamos de ayudar a un paciente.
También son habituales, y cada vez más, los conflictos de valores entre profesionales y pacientes. Algunos de estos son muy comunes como la disposición a tomar o no cierta medicación, la postura ante las llamadas terapias "alternativas", o el desacuerdo en torno a la preferencia de la salud o el trabajo a la hora de tramitar las bajas. Otros conflictos de valor obedecen a cambios más profundos, como el desacople entre la longitudinalidad en la asistencia (más a menudo defendida por los profesionales) y una accesibilidad entendida en ocasiones como inmediatez y acceso irreflexivo a pruebas, intervenciones o derivaciones. El tiempo pasa y la sociedad cambia. No es realista asumir que los valores van a permanecer inmutables. Esto nos sitúa ante lo que podríamos denominar una "tectónica de valores". De igual forma que los continentes van moviéndose algunos centímetros cada año como consecuencia de la dinámica de placas del planeta, el orden de prioridad de los valores cambia paulatinamente, a veces hasta llegarnos a hacer sentir que no reconocemos el suelo bajo nuestros pies.
De nuevo el profesor Gracia nos invita a la reflexión:
De esta tectónica de valores nos percatamos a través del conflicto intergeneracional, pero a menudo interpretando erróneamente el desencuentro como una supuesta ausencia de valores en las nuevas generaciones. No es que los jóvenes carezcan de valores, sino que no los reconocemos como tales por no ser exactamente los nuestros. Solamente cobramos conciencia de este hecho cuando ha pasado tiempo suficiente o cuando llega el temblor de tierras, el terremoto o la situación excepcional que nos desvela que lo que creíamos firme (el suelo, el "sentido común") no lo era tanto. Esto mismo ocurrió de forma masiva durante la pandemia del SARS-CoV-2 (2020-2023) pero ocurre y ocurrirá conforme avance la tecnología, así como cada vez que resurjan temas controvertidos como la violencia obstétrica, la interrupción del embarazo, la eutanasia o los ingresos involuntarios entre tantos otros.
También sucede con frecuencia que entran en conflicto los valores de los profesionales y la institución en cuyo seno desempeñan su labor. Esto sería menos esperable, a priori, por participar teóricamente de una misión compartida como lo es procurar el mejor estado de salud posible de la población a cargo. Sin embargo el diablo suele estar en los detalles. En una institución sanitaria pública, creada precisamente para encarnar valores como el cuidado de la salud, la universalidad, la equidad... ¿se valora más la recogida de datos clínicos o la atención reposada y minuciosa de los pacientes?, ¿se presta más atención a indicadores de actividad o a los resultados en salud?, ¿la salud se mide simplemente como años de vida o se tiene en cuenta la calidad de vida de esos años?, ¿se invierte más en dispositivos tecnológicos o en capital humano y formación de los profesionales?, ¿se toman medidas activas para evitar que se cumpla la Ley de cuidados inversos? No solo se trata de que a menudo escasea la congruencia entre lo que se proclama (barato, lustroso) y lo que se lleva a la práctica (caro, fatigoso). Existe un considerable margen para la mejora de la gobernanza de las instituciones sanitarias. En la medida en que los profesionales no participen (o no se les invite) activamente a la hora de diseñar la organización se estará permitiendo que crezca una grieta entre ellos y la institución.
Los valores de los diferentes profesionales que abordan un mismo caso entran a menudo en conflicto, lo cual puede ser al mismo tiempo efecto y una de las causas por las cuales se sigue trabajando de forma tan disociada en el ámbito sanitario, permitiendo la aparición de los denominados "silos" o, como podríamos denominarlas sin temor a exagerar: "tribus sanitarias". El proceso de formación de los sanitarios consiste en mucho más que un laborioso aprendizaje de conceptos, técnicas y procedimientos. Llegar a ser sanitario, o especialista, implica también participar de un proceso de "enculturación", por medio del cual llegamos a hacer propias una serie de formas de comportarnos, vestir, hablar, y por supuesto un orden particular de valores. Ni siquiera un valor tan central como la vida se valora exactamente de la misma manera entre sanitarios si comparamos entre pediatras, geriatras, paliativistas, intensivistas o neurocirujanos.
