domingo, 15 de diciembre de 2013

Si todo es enfermedad, ¿entonces qué es la vida?

Hace unas semanas nos hacíamos eco de una campaña lanzada por el SES (Servicio Extemeño de Salud), cuyo lema rezaba: “Es la vida, no una enfermedad”. Nos pareció interesante que además de desaconsejar el uso de ansiolíticos y antidepresivos en el desamor y exámenes, en el mismo saco se metieran los resfriados y el mal uso de antibióticos. La medicalización de la vida cotidiana es una constante desde hace ya varios años en la asistencia sanitaria pública y privada. ¿Las causas? Multifactoriales, como decimos en los textos científicos, y así llanamente podríamos decir que una mezcla de imprudentes buenas intenciones y maquiavélicos intereses comerciales. Por supuesto la sociedad y paradigmas de nuestra época como marco más que influyente. Como de los maquiavélicos intereses comerciales estamos más que servidos por los continuos escándalos que salpican contínuamente los medios de comunicación, nos interesaría más hablar de las imprudentes buenas intenciones.

Los médicos nos formamos en nuestra larga y ancha profesión con una vocación muy generalizada de adquirir conocimientos para buscar soluciones. Eso nos apasiona, y no nos importará pasar largas horas de estudio, buscar el artículo más difícil de conseguir donde haga falta, o reunirnos en eternas sesiones clínicas debatiendo los tratamientos más idóneos para nuestros pacientes. Nuestra mayor satisfacción, impagable verdaderamente, es aquello de curar, aliviar o consolar, dependiendo de lo que esté a nuestro alcance. Pero si hay que ir lejos para que esté a nuestro alcance, iremos, de eso no hay duda porque es lo que hacemos desde que entramos en la facultad. Hasta aquí todo muy bien, pero como dicen, de buenas intenciones está empedrado el camino hacia el infierno. ¿Qué pasa cuándo cargados de todo nuestro arsenal de sabiduría sólo disponemos de cinco minutos para curar, aliviar o consolar a la persona que tenemos en frente? Demasiado enfrascados en el modelo problema-solución al que nos acostumbran en el sistema educativo, intentamos poder dar con esa solución lo más acertada posible. Lo que sucede es que hemos dedicado infinitamente más tiempo a estudiar las bondades de los antibióticos o antidepresivos que a evaluar los síntomas y contexto que nos cuenta el paciente. Y la solución parece clara: prescribimos la pastilla. La realidad, según un reciente editorial del BMJ (British Medical Journal), es que se prescriben más antidepresivos y ansiolíticos en atención primaria que en las consultas de psiquiatría en el sistema público de salud. Se debe a la escasez de tiempo para manejar situaciones complejas. Al menos los psiquiatras tienen, en el mejor de los casos, cuarenta minutos para evaluar al paciente que acude por primera vez. Algo parecido debe pasar con la prescripción de los antibióticos, pero lo nuestro es la salud mental y de eso vamos a continuar hablando.

Ilustr. GettyImages 
Indudablemente estamos inmersos en una clara psiquiatrización y psicologización de la vida cotidiana. Cada vez más situaciones que antes lograban resolverse en el seno de la familia, la comunidad, u otras organizaciones no profesionalizadas acuden a las consultas de psiquiatras y psicólogos. Los medios de comunicación encuentran gran beneficio en hacerse rápidamente eco de un número creciente de supuestos síndromes que cubren casi todas las situaciones temporales y espaciales que podamos imaginar: depresión postvacacional, mobbing, bullyng... Hace pocos días incluso leíamos en internet el término depresión invernal. Por otra parte las palabras que definen las enfermedades mentales más severas: depresión, paranoia, bipolaridad, esquizofrenia, histeria... se han mediatizado y banalizado tanto que la confusión es máxima. Ya hablábamos de que no es fácil saber cuándo uno va a necesitar asistencia psiquiátrica o psicológica, por lo que si existe la duda lo recomendable es consultarlo con un especialista.

