En una entrada anterior ya hablamos de cuáles debían ser las funciones de un diagnóstico en salud mental. Vimos su parte útil y necesaria. Esta semana toca explorar su reverso inadecuado, esto es: aquello para lo que no deberían usarse los diagnósticos.
Para qué sirven las palabras
La palabra como tal (unión de dia- y gnosis) define aquello a lo que se llega a través de un proceso de razonamiento, es decir, una conclusión. En medicina, estaría referida al estado de salud o enfermedad de un individuo en un momento determinado. El grado de certeza de dicha conclusión es variable, pudiendo ir desde la hipótesis tentativa (que es la que se emplea principalmente en urgencias) hasta la confirmación definitiva (generalmente reservada a la autopsia, y no siempre deseable ni posible).
Para qué sirven las palabras
La palabra como tal (unión de dia- y gnosis) define aquello a lo que se llega a través de un proceso de razonamiento, es decir, una conclusión. En medicina, estaría referida al estado de salud o enfermedad de un individuo en un momento determinado. El grado de certeza de dicha conclusión es variable, pudiendo ir desde la hipótesis tentativa (que es la que se emplea principalmente en urgencias) hasta la confirmación definitiva (generalmente reservada a la autopsia, y no siempre deseable ni posible).
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Normalmente, a más tiempo dedicado al proceso, mayor será la certeza diagnóstica. El problema es que la mayoría de las veces interesa más actuar con rapidez que conocer al detalle el origen del malestar. Por eso decimos que el diagnóstico es una conclusión: señala lo que podemos afirmar sobre el problema cuando concluye el tiempo que consideramos razonable para pensar y llega el momento de actuar. Para el profesional, por tanto, el diagnóstico tiene un carácter esencialmente práctico o pragmático. Un diagnóstico resulta útil o nocivo en función de lo que permite hacer por el paciente.
Para el paciente, como dijimos, la principal ventaja del diagnóstico era la de ofrecer una cierta explicación a su padecimiento, disminuyendo así el malestar que genera la propia incertidumbre. A medida que el lenguaje médico se ha ido tecnificando las explicaciones basadas en diagnósticos se han vuelto menos satisfactorias, ya que el divorcio entre los códigos compartidos por médico y paciente se ha hecho cada vez más evidente. Nos damos cuenta así de que la otra función principal de las palabras es la de poner nombre o definir conceptos. Alguien dijo una vez que para nosotros sólo existe aquello que podemos nombrar. Y es que las palabras son el instrumento mental que nos permite conocer y domesticar el mundo. Parcelamos la realidad a través de construcciones gramaticales, inofensivas sólo en apariencia. Con los diagnósticos pasa lo mismo.
Usos y abusos frecuentes
Si aceptamos estas premisas nos encontramos ante dos funciones principales para los diagnósticos, cada una de ellas con su propio repertorio de consecuencias según quién y cómo las use:
a) Función pragmática: ¿qué nos permite hacer el nombre que hemos puesto?
b) Función connotativa: ¿qué nos dicen las palabras de la esencia de lo que nombramos?
Vemos así que tradicionalmente han existido unos intereses diferenciados a la hora de emplear los diagnósticos en consulta. El profesional quiere unas determinadas palabras para hacer cosas con ellas. El paciente normalmente las demanda para conocer, para saber qué le está pasando. En principio, estos dos intereses se bastan para dar lugar a una relación médico-paciente típica. Pero tanto el profesional como el paciente pueden ir más allá y comenzar a emplear el diagnóstico de nuevas formas. Además, como las palabras son de dominio público, otros agentes, tales como gobiernos, empresas, universidades, pueden también comenzar a manejarlos en su beneficio. Un ejemplo de buen uso alternativo para un diagnóstico sería el popular empoderamiento del paciente, que no es más que ampliar la capacidad del paciente para que éste haga cosas en su propio beneficio, normalmente tras proporcionarle información y unos medios adecuados. Eso sería hacer un uso pragmático y favorable del diagnóstico. Pero ¿qué clases de malos usos se le pueden dar a los diagnósticos? ¿Hasta qué punto pueden ser perjudiciales?
