sábado, 30 de enero de 2016

Siguen sin encontrarme nada

Todavía no sabes muy bien qué haces aquí. En la consulta del psiquiatra.

Ilutrs. R. Motherwell
Intentas recordar cómo empezó todo, pero sólo regresa la mueca. La misma que no pudiste ocultar cuando la médico de cabecera te entregó el volante de derivación a Salud Mental. Lo que sentiste no fue exactamente enfado. Había parte de sorpresa, eso seguro. También de duda, como justo antes de comprender que te están tomando el pelo. Fuera lo que fuese, no fue agradable. Te preguntabas si te habrías explicado mal o si sería ella la que, después de tanto tiempo sin fallarte, se había equivocado de pleno.

Es buena gente, la doctora. Pero esa mañana le notaste que, como casi siempre, iba con prisa. Quizás algo más de lo habitual. Ella intentaba escucharte, actualizar la medicación, aclarar tus dudas... pero 6 o 7 minutos después de cerrar por dentro la puerta de la consulta ya había sido sacudida por otros nudillos impacientes. El calor llegaba desde la sala de espera, y una de las recetas se había quedado atascada en la impresora. Callaste. No quisiste complicarle más la mañana con preguntas que tampoco acababan de tomar forma en tu cabeza. ¿Por qué siempre pasa eso cuando se va al médico? Además, pensaste, un psiquiatra podrá mandarme algo para dormir como Dios manda. Un buen somnífero. Porque hace tiempo que no sabes lo que es dormir del tirón, la verdad.

Te lo han preguntado muchas veces, pero no acabas de recordar cómo empezó todo. No sabrías decir con precisión cuál fue ese día en que la molestia ya no se marchó. Lo que sí sabes es que era una semana como otra cualquiera. No es que hubieras hecho nada fuera de lo normal. Ninguna burrada. Tampoco te acosaba el trauma de una de tantas desgracias como salen en las noticias. Toquemos madera. Se pasará solo, pensaste. Como tantas otras veces. Quizás lo comentaste en casa, durante la comida, o con la gente del trabajo. Ya se te pasará, te tranquilizaron.

Pero al despertar por la mañana la molestia seguía allí. Tardaste unos segundos en notarla, lo mismo que duró la ilusión de que todo había pasado. Algo así como un peso sordo se quedó enganchado en algún punto dentro de ti. Antes de lavarte la cara, ya sabías cómo sería el resto del día. Para hacerla más llevadera volviste a compartir lo de tu molestia con la gente que se preocupa por ti. A tus tímidas quejas les siguieron algunas buenas intenciones y muchos consejos. Al menos al principio. “Ve que te miren”. “Cógete la baja”. ¿La baja, en serio? Pensaste que no era para tanto, y más teniendo en cuenta cómo están los trabajos. Quita, quita. Me aguanto y punto. Esto se pasará. Cuando la cosa se ponía insoportable te tomabas una o dos de esas pastillas que tenías por casa. Al final te acostumbraste a poner buena cara para no andar agobiando a los demás con tus problemas. Para entonces la molestia ya era una compañera habitual. Las noches se acortaron.

Un fin de semana ya no pudiste levantarte del sofá, de lo mal que te encontrabas. Ese mismo lunes, con más vergüenza que otra cosa, fuiste a ver a tu doctora. Te encontraste con su entrega habitual. Tampoco la notaste especialmente preocupada mientras te comentaba que iba a pedirte una analítica de sangre y una radiografía. Eso te tranquilizó. Probablemente veía a menudo casos como el tuyo y pronto daría con lo que te estaba pasando. Te cambió las pastillas por otras nuevas. Te pidió cita con la enfermera. Te vería en una semana. Salió al pasillo a llamar al siguiente. La molestia te acompañó de vuelta a casa.

Ilustr. Presencia amenazante. R. Motherwell

¿Cómo explicar lo que sentiste cuando te llegaron los primeros resultados? Todas las pruebas salieron normales. Parece que está todo bien, dijo la doctora. Se quedó pensativa unos segundos. El teléfono de la consulta comenzó a sonar, pero no quiso descolgar. Ella no veía nada de lo que preocuparse pero, por si acaso, le pediría su opinión al especialista. Te entregó el volante de derivación mientras te acordabas de aquella vez que ingresaron a tu padre. No te habían encontrado nada, pero tampoco aparecía el alivio por ningún lado. En casa ya sabían que lo mejor era no preguntar. Durante la cena, se oían los cubiertos tintinear.