Es en el lado de los profesionales donde debe estar la responsabilidad de evaluar cuatro parámetros clave:
Síntomas que cuenta el paciente
Contexto personal y social
Tratamientos disponibles aplicables
Probabilidad de que éstos sean más efectivos que dañinos

Conscientes del avance de la ciencia y de las posibilidades cada vez mayores que ofrece, son ya muchas las voces que alertan contra el peligro de iatrogenia (es decir, daño o consecuencia negativa directa de un acto terapéutico). Cualquier actuación sanitaria conlleva un riesgo de efectos nocivos y no deseados, y la mayoría de los medicamentos poseen efectos secundarios. Por ello el principio ético más valorado actualmente en medicina es el de no maleficiencia, también llamado primum non nocere. Esto que está más claro a nivel de psicofarmacología no parece tanto estarlo a nivel de la psicoterapia. Pareciera que un poco de psicoterapia “nunca viene mal”, pero como hemos dicho antes, prácticamente no existe actuación sanitaria sin efecto adverso. Y la psicoterapia es asistencia sanitaria por lo que igualmente debe ser evaluada su idoneidad.

Ilustr. GettyImages
Los profesionales de la salud pueden no ser los únicos responsables de la medicalización de la sociedad, pero sí son los que en última instancia pueden decidir aplicarla o no. Ya se está hablando de lo que se denomina prevención cuaternaria, es decir, el nivel de prevención que evita o atenúa las consecuencias de una actividad innecesaria o excesiva del sistema sanitario. En salud mental correspondería a actuaciones como el no tratamiento, propuestas por psiquiatras como Alberto Ortiz Lobo. La clave reside en considerar si ante el problema humano que tenemos delante vamos a obtener mejores resultados considerándolo una enfermedad que si no fuera tratado como tal. Y también, si con la prescripción de un tratamiento de cualquier tipo vamos a generar unas esperanzas y expectativas que tienen pocas o nulas posibilidades de cumplirse. Para ello el factor tiempo es indispensable, y el profesional en su consulta debe disponer con tranquilidad de él para que tras una completa evaluación y exploración, y tras recapitular posibles tratamientos, llegue a la conclusión de que para la persona que tiene en frente es más beneficioso el no tratamiento y el alta. El tiempo también es necesario para el propio acto de la indicación de no tratamiento, ya que éste se trataría de modificar la visión que el paciente trae de sí mismo, aclarando sus dudas, y resignificando su narrativa de incapacidad. Podemos conseguirlo mediante la contextualización de su sufrimiento en su biografía, sus circunstancias, y así propiciar un papel más activo que le lleve a gestionar sus propias emociones y afrontar por sí mismo las situaciones fuera del contexto sanitario. Es lo que también se ha llamado resignificación, en realidad una intervención psicoterapéutica muy breve (una o dos consultas).
Ilustr. Joel Robison
La prevención primaria pertenece más al ámbito de la atención primaria, por eso, en el nivel de asistencia especializada no debemos simplemente dedicarnos al modelo problema-solución, o mejor dicho, síntoma-tratamiento. Mucho menos cuando haciendo uso de nuestra capacidad crítica podemos discernir con bastante claridad las ventajas e inconvenientes del tratamiento en cuestión. En salud mental, la prevención cuaternaria podría considerarse un acto terapéutico en sí y además puede ser muy satisfactorio, pues su función es devolver a la persona que tenemos en frente su autonomía y su confianza en ser portador de la apreciada salud.

3 comentarios:

  1. ¡Excelente entrada!
    Tendríamos que "medicalizar"(para poder alargarlo) el tiempo que dedicamos a nuestros pacientes, que como bien dices, resulta muchas veces insuficiente.

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  2. ¡Muchas gracias por tu comentario! Tienes toda la razón, el tiempo debería ser "medicalizado", y aquí sería un sentido más que positivo.

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  3. Básica la frase que habéis puesto de "el factor tiempo es indispensable"... Ufff!

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