Por último estarían los conflictos de valores entre los usuarios y la institución sanitaria, tal vez de las empresas humanas más reacias al cambio. Empezando por la simple denominación de unos y otros (¿los denominamos pacientes, usuarios, clientes?, ¿les hemos preguntado?), pasando por el diferente peso que se le puede otorgar a las comodidades de hostelería frente a la excelencia técnica, hasta llegar al importante punto de las discrepancias en torno a la participación de los propios beneficiarios a la hora de pensar la organización sanitaria.
4. Sufrimiento laboral, defensas, desgaste.
Todos estos encontronazos, roces y colisiones de valores son, a juicio del profesor Gracia, una causa fundamental (si no la principal) del desencanto laboral que atenaza a los profesionales de la clínica a día de hoy por todo el mundo.
Nosotros quizás no iríamos tan lejos, pero podemos afirmar que en efecto existe una relación entre la atención o desatención al mundo de los valores en la práctica clínica y el desgaste profesional de los sanitarios. Esta relación, sin embargo, no pensamos que transcurra en un único sentido sino que probablemente sea bidireccional, en forma de dinámicas que se retroalimentan.
Los conflictos de valores y la falta tanto de habilidades como de unas condiciones que permitan su esclarecimiento y negociación abonan el sufrimiento diario de los profesionales sanitarios. Pero al mismo tiempo, el sufrimiento suscitado por el trabajo tiene la capacidad de poner en marcha en los individuos mecanismos de defensa (inadvertidos, automáticos) y toda una serie de estrategias defensivas más o menos premeditadas que llegan a ser incorporadas como parte de la cultura de la institución. Todos estamos en cierto riesgo de adoptar lo que aparentan ser procedimientos legítimos, pero que no son sino estrategias defensivas de nuestros compañeros, interiorizadas a través de la imitación y su racionalización a posteriori. Es así como llegan a convertirse muchas de estas defensas colectivas en el "estado natural de las cosas", un status quo que irán asumiendo de forma completamente normalizada los que se vayan incorporando al trabajo por primera vez.
Las estrategias defensivas algo protegen, claro está. Cumplen su cometido. Sin embargo traen consigo un elevado precio a pagar: no se puede estar emocionalmente disponible para el otro desde la actitud defensiva, impersonal o claramente hostil. ¿Qué recibe el profesional sanitario de vuelta? No es agradable ser acusado de trabajar en entornos deshumanizados u hostiles, y mucho menos darse cuenta de que efectivamente se ha estado contribuyendo a ello de forma inadvertida. Esa es la paradoja: los mecanismos que nos permiten sobrevivir mal que bien al trabajo nos roban paulatinamente las gratificaciones nucleares de la tarea, normalmente aquellas por las que escogimos nuestra profesión (y no otra) en primer lugar. De aquí a la creciente sensación de inseguridad, inutilidad y fracaso estamos tan solo a unos pasos.
Es por ello que afirmamos que los profesionales sanitarios son víctimas frecuentes de una situación circular: el desgaste profesional mina la moral, la confianza en las propias capacidades, con lo cual cada vez resulta más complicado abordar con serenidad las situaciones en que los valores entran en conflicto. Una salida puede ser la claudicación completa ante el otro, desistiendo de defender el propio criterio. Otra vía de escape habitual es la diametralmente opuesta: el rechazo frontal a cualquier preferencia manifestada por los pacientes, siempre que no coincida con nuestra visión del caso. Sobra decir que cualquiera de estas dos situaciones impide al profesional abordar de forma efectiva los conflictos de valores que inevitablemente irán apareciendo, cerrándose de esta manera el círculo del desgaste.
Estos mecanismos de defensa que hemos ido exponiendo no sólo alteran la relación de los profesionales con su trabajo, sino que muy a menudo los apartan de otros valores significativos a nivel personal: el desgaste puede llevar, paradójicamente, a la sobreimplicación en términos de horas extra y energías entregadas a la tarea, descuidando facetas que tal vez antes fueron relevantes, como el cuidado de las relaciones familiares, el cultivo de las amistades, la exploración de la creatividad que todos poseemos, la relación con el entorno natural, la participación ciudadana o la introspección profunda.
