Hace más o menos un año colgamos en este blog de psiquiatría y psicoterapia una entrada sobre un libro de relatos, Doctor Krupov. Pensamos que es buen momento para repetir.
Es un tópico afirmar que leer buena literatura enriquece a las personas. En el caso de los profesionales de la salud no sólo es algo que nos sienta bien, como al resto, sino que se convierte en una parte absolutamente necesaria de la imprecisa mezcla que quizás dé lugar a un buen profesional. Sin embargo, esto que cada día tenemos más claro, no siempre se dice ni mucho menos aparece reflejado en los programas oficiales.
Somos de la opinión de que, en la mente en la que no encontramos cultura general, donde no hay suficientes lecturas o experiencias de vida, se extiende un vasto hueco de conocimiento, como un solar despejado. Se trata éste de un tesoro codiciado por todos los líderes de opinión de la historia: una mente deseando encontrar explicaciones, especialmente cuando acucie la angustia (y ese momento siempre llega) ante lo desconocido. Una mente manipulable, a través del miedo.
Si no hemos vivido o disfrutado de esa maravillosa vida vicaria que es la lectura, todo ese espacio mental se irá llenando de teorías y construcciones racionales. No hay nada más peligroso para las personas que una cabeza llena de teorías sin un sentido común que le añada los matices y las ordene. Parece que en salud mental lo vamos teniendo más claro, pero ¿qué pasa con el resto de la medicina?.
Cuando los autores de este blog colaborábamos en el portal de reseñas literarias El Mar de Tinta, creímos que era imprescindible rescatar uno de los libros que mejor refleja este peligro. Aunque hayan pasado 40 años desde que se publicó, esta novela de médicos sigue siendo una de las lecturas básicas para que los médicos no pierdan el rumbo entre cantos de sirena.
Se trata de una lectura que recomendamos a cualquier profesional sanitario, pero también al público general. Muchas veces son nuestros pacientes los que nos recuerdan que debemos permitirnos sufrir y, volviendo a ser humanos, conectar con ellos. Perderse esto es obviar una de las circunstancias que hace maravilloso nuestro trabajo: la reciprocidad.
Os dejamos con la reseña.
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LA CASA DE DIOS
Mucho
antes del enorme éxito de la ficción sanitaria televisiva fue una
novela la que vino a ventilar el hermético mundo de las batas
blancas. Ya desde su primera edición, La casa
de Dios se convirtió en el libro de referencia para todos aquellos
infelices que, año tras año, culminan sus estudios de medicina sin
saber realmente lo que les deparará el futuro. Las respuestas, desde
entonces, se las brinda magistralmente Samuel Shem.
Salvar vidas. Ese es el
lema que traen por bandera los jóvenes licenciados que, como Roy
Basch, inician su internado tras los muros de la prestigiosa Casa de
Dios. Pero la realidad del hospital pronto se encargará de desmentir
cualquier ilusión en torno a gestas heroicas, diagnósticos
enrevesados o a la más que improbable curación. A medida que se
vayan viendo impregnados en sangre, heces, y otros fluidos
corporales, los incautos médicos irán comprendiendo que la Medicina
de los libros de texto ha transmutado en algo totalmente inesperado y
absurdo. Guiados por la cínica y pantagruélica figura de El Gordo,
Roy y sus compañeros de promoción, tratarán de sobrevivir cuerdos
a la inhumana tarea de preservar la salud de los otros.
Las leyes de la Casa
de Dios.
Salvando los precedentes
de Anatomía de un hospital (1971), la cinta de Arthur Hiller que
retrató el rocambolesco derrumbe de un hospital neoyorkino sobre sus
cimientos, y la Némesis Médica (1975) de Ivan Illich, el mundo de
la medicina había sido siempre respetado como la vaca más sagrada
de la sociedad moderna. Esta novela, marcadamente autobiográfica y
amparada tras el seudónimo de Shem, fue pionera en cuanto a hacer
pública una realidad que poco tenía que ver con el romántico ideal
de la medicina de antaño. Embelesada por los avances tecnológicos,
desbordada a nivel organizativo y sorda al padecimiento de pacientes
y profesionales, la medicina hospitalaria movía sus engranajes
emitiendo un continuo y enmarañado lamento.
Samuel Shem (Stephen
Bergman) tuvo la oportunidad de captar ese lamento y plasmarlo en
primera persona, creando una novela que recoge de forma vívida la
confusión que suele acompañar a lo nuevo. Pero incluso en aquellos
convulsos años setenta no todo era caos en La Casa de Dios. Como
bien se encargará El Gordo de transmitir a “sus polluelos” a lo
largo de la novela, en La Casa existen una serie de reglas que conviene conocer antes de le destrocen a uno. Porque, aunque
apócrifas y en apariencia ridículas, estas leyes no escritas se
demostrarán irrebatibles una y otra vez.
Las dos primeras hacen
referencia a los GOMER (“Get Out of My Emergency Room!”).
