Todavía no sabes muy bien qué
haces aquí. En la consulta del psiquiatra.
Intentas recordar cómo empezó
todo, pero sólo regresa la mueca. La misma que no pudiste
ocultar cuando la médico de cabecera te entregó el volante de
derivación a Salud Mental. Lo que sentiste no fue exactamente
enfado. Había parte de sorpresa, eso seguro. También de duda, como
justo antes de comprender que te están tomando el pelo. Fuera lo que
fuese, no fue agradable. Te preguntabas si te habrías explicado mal
o si sería ella la que, después de tanto tiempo sin fallarte, se
había equivocado de pleno.
Es buena gente, la doctora. Pero
esa mañana le notaste que, como casi siempre, iba con prisa. Quizás
algo más de lo habitual. Ella intentaba escucharte, actualizar la
medicación, aclarar tus dudas... pero 6 o 7 minutos después de
cerrar por dentro la puerta de la consulta ya había sido sacudida
por otros nudillos impacientes. El calor llegaba desde la sala de
espera, y una de las recetas se había quedado atascada en la
impresora. Callaste. No quisiste complicarle más la mañana con
preguntas que tampoco acababan de tomar forma en tu cabeza. ¿Por qué
siempre pasa eso cuando se va al médico? Además, pensaste, un
psiquiatra podrá mandarme algo para dormir como Dios manda. Un buen
somnífero. Porque hace tiempo que no sabes lo que es dormir del
tirón, la verdad.
Te lo han preguntado muchas veces,
pero no acabas de recordar cómo empezó todo. No sabrías decir con
precisión cuál fue ese día en que la molestia ya no se marchó. Lo
que sí sabes es que era una semana como otra cualquiera. No es que
hubieras hecho nada fuera de lo normal. Ninguna burrada. Tampoco te
acosaba el trauma de una de tantas desgracias como salen en las
noticias. Toquemos madera. Se pasará solo, pensaste. Como tantas
otras veces. Quizás lo comentaste en casa, durante la comida, o con
la gente del trabajo. Ya se te pasará, te tranquilizaron.
Pero al despertar por la mañana
la molestia seguía allí. Tardaste unos segundos en notarla, lo
mismo que duró la ilusión de que todo había pasado. Algo así como
un peso sordo se quedó enganchado en algún punto dentro de ti.
Antes de lavarte la cara, ya sabías cómo sería el resto del día.
Para hacerla más llevadera volviste a compartir lo de tu molestia
con la gente que se preocupa por ti. A tus tímidas quejas les siguieron algunas buenas intenciones y muchos consejos. Al menos al
principio. “Ve que te miren”. “Cógete la baja”. ¿La baja,
en serio? Pensaste que no era para tanto, y más teniendo en cuenta
cómo están los trabajos. Quita, quita. Me aguanto y punto. Esto
se pasará. Cuando la cosa se ponía insoportable te tomabas una o
dos de esas pastillas que tenías por casa. Al final te acostumbraste
a poner buena cara para no andar agobiando a los demás con tus
problemas. Para entonces la molestia ya era una compañera habitual.
Las noches se acortaron.
Un fin de semana ya no pudiste
levantarte del sofá, de lo mal que te encontrabas. Ese mismo lunes,
con más vergüenza que otra cosa, fuiste a ver a tu doctora. Te
encontraste con su entrega habitual. Tampoco la notaste especialmente
preocupada mientras te comentaba que iba a pedirte una analítica de
sangre y una radiografía. Eso te tranquilizó. Probablemente veía a
menudo casos como el tuyo y pronto daría con lo que te estaba
pasando. Te cambió las pastillas por otras nuevas. Te pidió cita
con la enfermera. Te vería en una semana. Salió al pasillo a llamar
al siguiente. La molestia te acompañó de vuelta a casa.
¿Cómo explicar lo que sentiste cuando te llegaron los primeros resultados? Todas las pruebas salieron normales. Parece que está todo bien, dijo la doctora. Se quedó pensativa unos segundos. El teléfono de la consulta comenzó a sonar, pero no quiso descolgar. Ella no veía nada de lo que preocuparse pero, por si acaso, le pediría su opinión al especialista. Te entregó el volante de derivación mientras te acordabas de aquella vez que ingresaron a tu padre. No te habían encontrado nada, pero tampoco aparecía el alivio por ningún lado. En casa ya sabían que lo mejor era no preguntar. Durante la cena, se oían los cubiertos tintinear.
