lunes, 30 de enero de 2017

¿Cambian realmente las personas?

De anodino profesor de instituto a productor de metanfetamina y peligroso narcotraficante.

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¿Quién no ha disfrutado de Breaking Bad? Esta exitosa historia a caballo entre EEUU y México muestra la transformación de Walter White, iniciada en el momento en que se le diagnostica un cáncer terminal. Para cuando termina la quinta temporada resulta, en algunos aspectos, difícil de reconocer para sus más allegados. Al mismo tiempo nos damos cuenta de que, a pesar de su transformación, el protagonista sigue siendo más Walter White que nunca.

La deriva de Walter nos sirve de excusa para traer a primer plano una pregunta que nos hacen y nos hacemos muchas veces en consulta. ¿Hasta qué punto puede cambiar una persona? ¿Qué es lo que cambia exactamente? ¿Estamos condenados a ser quienes somos?.


Para responder tendremos que hablar de personalidad.

La personalidad se define desde el punto de vista psicológico como la forma que tenemos de relacionarnos con nosotros mismos y con el mundo. Esta forma de ser nos hace únicos y reconocibles para los demás. Además -y aquí está la clave- permanece relativamente constante a lo largo del tiempo.

Para entender cuánto de relativo es ese posible cambio, o cuán inmóvil es la parte que permanece constante, debemos manejar un par de palabras más.

Existen varias formas de entender la personalidad. A los que trabajamos con personas nos resulta especialmente útil la perspectiva psicobiológica de Clonninger. Según esta, la personalidad se puede entender como la interacción de dos conjuntos de rasgos: por un lado los que se agrupan bajo el nombre de temperamento. Por otro, los que llamamos rasgos de carácter.

El Temperamento es la parte más estable y biológicamente condicionada de nuestra personalidad. Procede de la combinación de la información genética de nuestros padres, como sugiere el que habitualmente las personas presentemos a simple vista una mezcla asimétrica de sus características tanto físicas como psicológicas, así como algún leve toque que recuerda a una abuela, o a un tío...

El temperamento se manifiesta principalmente como formas estables de reacción emocional ante los estímulos del entorno y del propio organismo. Se trata de algo así como el material del que está hecha una mesa. Sabemos que en el mundo existen mesas de madera, de formica, de cristal, de metal, de plástico... Todas parecen similares, pero cada una de ellas responde de forma diferente si recibe un golpe. Las hay que resuenan escandalosamente, pero lo aguantan todo, como el metal. Otras, como el cristal, son más sensibles, y cualquier pequeña agresión dejará una mella, aunque al principio no se perciba.

Por su origen hereditario, el temperamento da pronto la cara. Los padres de cualquier recién nacido identifican fácilmente si el bebé es tranquilo o más bien nervioso. Para el primer o segundo año de vida no suelen quedar dudas. Se ve si un niño es inquieto o tranquilo, temeroso o confiado, alegre o fácilmente irritable. Estos rasgos apenas se modifican a lo largo de la vida, y si lo hacen sólo lo hacen para atenuarse o acentuarse levemente.

El temperamento constituye el centro de gravedad de nuestra personalidad. Se calcula que determina en torno al 50% de nuestros rasgos comportamentales. Si la personalidad fuera un edificio, sus cimientos estarían basados en él.


Representación del modelo psicobiológico de Clonninger

Pero no todo está tan determinado, obviamente, en la formación de la personalidad. Las experiencias tienen una enorme importancia, ya que generan aprendizaje. Todos los rasgos de la personalidad que proceden del aprendizaje son los que conforman el carácter.

Podemos aprender de múltiples maneras. Cuando todavía no somos conscientes de nosotros mismos y no guardamos recuerdos evocables, en los primeros tres años de vida, aprendemos (o no) que cuando lloramos alguien va cuidarnos hasta que nos calmemos. Algo más tarde nos empapamos de lo que se hace y dice en nuestra casa, aprendiendo por imitación. Después se nos enseña que existen normas que rigen el mundo, así como premios o castigos. Aprendemos lo que nos enseñan en clase. Aprendemos de las decisiones que tomamos, de nuestros éxitos y fracasos, de lo que leemos y reflexionamos, en un bucle continuo que nunca se detiene.

A pesar de lo aparentemente inabarcable de los aprendizajes, todos ellos confluyen hacia un mismo punto. Lo que se aprende se transforma en hábitos: formas de sentir, pensar y actuar, que se activan en un determinado contexto, y que se han automatizado a fuerza de repetición. Recordemos la primera vez que subimos a una bicicleta o cuando aprendimos a conducir. Al principio, el simple hecho de ponerse en marcha implicaba una secuencia agotadora de acciones en las que había que poner toda nuestra concentración. Pero tendemos a la eficiencia, y por tanto todo aquello que se lleva a cabo a menudo tiende a automatizarse. Eso libera capacidad atencional, que podremos emplear quizás en dar conversación al copiloto al tiempo que conducimos. Pero también dificulta que seamos conscientes de si hemos metido la tercera o la cuarta marcha. El precio a pagar por la eficiencia del hábito es que no somos siempre conscientes de ellos.

Imaginad la implicación que tiene sentir, pensar o actuar de forma automática ante determinadas situaciones sin darnos plenamente cuenta de cómo lo estamos haciendo.