Esclarecer los propios valores supone, en primer lugar, un ejercicio de introspección destinado a recordarnos a nosotros mismos qué formas de estar en el mundo nos parecen verdaderamente deseables. En algunos casos puede ser tarea fácil y satisfactoria. En otros puede tratarse de toda una expedición arqueológica, en la medida en que llevemos años sin cultivar o reflexionar acerca de nuestros valores. Un regreso a lugares que antaño estuvieron habitados y bien atendidos, pero que a día de hoy posiblemente acusen cierto abandono.
A veces ayuda disponer de una cierta guía que nos facilite la labor, recorrer un listado de cuestiones vitales que nos lleve a preguntarnos: ¿cómo quisiera yo vivir en relación con los demás?, ¿qué es para mí ser un buen padre, madre o hijo?, ¿qué clase de persona quiero ser para quien me quiere?, ¿qué espero del ocio?, ¿cuál quisiera que fuera mi relación con la belleza, con el arte, con el disfrute o el cuidado de mí mismo?, ¿cuál es mi idea de lo que es el éxito?. Estos valores, ¿siguen vigentes o han cambiados?. ¿Eran realmente los míos o más bien los asumía de prestado, por inercia o mandato?.
Tener esto medianamente claro sería como hacerse con un mapa y una brújula con la que comenzar a guiarnos, o ser capaces de plantar un faro que nos sirva de referencia en las infinitas arenas del desierto.
Deliberar consiste en poner sobre la mesa cuáles son los valores que se ponen en juego ante una situación concreta, y sopesarlos con el objetivo de llegar a decidir el curso óptimo de acción. Es importante recordar en este punto que en los asuntos humanos rara vez existe una manera ideal de resolver los conflictos. Casi inevitablemente habrá alguna cesión, renuncia o daño. Deberemos por tanto ir más allá de las falsas dicotomías y los denominados cursos extremos (apostarlo todo a éste o aquel valor enfrentados) y decantarnos por una decisión que sea capaz de conciliar con menor daño posible todos los valores en juego.
Finalmente quedaría la cuestión del compromiso. Sabemos lo que queremos y también lo que no desearíamos hacer. Hemos analizado los valores en conflicto. Toca decidir. Si nos preguntaran en términos economicistas: "¿pero, cómo se gestiona emocionalmente una situación así?" tendríamos que contestar en idénticos términos contables. Aceptar es estar dispuesto a pagar el precio. Sin protestas ni regateos. Asumiendo que las cosas importantes no son gratuitas.
No es que no "sepamos", como tan a menudo se dice, negarnos a las peticiones de los demás. Decir no. Poner límites. Decimos que no sabemos porque nos da miedo pagar el precio en forma de incomodidad, malestar y daños para la relación; o bien porque seguimos fantaseando con que habrá alguna forma indolora de hacerlo. Pero no la hay.
Aceptar es estar dispuesto a pagar el precio, lo cual es muy diferente a resignarse.
Es cierto que las personas tendemos a evitar el sufrimiento. Pero lo que verdaderamente aborrecemos es el sufrimiento gratuito, es decir, desprovisto de sentido o contrario a nuestros valores. Resignarse sería abrirse al sufrimiento a cambio de nada, tan solo el vano alivio de dejar de pelear.
Por el contrario las personas tenemos una capacidad sorprendente de soportar cualquier calamidad si contamos con los motivos apropiados. El compromiso con los propios valores permite la aceptación, la disposición a asumir los costes que implica actuar como creemos que debemos hacerlo.
Todo esto se puede hacer a nivel individual, pero haremos bien siendo capaces de llevarlo un paso más allá, introduciendo la deliberación en nuestras relaciones con pacientes, compañeros y representantes de la propia institución. El método deliberativo implica reclamar de vuelta la verdadera escucha en el escenario clínico, y también alumbra la posibilidad de hacer más participativos los entornos en los que trabajamos. Se trata, en definitiva, de abordar de forma operativa la tarea que compartimos todos los implicados en la asistencia sanitaria.