Y es que “los GOMER nunca mueren” (primera ley) y además “se
van al suelo” (segunda ley). Estos pacientes, ancianos demenciados,
socialmente deshauciados, “que habrían muerto tiempo atrás si no
fuera por nuestro empeño en mantenerlos vivos a toda costa” se
revelarán desde el primer día como las víctimas y verdugos de
aquel médico que intente curarlos. Asumir las dos primeras leyes
supondrá empezar a captar a los GOMER, en su semi-inmortalidad, como
lo que son: la arenilla que hace crujir la maquinaria de un sistema
atascado en sus propias contradicciones.
La gran mentira de la
medicina moderna.
Estudiar. Trabajar. Darlo
todo por los pacientes. Dejarse la piel hasta salvarlos.
Ese es el mandato que los responsables
docentes transmitirán a unas mentes ávidas de conocimiento.
Solicitar pruebas diagnósticas. Corregir. Intervenir. Repetir el
proceso si algo falla. Insistir. Pero incluso los aprendices más
entusiastas comprobarán que algo no acaba de cuadrar.
Agotados por las furiosas
noches de guardia, aturdidos ante las muertes sin sentido y las
supervivencias más deshonrosas, náugrafos ante su propio deseo de
vivir y la emoción de los apresurados líos de cama, Roy, Chuck,
Runt el Enano y el sureño Potts se encontrarán librando una batalla
para la que su mejor arma será la desobediencia. “Acicalar y
largar”, “rebotar” a los pacientes, “ubicar” lejos del
hospital y la más importante: “no hacer más daño”. “No hacer
nada” como actitud vital. Aceptar humildemente la derrota que uno
comienza a sufrir en el mismo momento en que, por miedo a la muerte,
cae en la trampa de intentar “curar” a cualquier precio.
A lo largo de todo un año
de formación, y envueltos en la indignación paralela del escándalo
Watergate, abrirán los ojos a una realidad diametralmente opuesta a
la versión oficial. Sea cual sea la rotación: Medicina Interna,
Cuidados Intensivos, Aparato Digestivo... todas tendrán en común
ese callado desencuentro entre la flamante mitología de la profesión
y el desamparo de los internos. Víctima a su vez de un sueño
secular, la curtida jerarquía se verá incapaz de abandonar la
ilusión de la domesticación de la realidad: empaquetar la
enfermedad. Llamarla conocimiento. Intentar poseerla. Creer
obtusamente que uno la tiene dominada. Y entregar la propia vida a
esa causa perdida.
A esta brecha
generacional se le unirán sus hijos bastardos: el chantaje
vocacional, la negación de la evidencia, la fosa común de las
emociones prohibidas y las defensas a flor de piel. Tal y como
intentará hacerle entender la intuitiva novia de Roy Basch, mientras
los internos se pregunten si no estarán ellos locos en lugar del
mundo, el gran secreto de los popes de la medicina moderna seguirá
oculto tras las botellas vacías, los matrimonios agostados y una
mancha indeleble sobre el asfalto del aparcamiento de La Casa de
Dios.
Camino de salvación.
La novela de Shem puede
ser leída como la historia del maltrato institucional al médico en
formación, situación que, sin ser la que era hace treinta y cinco
años, no ha cambiado tanto como para que la popularidad de la obra
decaiga. Es también un alegato lúcido contra la iatrogenia y otros
excesos de la medicalización de la sociedad, reclamando como
alternativa la restitución del humanismo como eje inexcusable de la
atención sanitaria.
El estilo de Shem,
preservado en su esencia por la traducción de Jesús Zulaika,
consigue transmitir esta profunda sabiduría sin renunciar a sacudir,
a emocionar. El lenguaje es plástico, carnal, ácido, y se permite
algún arrebato de lirismo. El tono, a veces tierno, a veces
despiadado, es siempre honesto y lleno de pasión. La sensualidad
está presente en muchos pasajes, algo muy de su época y que se
viene a sumar a otros ecos del clíma contracultural en el que se
concibió la novela.
Pero algo muy
contemporáneo late entre líneas, manteniendo su atractivo. Algo que
va mucho más allá de la dureza del trabajo de cuidar humanos, y de
la necesidad de rebelarse, aunque sea silenciosamente, ante los
abusos del poder. Shem no sólo habla de resistir. Propone la unión
como única forma real de vida. La Casa de Dios nos habla del poder
curativo de la relación. No ha de extrañar a nadie que Shem se
hiciera finalmente psiquiatra, y que de esa experiencia acabara
surgiendo una segunda novela, secuela de La Casa de Dios. Pero eso
daría para otra reseña.
El autor ofrece una charla acerca de su obra, que gira en torno al poder de la relación.
Curiosas coincidencias... Mirad lo que escribía yo en mi blog (al que por supuesto estáis invitados) hace unos días.
ResponderEliminar"Seré breve: para un profesional de Salud Mental, leer esta novela de Samuen Shem es tan ilustrativo, desafiante y formativo como para un médico general leerse la otra novela de Shem (La casa de Dios).
Una forma de narrar, a través de la ficción, la cruda, intensa, y a veces absurda realidad de la psiquiatría (en cualquiera de sus formas)."
http://psiquiatriapocoapoco.blogspot.com.es/2015/03/recomendacion-literaria.html
¡Nos encanta la coincidencia! Desde luego es una referencia ineludible. No habíamos visto tu entrada, pero afortunadamente eso debe de querer decir que el mensaje está en el ambiente. Un saludo y gracias por tu invitación.
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