miércoles, 5 de noviembre de 2025

¿Dónde está la violencia institucional, que yo la vea?

Una lectura no necesariamente incriminatoria del fuego amigo. 


Intervención en la VIIIª Jornada de las Comisiones Hospitalarias contra la Violencia, celebrada el 28/10/2025 en el H. Universitario La Paz, Madrid. 


Ilustr. Brueghel el Viejo. La torre de Babel, 1563. Museo de arte de Viena.


La cuestión que a mí me corresponde hoy es la violencia invisible hacia los profesionales por los profesionales, o en el seno de las organizaciones donde desempeñan su tarea. 

De ahí lo del fuego amigo. 

Todo sufrimiento suele llevarnos a las puertas de una acusación, pero eso a menudo nos impide comprender a fondo lo que está ocurriendo. 

Voy a intentar ilustrar algunas violencias invisibles en las que, sin tener los profesionales la culpa, tal vez tengamos alguna responsabilidad.

Hay frases capaces de condensar el sentir de una época. 

Una fue pronunciada en el año 2001, cuando aún podíamos pensar que el programa televisivo Gran Hermano era un experimento sociológico. 

Dijo uno de los concursantes aquello tan sentido: 

“Pero a mí quién me pone la pierna encima para que no levante cabeza.” 

El tipo sufría, se sentía aplastado, buscaba al opresor y no encontraba a nadie para descargar su ira. 

La segunda frase fue pronunciada más recientemente y convirtió a un vecino de Madrid en celebridad de internet: 

 “Pero a ver, ¿dónde está la contaminación que yo la vea?”. 

Frase que encerraba, en su negación, una doble verdad.

Que algunas cosas para ser apreciadas necesitan de nosotros que tomemos distancia, como cuando nos alejamos lo suficiente de la ciudad para percibir su cúpula de residuos. 

Y que las personas no dejamos de ser primates con una vivencia del mundo tremendamente marcada por los sentidos más desarrollados que tenemos: la vista y el tacto. 

Con lo cual funcionamos intuitivamente bajo las premisa de “si no lo veo no lo creo” o también “dame hechos, no palabras”. 

“¿Dónde está la violencia institucional que yo la vea?” podría haber dicho perfectamente el paisano a continuación.

Como si las palabras o los gestos no tuvieran su propio impacto. Como si no fueran hechos comunicativos, inmateriales, sí, pero capaces de tomar forma como hechos de nuestro cuerpo (el vello erizado de ilusión, o la crisis de pánico de quien se siente morir infarto mediante). 

Con lo cual lo primero que afirmaré es que existen cosas que no vemos pero que están presentes, ejerciendo un efecto sobre nosotros, y que necesitaremos tener noticia de su existencia para poder reconocerlas.

“Si no lo creo, no lo veo”, que me señaló agudamente el Dr. Luis Nocete, parafraseando a un maestro suyo del otro lado del charco. 

·····

Ilustr. Torre Tatlin. Vladimir Tatlin.
Lo segundo será intentar delimitar aquello de lo que hablamos. 

Cabe proponer que violencia es una voluntad imponiéndose a otra voluntad.

Con lo cual nos veríamos rápidamente tentados a concluir que la institución, pongamos, la sanitaria, ha de quedar eximida, apartada de cualquier atribución violenta. 

Un poco por los mismos motivos que algunos esgrimen que no existe tal cosa como la sociedad, sino solo individuos. 

Tirando de este hilo alguien podría argumentar que no hay violencia institucional, sino trabajadores que a veces cometen, cometemos, actos violentos. 

Y, de hecho, los hay. 

Aunque cuantitativamente lo que abundan son el roce, los conflictos y la animadversión también hay compañeros y compañeras que acosan a compañeras y compañeros.
Hay liderazgos dañinos que confunden el orden con el miedo. 
Equipos que aíslan y sacrifican a uno de los suyos para sostener una fantasía de paz.
Chivos expiatorios.
Perseguidores que denuncian ser perseguidos y dejan a su paso un rastro de confusión.
Y, por supuesto, hay también faltas de respeto, insinuaciones sexuales, machismos, clasismos, racismos... realidades todas estas que, sin ser invisibles, sí tienden a no ser vistas. 
Que por su frecuencia diaria tienden a ser invisibilizadas, desatendidas, vistas con el rabillo del ojo y, a la postre, normalizadas. 

Ilustr. Yacek Yerka.

Son éstas violencias con agentes y con intención. Reconocibles, por tanto, visibles y denunciables una vez ha caído el velo del miedo. 

Lejos de la trivialización que implica ver la violencia entre compañeros como “riñas de patio de colegio” (como si no hubiera sufrimiento en las escuelas) estas formas de violencia entre profesionales pueden llegar a resultar muy dañinas en función de su intensidad, duración o extensión a otros miembros del equipo de trabajo. 

Influyen también la historia personal, los traumas previos y la sensación de contar con estrategias para afrontar las hostilidades y librar así la diaria negociación que rige la vida primate: un interminable tira y afloja entre el individuo y el grupo. 