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¿Para qué no debería servir un diagnóstico?
1) Para simplificar excesivamente la realidad
Si algo hemos aprendido los médicos a base de mucho desengaño es que el funcionamiento del organismo es extremadamente complejo. Muy pocas denominaciones diagnósticas se refieren a enfermedades en el sentido estricto de la palabra: cuadros con un origen concreto, una evolución esperable, unos síntomas reconocibles y una resolución previsible (p.ej: el Sarampión). La mayor parte de las patologías que maneja la medicina (y no digamos la psiquiatría) son síndromes, es decir, agrupaciones de síntomas en función de una tendencia estadísticamente comprobada a aparecer juntos, al margen de su verdadera causa. ¿Cuál es el riesgo evidente de creer que los diagnósticos definen procesos o entidades naturales con exactitud? Pues que podamos llegar a tomarnos demasiado en serio los manuales tipo DSM, que tienen una enorme utilidad, pero que en la práctica deben ser interpretados y matizados a la luz de una complejidad que desborda cualquiera de sus capítulos.
2) Para justificar tendencias sociológicas
Términos como Síndrome Post-vacacional, Mobbing, Bullying, Depresión invernal, Síndrome de Stendhal... pueden resultar evocadores e incluso pertinentes, porque sin duda describen situaciones que se dan con cierta frecuencia en nuestro entorno actual. Pero estos diagnósticos de nuevo cuño encierran dos peligros: al emplear el lenguaje médico tienden a poner el acento del malestar en el individuo, en lugar de hacerlo sobre determinados condicionantes de tipo social y que para nada son parte de entidades naturales, como son la competitividad, la inestabilidad laboral, el hedonismo o la intolerancia al malestar. Por otro lado, al usar términos como síndrome o trastorno, se erosiona la propia validez de estas palabras, llevando a pensar que cualquier ocurrencia sonora adquiere validez científica y desprestigiando la práctica médica.
3) Para hacer negocio
Es evidente que los incentivos económicos influyen, ya sea deliberada o inconscientemente. Es por ello que existe una tendencia clara hacia el incremento del número de diagnósticos médicos y psiquiátricos. Por un lado la normativa para la comercialización de fármacos exige que cada molécula vaya emparejada al menos con una indicación (una patología para la que se demuestre utilidad). Esto promueve la creación de campañas publicitarias dirigidas a incrementar la importancia de un determinado diagnóstico con la finalidad de dar salida comercial a medicamentos. Algo similar ocurre con las instituciones académicas y los popes de cada especialidad. Los diagnósticos representan parcelas de conocimiento y prestigio profesional que pueden ser cultivadas para mayor gloria de las propias investigaciones, aunque hipertrofien innecesariamente el impacto de determinados diagnósticos.
4) Para eludir la propia responsabilidad
Tema recurrente en los tribunales de justicia y a veces presente en los hogares de personas con enfermedad mental. En función de lo que convenga, algunos estereotipos acerca de la locura y la creencia de que todo trastorno conlleva la inimputabilidad, pueden ser empleados para intentar hacer pasar como inevitables determinadas conductas sobre las que sí existiría cierta capacidad de reflexión, control y ejecución. Este problema, aparentemente complejo, se resume en que la valoración de la responsabilidad se lleva a cabo de forma individual, gradual, para un momento concreto, y de ninguna forma depende únicamente de una etiqueta diagnóstica.