Ha sido un viaje largo y fatigoso, pero que tal vez nos haya ido revelando que el continente perdido de los valores no es en realidad un lugar misterioso, sino que hablábamos todo este tiempo de nosotros mismos. Como precarios equilibristas entre la vida autónoma del sujeto y nuestros grupos de pertenencia albergamos todo un mundo interior que va más allá de los hechos concretos. Contenemos un sistema de valores, unos más exangües, otros más hipertrofiados, que nos guían a la hora de actuar. Lo cual no evita, ni siquiera bien entrada la edad adulta, que a veces sintamos que caminamos algo perdidos.
Con la diferencia de que ahora ya sabemos lo que toca.
Referencias:
3. Valores en conflicto.
Se va entendiendo ya que los conflictos de valores van a surgir a menudo, aunque siempre exista la tentación de convocar al sentido común. De hecho los profesionales sanitarios podemos vernos inmersos en conflictos de valores protagonizados por diferentes agentes, en combinaciones variables y no excluyentes entre sí:
- Conflictos individuales o internos.
- Conflictos entre los valores del profesional y los del paciente.
- Conflictos entre los valores del profesional y los de la institución.
- Conflictos entre los valores de diferentes profesionales.
- Conflictos entre los valores de los usuarios y los de la institución.
Los conflictos de valores pueden darse en nosotros mismos, dando paso a lo que conocemos como conflictos internos (o neuróticos, en jerga psicoanalítica). Una parte de nosotros se siente movida a actuar de cierta manera, pero otra instancia nuestra se resiste, representa otro valor. Ocurre, sin ir más lejos, cuando una situación compromete dos valores que no pueden reconciliarse en ese momento: una urgencia a última hora, ¿prevalecerá nuestra familia o nuestro trabajo?. Nuestros valores van cambiando poco a poco, bajo el embate de las circunstancias. Es posible que, un día, nos descubramos incapaces de tolerar según qué injusticias, y uno se sienta incapaz de seguir mirando a otro lado. O a la inversa. Antaño pudimos dar mucha importancia a una forma de actuar, a un valor moral, pero llega el día en que nos sentimos sin fuerzas o motivos para actuar conforme a nuestro propio código de conducta. Los profesionales de salud mental a menudo nos vemos interpelados por valores en colisión cuando se nos plantea la cuestión de cuánta coerción resulta legítimo emplear cuando tratamos de ayudar a un paciente.
También son habituales, y cada vez más, los conflictos de valores entre profesionales y pacientes. Algunos de estos son muy comunes como la disposición a tomar o no cierta medicación, la postura ante las llamadas terapias "alternativas", o el desacuerdo en torno a la preferencia de la salud o el trabajo a la hora de tramitar las bajas. Otros conflictos de valor obedecen a cambios más profundos, como el desacople entre la longitudinalidad en la asistencia (más a menudo defendida por los profesionales) y una accesibilidad entendida en ocasiones como inmediatez y acceso irreflexivo a pruebas, intervenciones o derivaciones. El tiempo pasa y la sociedad cambia. No es realista asumir que los valores van a permanecer inmutables. Esto nos sitúa ante lo que podríamos denominar una "tectónica de valores". De igual forma que los continentes van moviéndose algunos centímetros cada año como consecuencia de la dinámica de placas del planeta, el orden de prioridad de los valores cambia paulatinamente, a veces hasta llegarnos a hacer sentir que no reconocemos el suelo bajo nuestros pies.
De nuevo el profesor Gracia nos invita a la reflexión:
"¿Es nuestra idea de salud y enfermedad idéntica a la que tenían nuestras abuelas? Indudablemente, no. Y ello no tanto porque los hechos sean distintos, sino porque han cambiado nuestros valores. Esto es lo primero que sorprende al médico, descubrir un mundo, el mundo del valor, que le resulta completamente desconocido y ante el que no puede no sentirse confuso y desorientado".