La primera crisis de ansiedad te
llevó al hospital con una semana de adelanto. Los de la ambulancia
que te atendió en plena calle le quitaron hierro al asunto. Le pasa
a mucha gente. Uno cree que se va a morir, pero con una pastilla bajo
la lengua se pasa. No es nada grave, pero por si acaso que le hagan un electro. Un joven de mirada cansada te atendió
en urgencias, y pareció alegrarse al escuchar de tu boca que pronto
te iba a ver el especialista. Firmó el informe antes de
entregártelo en mano. Y pida la baja, te recomendó.
Lo que vino después tampoco fue
mucho mejor. Llegaste a perder la cuenta de los especialistas que te
atendieron. Y puedes dar fe de que viste de todo. Gente solvente,
profesionales muy amables, otros con la actitud de quien le está haciendo un favor a
alguien más bien inoportuno. Palabras más técnicas, frases más vagas y generales; gente campechana, que te hablaba desde el sentido común. Diferentes explicaciones.
Probabilidades, algún diagnóstico, pero todo provisional. Hacían
falta más pruebas. Para entonces la molestia había ido creciendo
dentro de ti. A veces notabas cómo se aventuraba hacia otro lado de
tu cuerpo. Nadie se daba cuenta, pero eso te estaba ganando. Aparecían sensaciones nuevas. Si durante unos segundos la
molestia se ausentaba, estabas muy pendiente de registrar su regreso.
La recibías con un pálpito. Con frecuencia te acordabas de lo bien
que estabas antes. Antes de que todo esto empezara. Y eso te robaba
el ánimo y las fuerzas. Te desesperabas.
Volvías a los tres, seis, dos
meses en el mejor de los casos. Los especialistas te invitaban a
sentarte frente a ellos con visible buen humor. Te hacían partícipes
de la buena noticia: no tiene usted nada. Pero aquello dolía como
una pedrada. Ellos quedaban satisfechos, aliviados. Pero tras la
segunda o la tercera visitas, empezaban a impacientarse. Como si no
hubieras captado el mensaje. Te hablaban de operar, aunque no podían
asegurar resultados. O te enviaban a explorar otra rama de la
medicina. Tú querías hacer lo que fuera por mejorar.
Las jugadas que nos llega a gastar
la cabeza las vas conociendo bien. Más de una vez deseaste que
apareciera un buen asterisco en las analíticas, o varias manchas en
el TAC. Lo que fuera. Algo que explicara lo que estaba pasando. Que
se llevase de un plumazo la sensación de que tu molestia ni siquiera
tenía la capacidad de llegar a ser “algo”. Porque lo tuyo es
real, aunque cada vez escuches más las fatídicas palabras
clavándose en tu pecho: es todo de la ansiedad, de la depresión... como si tuvieras la
culpa de lo que te sucede. Como si fuera algo inventado. ¿Cómo no vas a sentirte una ruina con
todo lo que vienes pasando?
No te encuentran nada, pero lo van
a tener que encontrar. No vas a parar.
Porque tú sientes algo. Y de eso
nunca has dudado. Aunque insisten en que te alegres, que todo está
normal. Y sin embargo ya apenas sales de casa. Pusiste las ganas a
hibernar, hasta que vengan tiempos mejores. Con todo lo que has pasado aún encima
te dicen que hagas más. ¿Cómo no ibas a acabar en la consulta del
psiquiatra?
Y todo eso me cuentas ahora que
tenemos algo más de tiempo.
Lo que aprendiste durante este trayecto lo recordaremos otro día, si quieres.
Impresionante relato. Describe el día a día de muchos que aún buscamos el origen de algo que no sabemos explicar.
ResponderEliminarNuestra intención era poder dar voz a esa angustia y aliviar en lo posible la incomprensión que tantas personas sufren a diario. Si lo hemos conseguido aunque sea por un momento nos sentiremos enormemente satisfechos. Reciba un fuerte abrazo.
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