Esculturas de Juan Muñoz |
5) Para conferir identidad
En línea con el punto anterior, algunas personas tienden a acomodarse en el rol de enfermo. Esto significa que encuentran en el diagnóstico médico una versión de sí mismos más satisfactoria que cualquier otra que tuvieran previamente. Cuando esto sucede en psiquiatría suele ocurrir que se le está concediendo una fuerza explicativa al diagnóstico que éste no posee. Una, dos, tres palabras difícilmente podrán evocar el conjunto de lo que somos nosotros junto con nuestras circunstancias. Por ello, quien se identifica demasiado con un diagnóstico normalmente está huyendo de quien realmente es o de lo que le pasa. Es nuestro deber no crear o intentar neutralizar esos parapetos, que no hacen sino perpetuar el verdadero problema.
En línea con el punto anterior, algunas personas tienden a acomodarse en el rol de enfermo. Esto significa que encuentran en el diagnóstico médico una versión de sí mismos más satisfactoria que cualquier otra que tuvieran previamente. Cuando esto sucede en psiquiatría suele ocurrir que se le está concediendo una fuerza explicativa al diagnóstico que éste no posee. Una, dos, tres palabras difícilmente podrán evocar el conjunto de lo que somos nosotros junto con nuestras circunstancias. Por ello, quien se identifica demasiado con un diagnóstico normalmente está huyendo de quien realmente es o de lo que le pasa. Es nuestro deber no crear o intentar neutralizar esos parapetos, que no hacen sino perpetuar el verdadero problema.
6) Para controlar o someter
Por último, pero no menos importante, está el tema central de lo que fue la lucha antipsiquiátrica, algunas de cuyas lecciones (no todas) deber tenerse siempre en mente. Algunos enfermos psiquiátricos constituyen probablemente el eslabón más débil de la sociedad. Por su facilidad para salir del discurso compartido y su escasa capacidad para defenderse de forma efectiva siempre tenderán a convertirse en el chivo expiatorio de todos los demás. Es por ello que debemos estar atentos ante la amenaza del estigma, la tendencia a magnificar las diferencias entre el enfermo mental y todos los demás con el objetivo de sentirnos más sanos, más seguros y tranquilos. Esta tendencia suele cristalizar cada cierto tiempo en reformas legales desafortunadas o medidas de excepcionalidad que por supuesto jamás aceptaríamos para quien no acarreara consigo etiqueta alguna. Es por ello que la legislación debe ajustarse siempre a las recomendaciones profesionales, y no al sentir de sucesos que conmocionan a la sociedad.
En conclusión, las palabras -y los diagnósticos no dejan de ser más que eso- no son en sí buenas ni malas. Tienen, como hemos visto, su parte necesaria y sus trampas a evitar. Como cualquier herramienta, retratan a las personas que las emplean por el modo en que hacen uso de ellas. Darles excesivo valor o directamente negárselo probablemente sean movimientos subordinados a luchas personales ajenas a la práctica clínica. Porque las palabras, indefensas, no pueden decir nada. Y sólo pueden esperar que las tratemos con cariño y responsable precisión, o bien mudamente presenciar cómo las mellamos y desgastamos empleándolas en aquello para lo que no fueron concebidas.
¡Excelente post, gracias por compartir tus conocimientos con los demás!
ResponderEliminarEnhorabuena por el post. Precisamente sobre este tema quería escribir en la entrada inaugural de un blog que estoy creando llamado Psiquiatría y sentido común (aún en proceso, pero próximamente en blogger). la experiencia me dice que lo más útil son las grandes aproximaciones diagnósticas sindrómicas y luego una buena formulación de las necesidades y problemas de cada persona. Volveré a hacer un comentario con el link cuando los próximos días esté publicado
ResponderEliminar¡Muchas gracias por vuestros comentarios!
ResponderEliminarGuillermo, estaremos muy interesados en leer tu nuevo blog, así que nos encantaría que nos pasaras el link en cuanto lo tengas. Coincidimos con lo que comentas acerca de la aproximación sindrómica, y por supuesto la formulación de necesidades y problemas para ofrecer un tratamiento lo más adecuado para cada paciente.
¡Feliz año a los dos y seguimos en contacto en la blogosfera!