De esta tectónica de valores nos percatamos a través del conflicto intergeneracional, pero a menudo interpretando erróneamente el desencuentro como una supuesta ausencia de valores en las nuevas generaciones. No es que los jóvenes carezcan de valores, sino que no los reconocemos como tales por no ser exactamente los nuestros. Solamente cobramos conciencia de este hecho cuando ha pasado tiempo suficiente o cuando llega el temblor de tierras, el terremoto o la situación excepcional que nos desvela que lo que creíamos firme (el suelo, el "sentido común") no lo era tanto. Esto mismo ocurrió de forma masiva durante la pandemia del SARS-CoV-2 (2020-2023) pero ocurre y ocurrirá conforme avance la tecnología, así como cada vez que resurjan temas controvertidos como la violencia obstétrica, la interrupción del embarazo, la eutanasia o los ingresos involuntarios entre tantos otros.
Ilustr. James Kerwin |
También sucede con frecuencia que entran en conflicto los valores de los profesionales y la institución en cuyo seno desempeñan su labor. Esto sería menos esperable, a priori, por participar teóricamente de una misión compartida como lo es procurar el mejor estado de salud posible de la población a cargo. Sin embargo el diablo suele estar en los detalles. En una institución sanitaria pública, creada precisamente para encarnar valores como el cuidado de la salud, la universalidad, la equidad... ¿se valora más la recogida de datos clínicos o la atención reposada y minuciosa de los pacientes?, ¿se presta más atención a indicadores de actividad o a los resultados en salud?, ¿la salud se mide simplemente como años de vida o se tiene en cuenta la calidad de vida de esos años?, ¿se invierte más en dispositivos tecnológicos o en capital humano y formación de los profesionales?, ¿se toman medidas activas para evitar que se cumpla la Ley de cuidados inversos? No solo se trata de que a menudo escasea la congruencia entre lo que se proclama (barato, lustroso) y lo que se lleva a la práctica (caro, fatigoso). Existe un considerable margen para la mejora de la gobernanza de las instituciones sanitarias. En la medida en que los profesionales no participen (o no se les invite) activamente a la hora de diseñar la organización se estará permitiendo que crezca una grieta entre ellos y la institución.
Los valores de los diferentes profesionales que abordan un mismo caso entran a menudo en conflicto, lo cual puede ser al mismo tiempo efecto y una de las causas por las cuales se sigue trabajando de forma tan disociada en el ámbito sanitario, permitiendo la aparición de los denominados "silos" o, como podríamos denominarlas sin temor a exagerar: "tribus sanitarias". El proceso de formación de los sanitarios consiste en mucho más que un laborioso aprendizaje de conceptos, técnicas y procedimientos. Llegar a ser sanitario, o especialista, implica también participar de un proceso de "enculturación", por medio del cual llegamos a hacer propias una serie de formas de comportarnos, vestir, hablar, y por supuesto un orden particular de valores. Ni siquiera un valor tan central como la vida se valora exactamente de la misma manera entre sanitarios si comparamos entre pediatras, geriatras, paliativistas, intensivistas o neurocirujanos.
Por último estarían los conflictos de valores entre los usuarios y la institución sanitaria, tal vez de las empresas humanas más reacias al cambio. Empezando por la simple denominación de unos y otros (¿los denominamos pacientes, usuarios, clientes?, ¿les hemos preguntado?), pasando por el diferente peso que se le puede otorgar a las comodidades de hostelería frente a la excelencia técnica, hasta llegar al importante punto de las discrepancias en torno a la participación de los propios beneficiarios a la hora de pensar la organización sanitaria.
4. Sufrimiento laboral, defensas, desgaste.
Todos estos encontronazos, roces y colisiones de valores son, a juicio del profesor Gracia, una causa fundamental (si no la principal) del desencanto laboral que atenaza a los profesionales de la clínica a día de hoy por todo el mundo.
Nosotros quizás no iríamos tan lejos, pero podemos afirmar que en efecto existe una relación entre la atención o desatención al mundo de los valores en la práctica clínica y el desgaste profesional de los sanitarios. Esta relación, sin embargo, no pensamos que transcurra en un único sentido sino que probablemente sea bidireccional, en forma de dinámicas que se retroalimentan.