La buena noticia es -porque la hay- que diariamente enfrentamos y sobrevivimos numerosos choques entre nosotros, resolviendo nuestras diferencias con creatividad, generosidad y dosis nada insignificantes de cordialidad y buen humor. 

 Al igual que el sistema inmune nos va librando de infinidad de células tumorales sin que llegue a desarrollarse neoplasia, los trabajadores resolvemos eficazmente la mayoría de las tensiones que entre nosotros se van creando inevitablemente en la danza en torno a la tarea que nos reunión en primer lugar.

·····

Pero volvamos a las violencias realmente invisibles.  

Estamos todos de acuerdo en que una institución no es un sujeto y carece de intenciones propias. Pero negar la violencia institucional porque la institución no es un agente intencional sería como decir que las normas que rigen nuestro comportamiento en las instituciones carecen de intención alguna, cuando alguien sí que ha pensado esas normas. 

O sería como negar la realidad misma del diseño, si dijéramos que un diván o una guillotina carecen de intención alguna en tanto que muebles inertes. Carecen de agencia, pero no las personas que convirtieron una intención en herramienta tangible, que habla por sí sola. 

Toda institución humana supone un recorte de la realidad, de la realidad material (personas, inmuebles, mobiliario, elementos fungibles...) y también simbólica (leyes, reglamentos, protocolos, normas tácitas que aprendemos sobre el terreno) todos estos mimbres dispuestos para lograr una finalidad que denominamos tarea. 

Por ejemplo, la de mantener a la población sana, ¿o era intervenir sobre la enfermedad? Como señala Julio Mayol, ambos fines suenan parecidos pero no son lo mismo. 
No son lo mismo. 

A ese recorte institucional de la realidad nos apuntamos, en principio, voluntariamente. Primero enculturándonos, estudiando y pasando a formar parte de una de las muchas tribus sociosanitarias. Y luego, en un segundo tiempo, al firmar un contrato que nos liga a las normas de la institución: dónde y cuándo estaremos y con quién, qué es lo que haremos, qué estará permitido y qué sancionado, cómo se nos recompensará... 

Asumimos gustosos ese recorte de nuestras potencialidades. Poder dar o no un medicamento en función de asumir tal o cual categoría, cortar o instrumentar, asear o escribir en la historia clínica; pero también sabemos que la norma no alcanza todos los rincones de la realidad. Que el mapa siempre tiene algo de resumen y que los detalles del terreno deben descubrirse en el dificultoso encuentro diario con el trabajo, sus obstáculos y gratificaciones. 

 Entonces, si estamos en esto voluntariamente, ¿por qué tantos profesionales se sienten interpelados cuando oyen o denuncian el maltrato institucional? ¿qué relación puede tener este par de palabras con las bajas por enfermedad, el desgaste profesional o los deseos de abandonar la profesión? 

·····

Nos cuentan que la violencia institucional se hace presente cuando la tarea principal, cuidar de los demás, parece aplicarse bajo la lógica de un doble rasero, afanándonos en favor de los pacientes (cuando encajan con nuestra idea del buen paciente) pero no alcanzando necesariamente a quienes les cuidan,  doliéndonos por la disonancia entre Humanización de la asistencia y el estado de nuestras relaciones laborales; por lo difícil que resulta hacer compatibles vida personal y trabajo lo mucho que nos cuesta cuidarnos entre nosotros, tal vez por saturación. 

Violencia que a veces encuentra su réplica en nosotros mismos cuando rechazamos nuestra parte vulnerable y nos resistimos a un descanso, postergamos una baja necesaria, nos avergonzamos de tener ciertos diagnósticos o tomar un tratamiento. Viviendo como si ser profesional y ser paciente no cupieran en una misma persona presumiendo de ser malos pacientes. Tratándonos tan mal, en definitiva. 

Resultan injustamente violentas también algunas adaptaciones de puesto que a pesar de venir propuestas por Salud Laboral devienen motivo de fastidio organizativo, de rivalidad o incluso envidias entre compañeros por falta de pedagogía o tiempo para llevarla a cabo. 

Estamos hablando de desatención a las necesidades de una parte de la comunidad sanitaria aquellas veces en que se gestiona como si fuéramos los mismos que hace 20 o 30 años o como si una pandemia no nos hubiera cambiado. 

Cuando la bolsa de trabajo se convierte en sinónimo de prisas, inexactitudes y sanciones. 

Cuando se espera que una profesional trabaje a pleno rendimiento, de la noche a la mañana, en un puesto o en otro. 

Traslados e incorporaciones sin guías de acogida, sin apenas formación o supervisión. O que pasan por alto toda la experiencia previa acumulada, las habilidades y redes de relaciones construidas durante años como si eso en el nuevo puesto no sirviera para nada haciéndonos sentir elementos reemplazables.
Recursos humanos. 

Resulta en violencia cuando la formación de grado con la que venimos troquelados tiende a entorpecer el encuentro real con unos pacientes que, al igual que nosotros cuando nos quitamos el uniforme ya han cambiado, enrareciéndose de esta manera el clima de colaboración en nuestras consultas, salas y domicilios, tal y como denuncia Víctor Montori en “La rebelión de los pacientes”. 