Los rasgos de carácter reflejan si hemos aprendido a afrontar los problemas o más bien a ponernos de lado y evitarlos. O si vamos a velar principalmente por nuestro bienestar o intentar tener en cuenta las emociones y circunstancias de los demás. También hablarán de nuestra apertura mental hacia las ideas nuevas, trascendentes, o nuestro apego a lo material y circunscrito a nuestra propia experiencia.

Como vemos en la serie, Walter aprende a imponerse a los demás como una forma de dar salida a todo su resentimiento acumulado. También aprende a justificarse, a mentir, a disfrazar de celo familiar su perfeccionismo y orgullo creador.

El cambio de Walter también es físico, tal y como lo representa el artista AznKyuubi (www.Devianart.com)

Es fácil imaginar que, conforme pasan los años, más cuesta cambiar hábitos que llevan años instalados. Además, por la forma en que funciona el aprendizaje, una vez adquirido un hábito éste no se puede "borrar", sino que debemos aprender otro que lo sustituya o contrarreste. Obviamente la motivación va a ser clave para ello, igual si queremos aprender un idioma nuevo o nos da por empezar a bailar.

Temperamento y carácter no son compartimentos estancos. Existe una relación mutua entre ambos, influyendo uno sobre otro, aunque con diferente intensidad. Por decirlo de forma gráfica, el temperamento facilita o promueve determinados aprendizajes, como si navegáramos río abajo.

Una persona asustadiza, muy sensible desde su nacimiento tenderá a evitar las sensaciones desagradables, querrá ponerse a salvo. Pero no es lo mismo crecer en un entorno donde te animan a afrontar ("no te preocupes, inténtalo, si sale mal te ayudamos, tú puedes..."), que otros demasiado golpeados por la vida o incapaces de soportar su propia angustia ("ya lo hago yo, déjalo, no te metas en líos, tú no sabes, cuidado..."). Ante un mismo rasgo de temperamento el aprendizaje podrá ser tan opuesto como para llevarnos a adoptar el hábito de la valentía (afrontamiento) o de la cobardía (evitación). Sobreponerse a la tendencia por temperamento sería como remontar el río, y requerirá esfuerzo especialmente al principio. Pero con el tiempo a todo nos acostumbramos. Las personas somos capaces de sobrellevar cualquier sufrimiento si tenemos el motivo adecuado.


Uno de esos motivos tiene que ver con el tercer personaje, el más misterioso de este edificio de la personalidad: hablamos de la identidad. En el modelo de Clonninger no se incluye como tal, pero nosotros sí creemos importante tenerlo en cuenta, pues refleja los dos escalones previos e influye en los hábitos que escogemos desarrollar.

La identidad de uno es su respuesta personal a las siguientes dos preguntas:

  • ¿Quién soy yo? o ¿qué clase de persona soy yo?
  • ¿Quién piensan los demás que soy yo, o cómo me ven?

Ilustr. by Tony Shasteen

Si lo pensamos puede llegar a sorprender la distancia entre ambas facetas de la identidad, lo cual lleva a malentendidos, conflictos abiertos o la necesidad de ocultarnos a nosotros mismos. Imaginemos, en un caso extremo, que alguien ha comenzado a beber todos los fines de semana pero, a pesar de haber perdido el carné de conducir en dos ocasiones por ello, no está de acuerdo cuando su pareja o su doctora le sugieren que tiene un problema con el alcohol. Nadie quiere "ser alcohólico". Nadie quiere añadir a su identidad esa faceta, aunque los demás ya lo hayan hecho.

En otras ocasiones ocurre lo contrario: nos sentimos tan identificados con lo que los demás creen o esperan de nosotros que no desarrollamos hábitos propios, vivimos alienados por el deseo ajeno, y sorprendentemente cuando los otros faltan o no nos supervisan nuestros objetivos pierden todo su brillo y nos sentimos faltos de fuerzas, desorientados.

La identidad es la que nos permite coger las riendas y redirigir nuestra conducta, quizás para acabar creando nuevos hábitos. Igual que aquella vez que nos dijeron que se nos daba algo muy bien y aquel impulso externo nos llevó a desarrollarlo y hacerlo finalmente nuestro.


Ilustr. from www.Devianart.com

Muchas veces, a lo largo de nuestra vida, podemos sentir que no nos encontramos bien aunque no sepamos dónde está el origen de ese malestar. No es raro tener la experiencia de no soportar a nadie porque en realidad no nos soportamos a nosotros mismos. En esos momentos, como un claro entre las nubes, puede surgir el deseo, la certeza de que toca cambiar.

A veces podremos hacerlo solos, a base de reflexionar, o hablando largamente con buenos amigos, o bien viéndonos reflejados en los personajes de los libros que leemos y las series que vemos. En otras ocasiones necesitaremos a alguien que nos vea desde fuera, y una cierta apertura mental para escuchar de verdad, encajando el golpe que implica a veces saber lo que ellos están viendo.

Y así empezar un camino para el que suele ayudar la famosa oración de la serenidad, la que dice:


[···] Concédeme la serenidad para aceptar todo aquello que no puedo cambiar,

fortaleza para cambiar lo que soy capaz de cambiar

y sabiduría para entender la diferencia.


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