Ilustr. James Kerwin |
Las estrategias defensivas algo protegen, claro está. Cumplen su cometido. Sin embargo traen consigo un elevado precio a pagar: no se puede estar emocionalmente disponible para el otro desde la actitud defensiva, impersonal o claramente hostil. ¿Qué recibe el profesional sanitario de vuelta? No es agradable ser acusado de trabajar en entornos deshumanizados u hostiles, y mucho menos darse cuenta de que efectivamente se ha estado contribuyendo a ello de forma inadvertida. Esa es la paradoja: los mecanismos que nos permiten sobrevivir mal que bien al trabajo nos roban paulatinamente las gratificaciones nucleares de la tarea, normalmente aquellas por las que escogimos nuestra profesión (y no otra) en primer lugar. De aquí a la creciente sensación de inseguridad, inutilidad y fracaso estamos tan solo a unos pasos.
Es por ello que afirmamos que los profesionales sanitarios son víctimas frecuentes de una situación circular: el desgaste profesional mina la moral, la confianza en las propias capacidades, con lo cual cada vez resulta más complicado abordar con serenidad las situaciones en que los valores entran en conflicto. Una salida puede ser la claudicación completa ante el otro, desistiendo de defender el propio criterio. Otra vía de escape habitual es la diametralmente opuesta: el rechazo frontal a cualquier preferencia manifestada por los pacientes, siempre que no coincida con nuestra visión del caso. Sobra decir que cualquiera de estas dos situaciones impide al profesional abordar de forma efectiva los conflictos de valores que inevitablemente irán apareciendo, cerrándose de esta manera el círculo del desgaste.
Ilustr. James Kerwin |
No sólo ocurre que el repertorio de nuestra propia conducta se restringe, llevándonos a una versión estereotipada de nosotros mismos, tan desvitalizada como inflexible. La adaptación pasiva a la realidad nos aleja de lo que alguna vez fue importante para nosotros más allá del trabajo o incluso dentro de éste. Como la arena del desierto es fácil que grano a grano, el trabajo vaya invadiendo nuestras estancias, atrancando puertas y ventanas, haciendo de la vida una cuestión de supervivencia.
Se hace cierta la afirmación de que el trabajo nos cambia más de lo que llegaremos a cambiar el trabajo.
5. Recalibrar el rumbo.
¿Qué se puede hacer cuando nuestro hábitat ha ido quedando reducido a ese pequeño espacio del que esperamos recibir el menor sufrimiento posible?. ¿Hay marcha atrás cuando descubrimos que la deriva de los mecanismos de defensa nos ha ido apartando, como una mar de fondo, de aquellos valores que hacen que nuestra vida tenga sentido?
5. Recalibrar el rumbo.
¿Qué se puede hacer cuando nuestro hábitat ha ido quedando reducido a ese pequeño espacio del que esperamos recibir el menor sufrimiento posible?. ¿Hay marcha atrás cuando descubrimos que la deriva de los mecanismos de defensa nos ha ido apartando, como una mar de fondo, de aquellos valores que hacen que nuestra vida tenga sentido?
Recuperar el control de la propia vida, también en lo profesional, podríamos decir que requiere operar con los valores a 3 niveles: el esclarecimiento, la deliberación y el compromiso.
A veces ayuda disponer de una cierta guía que nos facilite la labor, recorrer un listado de cuestiones vitales que nos lleve a preguntarnos: ¿cómo quisiera yo vivir en relación con los demás?, ¿qué es para mí ser un buen padre, madre o hijo?, ¿qué clase de persona quiero ser para quien me quiere?, ¿qué espero del ocio?, ¿cuál quisiera que fuera mi relación con la belleza, con el arte, con el disfrute o el cuidado de mí mismo?, ¿cuál es mi idea de lo que es el éxito?. Estos valores, ¿siguen vigentes o han cambiados?. ¿Eran realmente los míos o más bien los asumía de prestado, por inercia o mandato?.