Pero sobre todo la violencia invisible de la institución se hace sentir cuando la organización del trabajo nos impide hacer lo correcto o nos lleva a traicionar nuestros principios lo que se ha venido a llamar daño moral.

·····

El deterioro de las condiciones de trabajo por razones de eficiencia, sobrefrecuentación e indefinición de la cartera de servicios impide a muchos profesionales identificarse con el fruto de su labor al no poder nutrirse de la satisfacción del trabajo bien hecho del reconocimiento de los pacientes y, especialmente, de sus iguales. Los aboca al desgaste.

La devaluación y paulatina desaparición de los espacios de cooperación de los encuentros informales las charlas creativas de los descansos nos dejan igualmente solos ante el sufrimiento del encuentro con la tarea. Abona la aparición de conflictos de unos contra otros. 

La sobreimplicación a menudo necesaria para realizar la tarea de cuidar siembra la semilla de la reciprocidad resentida cuando uno espera de la institución unos cuidados que no siempre se prodigan 

De este desengaño surgen no pocas bajas de no fácil solución. 

Quedan por tanto para el profesional abrazar los mecanismos de defensa que llevan al consabido Burnout, o bien insistir en el empeño a costa de su salud, o pedir la cuenta y marcharse sumándose a un goteo que salva al individuo y estresa aún más al resto. 

····· 

¿Quién nos ha puesto la pierna encima? 
¿De quién es la culpa? Miramos hacia arriba y no hay nadie. 
En cada escalón de nuestro sistema se lidia con la misma sensación de escasez de recursos, de impotencia de los propios actos. 

Podemos perder mucha energía y tiempo buscando una bota opresora. Nos traiciona nuestro modo de pensar las relaciones uno a uno en las que normalmente hay responsables y relaciones lineales entre causa y efecto. Pero cuando el reflejo de culpar entra por la puerta la posibilidad de comprender a menudo salta por la ventana. 

Cada institución tiene su historia, y la nuestra es la de una extraña coalición de profesiones milenarias y recientes, de lo sagrado y lo tecnocientífico, puestas a colaborar en escenarios hiperconectados en favor no de unos pocos privilegiados, sino de toda la comunidad. 

Conforme crecía y se complejizaba era capaz de lograr gestas impensables cirugías neonatales, radioterapias hiperselectivas, planes integrales de cuidados. 

Al mismo tiempo que el sistema cambiaba se introducían decenas de nuevas lógicas e incentivos no siempre coherentes entre sí no siempre compatibles con la tarea inicial. 

En sistemas así de complejos pequeñas causas llevan a grandes efectos. 

Y si damos por bueno que puede pensarse e identificarse, como propone José Ramón Repullo, una iatrogenia sistémica, un potencial dañino al paciente por el mero hecho de incorporarse a este complejo sistema benefactor tal vez nos resulte más fácil aceptar esa violencia invisible que afecta a quienes formamos parte de este mismo sistema. 

Violencia, dijimos, era una voluntad imponiéndose a otra voluntad. 
Aunque la primera ya no esté allí más que en forma de burocracia. Es cierto que todos hemos firmado un contrato. Pero no lo es menos que a veces trabajamos como si hubiéramos consentido todas las normas, las escritas y las no escritas, a perpetuidad, sin posibilidad de réplica, y como si esas normas fueran capaces de contemplar todas las circunstancias pasadas, presentes y futuras cuando tratamos a diario con el sistema complejo por excelencia:  el ser humano. 

Ilustr. Andreas Zielenkiewicz
Ya nos lo recuerda Diego Gracia en todo acto clínico conviven hechos y valores. Y los valores, añadiría quien les habla, no pueden ser normados. 

Es violencia desatender la necesaria deliberación que concilie los valores en juego antes de decidir el curso óptimo. 

Nos falta hablar. 

Porque violencia institucional es, en definitiva, la incapacidad de cualquier institución para repensar su tarea.  Y sólo pensando entre todos la tarea podrá ésta mantenerse alineada con su propósito original, al tiempo que adaptada de forma activa a la realidad cambiante que la rodea y conforma.

Afirmaba el añorado antropólogo David Graeber en “La utopía de las normas” que uno de los rasgos más distintivos de la violencia es su tedio, su capacidad para infundir el aburrimiento, extinguiendo en sus dominios todo espíritu creativo. 

“El vaciado - afirmaba - de toda posibilidad de comunicación o sentido es la esencia real de lo que realmente es, y hace, la violencia”.  

La solución a la violencia pasa inevitablemente por la comunicación.
Tan sencillo y tan complicado como esto. 

Una comunicación efectiva entre las partes de un sistema complejo que permita resintonizar al sistema mismo con el entorno que la originó y le encomendó su tarea. 

Una comunicación que habilite una adaptación activa a la realidad, siempre cambiante.

Una comunicación que nos libre del encasillamiento y el enamoramiento de la forma, del continente.

Porque a la postre el mapa siempre termina oprimiendo el territorio y desconcertando a los exploradores.

@JCamiloVazquez


Ilustrac. Ángel Alonso (Angelitoon) Vía Devianart

No hay comentarios:

Publicar un comentario