La primera crisis de ansiedad te llevó al hospital con una semana de adelanto. Los de la ambulancia que te atendió en plena calle le quitaron hierro al asunto. Le pasa a mucha gente. Uno cree que se va a morir, pero con una pastilla bajo la lengua se pasa. No es nada grave, pero por si acaso que le hagan un electro. Un joven de mirada cansada te atendió en urgencias, y pareció alegrarse al escuchar de tu boca que pronto te iba a ver el especialista. Firmó el informe antes de entregártelo en mano. Y pida la baja, te recomendó.

Lo que vino después tampoco fue mucho mejor. Llegaste a perder la cuenta de los especialistas que te atendieron. Y puedes dar fe de que viste de todo. Gente solvente, profesionales muy amables, otros con la actitud de quien le está haciendo un favor a alguien más bien inoportuno. Palabras más técnicas, frases más vagas y generales; gente campechana, que te hablaba desde el sentido común. Diferentes explicaciones. Probabilidades, algún diagnóstico, pero todo provisional. Hacían falta más pruebas. Para entonces la molestia había ido creciendo dentro de ti. A veces notabas cómo se aventuraba hacia otro lado de tu cuerpo. Nadie se daba cuenta, pero eso te estaba ganando. Aparecían sensaciones nuevas. Si durante unos segundos la molestia se ausentaba, estabas muy pendiente de registrar su regreso. La recibías con un pálpito. Con frecuencia te acordabas de lo bien que estabas antes. Antes de que todo esto empezara. Y eso te robaba el ánimo y las fuerzas. Te desesperabas.

Volvías a los tres, seis, dos meses en el mejor de los casos. Los especialistas te invitaban a sentarte frente a ellos con visible buen humor. Te hacían partícipes de la buena noticia: no tiene usted nada. Pero aquello dolía como una pedrada. Ellos quedaban satisfechos, aliviados. Pero tras la segunda o la tercera visitas, empezaban a impacientarse. Como si no hubieras captado el mensaje. Te hablaban de operar, aunque no podían asegurar resultados. O te enviaban a explorar otra rama de la medicina. Tú querías hacer lo que fuera por mejorar. 

Ilutrs. R. Motherwell
Las jugadas que nos llega a gastar la cabeza las vas conociendo bien. Más de una vez deseaste que apareciera un buen asterisco en las analíticas, o varias manchas en el TAC. Lo que fuera. Algo que explicara lo que estaba pasando. Que se llevase de un plumazo la sensación de que tu molestia ni siquiera tenía la capacidad de llegar a ser “algo”. Porque lo tuyo es real, aunque cada vez escuches más las fatídicas palabras clavándose en tu pecho: es todo de la ansiedad, de la depresión... como si tuvieras la culpa de lo que te sucede. Como si fuera algo inventado. ¿Cómo no vas a sentirte una ruina con todo lo que vienes pasando?

No te encuentran nada, pero lo van a tener que encontrar. No vas a parar.

Porque tú sientes algo. Y de eso nunca has dudado. Aunque insisten en que te alegres, que todo está normal. Y sin embargo ya apenas sales de casa. Pusiste las ganas a hibernar, hasta que vengan tiempos mejores. Con todo lo que has pasado aún encima te dicen que hagas más. ¿Cómo no ibas a acabar en la consulta del psiquiatra?

Y todo eso me cuentas ahora que tenemos algo más de tiempo.

Lo que aprendiste durante este trayecto lo recordaremos otro día, si quieres.

2 comentarios:

  1. Impresionante relato. Describe el día a día de muchos que aún buscamos el origen de algo que no sabemos explicar.

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    1. Nuestra intención era poder dar voz a esa angustia y aliviar en lo posible la incomprensión que tantas personas sufren a diario. Si lo hemos conseguido aunque sea por un momento nos sentiremos enormemente satisfechos. Reciba un fuerte abrazo.

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