Tener esto medianamente claro sería como hacerse con un mapa y una brújula con la que comenzar a guiarnos, o ser capaces de plantar un faro que nos sirva de referencia en las infinitas arenas del desierto.
Deliberar consiste en poner sobre la mesa cuáles son los valores que se ponen en juego ante una situación concreta, y sopesarlos con el objetivo de llegar a decidir el curso óptimo de acción. Es importante recordar en este punto que en los asuntos humanos rara vez existe una manera ideal de resolver los conflictos. Casi inevitablemente habrá alguna cesión, renuncia o daño. Deberemos por tanto ir más allá de las falsas dicotomías y los denominados cursos extremos (apostarlo todo a éste o aquel valor enfrentados) y decantarnos por una decisión que sea capaz de conciliar con menor daño posible todos los valores en juego.
Ilustr. James Kerwin |
No es que no "sepamos", como tan a menudo se dice, negarnos a las peticiones de los demás. Decir no. Poner límites. Decimos que no sabemos porque nos da miedo pagar el precio en forma de incomodidad, malestar y daños para la relación; o bien porque seguimos fantaseando con que habrá alguna forma indolora de hacerlo. Pero no la hay.
Aceptar es estar dispuesto a pagar el precio, lo cual es muy diferente a resignarse.
Es cierto que las personas tendemos a evitar el sufrimiento. Pero lo que verdaderamente aborrecemos es el sufrimiento gratuito, es decir, desprovisto de sentido o contrario a nuestros valores. Resignarse sería abrirse al sufrimiento a cambio de nada, tan solo el vano alivio de dejar de pelear.
Por el contrario las personas tenemos una capacidad sorprendente de soportar cualquier calamidad si contamos con los motivos apropiados. El compromiso con los propios valores permite la aceptación, la disposición a asumir los costes que implica actuar como creemos que debemos hacerlo.
Todo esto se puede hacer a nivel individual, pero haremos bien siendo capaces de llevarlo un paso más allá, introduciendo la deliberación en nuestras relaciones con pacientes, compañeros y representantes de la propia institución. El método deliberativo implica reclamar de vuelta la verdadera escucha en el escenario clínico, y también alumbra la posibilidad de hacer más participativos los entornos en los que trabajamos. Se trata, en definitiva, de abordar de forma operativa la tarea que compartimos todos los implicados en la asistencia sanitaria.
Ha sido un viaje largo y fatigoso, pero que tal vez nos haya ido revelando que el continente perdido de los valores no es en realidad un lugar misterioso, sino que hablábamos todo este tiempo de nosotros mismos. Como precarios equilibristas entre la vida autónoma del sujeto y nuestros grupos de pertenencia albergamos todo un mundo interior que va más allá de los hechos concretos. Contenemos un sistema de valores, unos más exangües, otros más hipertrofiados, que nos guían a la hora de actuar. Lo cual no evita, ni siquiera bien entrada la edad adulta, que a veces sintamos que caminamos algo perdidos.
Con la diferencia de que ahora ya sabemos lo que toca.
@JCamiloVázquez
Referencias:
- Gracia D. En busca de la identidad perdida. Triacastela, 2020.
- Gracia D. Como arqueros al blanco. Estudios de bioética. Triacastela, 2004.
- Segura J, Ferrer, M, Palma C, et al. Valores personales y profesionales en médicos de familia y su relación con el síndrome del burnout. Anales de psicología, 2006, 22 (1); 45-51
- Mena-Tudela D, Román P, González-Chordá V et al. Experiences with obstetric violence among healthcare professionales and students in Spain: a Constructivist grounded theory study. Women and Birth (en prensa)
- Ortiz-Fune C. Burnout como inflexibilidad psicológica en profesionales sanitarios: revisión y nuevas propuestas de intervención desde una perspectiva contextual-funcional. Papeles de psicología, 2018.
- Dejours C. Trabajo y sufrimiento. Modus laborandi, 2009
Todas las fotografías y sus derechos, excepto la primera y la última, corresponden al artista James Kerwin: más información en su página web, aquí.
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