Continuamos esta serie de entradas dedicadas a los problemas de
convivencia con menores.
Aquí la primera de ellas: "No sé qué hacer con mi hij@"
Ilustr. Calvin & Hobbes. Bill Waterson. |
A veces en un hogar previamente apacible comienzan a aparecer
rabietas que desbordan a los padres, discusiones en torno a la falta
de colaboración en casa, preocupación ante un bajón en el
rendimiento académico... Los padres pueden preguntarse si estarán
haciendo algo mal, si no se estarán equivocando en algo. Esa
posibilidad a veces genera tanta culpa que ésta pasa a convertirse
en una desagradable una “patata caliente” lista para ser arrojada
al “problemático” menor, aunque no seamos muy conscientes del
proceso.
Antes de nada es de justicia reconocer que, al criar a sus hijos,
todo padre o madre hace lo que puede. Como
se suele decir, los niños no vienen al mundo con un manual de
instrucciones. Y resulta obvio decir que prácticamente nadie quiere
hacer daño a sus hijos.
Sin embargo no siempre acertamos.
Por eso es bueno recordar
rápidamente la
diferencia entre culpa y responsabilidad.
Alguien es culpable si actúa a sabiendas de que hacerlo de
determinada manera tendrá unas consecuencias concretas (generalmente
negativas). En la culpa hay una intención más o menos directa de
provocar lo que acaba ocurriendo, o bien un rechazo a tener en cuenta
las consecuencias.
Ilustr. Calvin & Hobbes. Bill Waterson. |
En cambio, somos responsables cuando somos capaces de entender
que nuestros actos tienen consecuencias, y nos comprometemos con este
hecho para que, al actuar, las cosas salgan lo mejor posible. Puede
que surjan consecuencias indeseadas, pero desde luego esa no es la
intención.
Por lo tanto, muy pocas personas son culpables de los problemas
con los hijos, pero todos somos en cierta medida responsables.
Nuestras acciones tienen consecuencias y debemos aprender a vivir con
este hecho, sin atribuir lo que ocurre a las intenciones de una única
persona.
································
Esto, llevado al tema que nos ocupa, se traduce en que, por supuesto,
el menor debe aprender a comportarse “adecuadamente” (y
ponerlo en práctica), pero es responsabilidad de los padres el
ayudarle a conseguirlo a través de la educación. Se trata de
una tarea compartida, mediante la cual se transmite progresivamente
la responsabilidad desde los padres (quienes inicialmente la
monopolizan) hacia los hijos, hasta alcanzar ese momento en que serán
plenamente autónomos.
Para llegar a buen puerto en la educación de los hijos
normalmente no hace falta la orientación de ningún profesional.
La mayor parte de familias se las apaña bastante bien gracias a la
suma del sentido común de los padres y la “buena madera” de los
hijos. Salvo dificultades importantes las familias resultan sistemas
muy flexibles, por lo que suelen ser capaces de adaptarse a los
cambios y superar los conflictos que nos trae la vida sin mayores
problemas.
Nuestro papel como profesionales de la salud mental tiene más
de sentido cuando los comportamientos conflictivos se enquistan en el
tiempo o, por su intensidad (autolesiones, agresiones) desbordan la
capacidad de la familia para metabolizarlas. Una de las cosas que
suele impedir superar estas situaciones con éxito es que a veces las
alteraciones de conducta son lo suficientemente molestas o
angustiosas como para enrarecer rápidamente el clima familiar. La
clave con estas alteraciones de conducta (un tecnicismo utilizado
frecuentemente para definir cualquier cosa que alguien haga y moleste
a otra persona) no suelen encontrarse tanto en el acto en sí mismo,
sino en las consecuencias que probablemente acabarán teniendo sobre
las relaciones familiares.
Cuando la tensión alcanza determinado punto los miembros de la
familia pueden tardar tiempo en calmarse de nuevo, por lo que no
es raro que se activen actitudes de excesiva vigilancia y reproches
que rápidamente sentarán las bases de un círculo vicioso. El
problema fundamental de un círculo vicioso se hace patente cuando
los intentos de las partes para ponerle solución solo sirven para
añadir más leña al fuego. Es típico percibir que, al mismo tiempo
que el sufrimiento aumenta, disminuye la capacidad de saber qué está
ocurriendo exactamente. Al final uno acaba tan inmerso en el problema
que acaba perdiendo por completo la perspectiva del conjunto.
Ilustr. Zits. Jerry Scott & Jim Borgman. |
El profesional, en estas situaciones, tiene dos ventajas.
En primer lugar, al ser personajes “recién llegados” al drama
podemos observar sin tomar partido. Desde nuestra posición es
más sencillo observar el círculo vicioso desde fuera. Así, podemos
hacer de vigías, que describen lo que ven desde su precaria atalaya.
Otra ventaja que aporta el profesional es el conocimiento técnico
que, no siendo enorme, sí nos hace disponer de algunas bases sólidas
que nos permiten afirmar qué cosas suelen agravar o mejorar la
situación, independientemente del caso.
Por supuesto cada caso individual es único, y ahí radicará el
grueso de nuestro trabajo. Es necesario disponer de mucha
información acerca de quién es ese supuesto menor problemático,
quiénes son sus padres, si hay hermanos o no, cómo fue la relación
de los abuelos con sus hijos, al servicio de qué están las
conductas que tanto preocupan ahora a los padres o de dónde surge su
angustia...
Todo esto deberá ser abordado en consulta, y la primera conclusión
que deberíamos sacar todos los implicados en la terapia es que nunca
hay un solo culpable, sino varias personas responsables, cada una
en su medida. Y hará falta un poco de paciencia antes de dar con la
solución a lo que suele ser un conflicto ya viejo cuando llega a
consulta. Lo primero probablemente será poner frenos a las conductas
más generadoras de angustia, pero estando dispuestos a escuchar
genuinamente el sufrimiento que suele haber oculto detrás de ellas.
Como decíamos en el post anterior, las bombas de relojería que
estallan en la adolescencia se suelen armar durante la infancia. Por
este motivo, cuanto antes nos apliquemos en desativarlas, mejor para
todos.
Aquí queremos enlazaros un documento con 12 consejos orientados a la
creación de hábitos. Deben ser consideradas como una estructura
mínima para que el menor sea capaz de organizar su comportamiento.
La mayoría de padres sentirán al leerlas que siempre han formado
parte de su estilo educativo. Sin embargo otras personas podrán
darse cuenta de que quizás, en el fragor del conflicto o con el paso
del tiempo han ido abandonando aspectos que eran importantes.
Para terminar, y como complemento a la lista, os enumeramos algunos
de los errores más frecuentes a evitar:
·
Existe división entre los padres, con diferentes posturas
respecto a la educación de los hijos: no hay
nada que dinamite a mayor velocidad la educación (y la pareja)
que aplicar criterios diferentes frente a los hijos. Las
discrepancias, lógicas y normales, han de estar negociadas para presentar una postura común al menor.
·
Poner normas que no son coherentes con nuestra conducta: los
adolescentes son especialmente poco compasivos con las
contradicciones que detectan en sus padres, y con razón.
·
No respetar los acuerdos o levantar prematuramente los castigos:
la inconsistencia en la aplicación de las
consecuencias simplemente debilita cualquier norma que intentemos
promover.
·
No hablar acerca de lo sucedido tras una discusión: puede
ser tentador olvidarse del tema cuando por fin todo está más
tranquilo, pero eso solo hará que el problema se repita y que
acumulemos resentimiento.
·
Razonar excesivamente con el menor en la esperanza de que
no se enfade o disguste: lógicamente es
necesario que tenga una explicación sensata de por qué los
padres han decidido que será beficioso para él actuar de
determinada manera, pero la norma no admite discusión con el
hijo.
·
Condicionar el amor a la conducta: puede
ser extremedamente angustioso para algunos menores sentir que
pueden perder el amor de sus padres en función de lo que hagan. A
veces esta angustia se presenta precisamente como actitudes
rebeldes que pretenden poner este amor a prueba. Sin embargo el
amor debe ser incondicional, y se debe emplear cualquier medio
para que el menor lo pueda entender así.
·
Ceder a la angustia: si hubiera que
resumir todos los puntos previos en uno diríamos que, en general,
los fallos en la educación tiene que ver con la necesidad de los
propios padres de no sufrir tanto. Hacer lo que toca casi nunca es
sencillo. Y si sabemos lo que queremos hacer y por qué, será más
fácil asumir el coste inevitable.
|
En la próxima entrada reflexionaremos acerca de las
trabas que hoy en día se encuentran los padres para poder llevar
todo esto a cabo.
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