domingo, 28 de abril de 2019

After life. El duelo en comunidad.

"El infierno son los otros"
1. La desesperanza como superpoder. 

Tony (Ricky Gervais) trabaja en el periódico local de un pequeño pueblo de Inglaterra.

O trabajaba. Apenas se pasa ya por la redacción, salvo para incomodar a sus compañeros con sus amargos comentarios y sus nada disimulados deseos de quitarse la vida.

Su jefe -quien además es su cuñado- no sabe muy bien qué hacer con él. Oscila entre mantenerle alejado de la gaceta para que no hunda la moral del resto del equipo y animarle a que salga de casa, a que retome su vida.

Todos están al tanto de lo que le pasa a Tony. Lisa, su mujer, ha muerto víctima de cáncer. La vemos reaparecer -sonriente, a pesar del pañuelo que cubre su cabeza- en forma de mensajes grabados para su marido en previsión de que ella ya no estaría: recuerda desconectar la alarma, come sano, no te vuelvas un cínico que supure rabia contra todo el mundo.

Tony reproduce los videos en su casa a oscuras, invadida de platos sin fregar y botellas vacías. Apenas saldría de la casa si no fuera porque su perra necesita pasear y que él le compre algo de comida. Así que sale. Pero en ausencia de su compañera de vida el mundo ahora se le muestra tan carente de sentido como repleto de idiotas insoportables. 


Ya en el primer capítulo de la serie Tony comparte un descubrimiento peculiar: tras un intento de suicidio frustrado cae en la cuenta de que el tiempo del que ahora disfruta es de prestado. Está vivo, pero sin miedo a morir. Desde entonces Tony no se corta a la hora de decir lo que piensa, se convierte en un emisario de la verdad. Una especie de justiciero existencial encargado de mostrarle a los demás cómo es el mundo, cómo es la vida. Le protegen su indiferencia ante su propia muerte y que ya no le importa el qué dirán. Prueba la heroína. Amenaza a los niños. Se pega con unos ladrones. Sermonea a quien le dirige algún reproche. Vagabundea embriagado en el poder de su propia desesperanza.

2. Sobrevivir al sinsentido. 

A pesar de su rebeldía y su negro sentido del humor, Tony lo intenta, hace lo que se espera de él para superar el duelo.

Acude semanalmente a un catastrófico terapeuta, queda a cenar con otra viuda por insistencia de su cuñado, asiste impávido al monólogo de un supuesto cómico, todo ello con idénticos resultados: nada tiene sentido si Lisa ya no está, después de la vida con ella. 

Pero mientras esta post-vida parece plagada de pequeñas torturas, alrededor de Tony existen otras personas con las que se van sucediendo los encuentros, aparentemente triviales.

Con el gesto asqueado y libreta en mano entra en las casas de esos vecinos que ansían contar su pequeña historia y verla publicada en su gaceta. Conoce la historia del repartidor de periódicos, un joven adicto a la heroína. O la de la prostituta (trabajadora del sexo, apostilla ella) que le ronda para darle amor. Conoce a la cuidadora de su padre, un anciano institucionalizado al que visita a diario sin hacer demasiado caso. También conoce a la mujer del cementerio, imagen opuesta del terapeuta egocéntrico, auténtica escuchadora capaz de confrontar con palabras sencillas. 

Algunas cosas van cambiando. 

Su espíritu justiciero, castigador, el que permite lucirse al monologuista ácido que es Gervais, va dando paso paulatinamente a alguien un poco más abierto a percibir a los demás, a su dolor y sus necesidades.

Poco a poco se va implicando, primero con los más débiles, finalmente hasta con los más aparentemente odiosos. Descubre un cierto bálsamo en cuidar, en ligarse a los demás, en dejar de ser el centro.


3. La tarea en común. 

After life no deja de ser una fábula, pero como tal encierra un núcleo de verdad.

Hace un mes se celebraron en Madrid las Jornadas de la Asociación Madrileña de Salud Mental bajo el lema "Habitar la Comunidad".

Para muchos cada vez está más claro que lo que llamamos salud mental o bienestar (y sus opuestos) dependen fundamentalmente del tipo de relaciones en que hemos crecido y la forma en que esas relaciones se viven (o sufren, o languidecen) al tomar forma en nuestro entorno actual. 

La serie de Gervais nos habla del afrontamiento de las crisis, incluso las más definitivas, no a través de la figura (ridiculizada, en este caso) del profesional, sino a través de los vínculos y las relaciones significativas con las personas de nuestra comunidad. Un buen terapeuta debe ayudar, como la mujer del cementerio, a pensar. Un mal terapeuta puede, a veces, concienciarnos de que nos toca a nosotros actuar.

Pero si hay algo esencial para nuestro bienestar es sentirnos parte de algo. Una comunidad, como un grupo, es algo más que un mero agrupamiento en el espacio y el tiempo de algunos animales humanos. Una comunidad está formada por personas que comparten experiencias y pueden hablar de ellas. La tarea común que tienen esas personas es la de cuidarse. Como tal tarea nunca resulta fácil ni libre de roces, pero huir de ella solo nos condena a la soledad. 

No todos los lugares pueden ser pequeños e idílicos como ese rincón de Inglaterra, pero tampoco debiéramos asumir como natural la anomia de las ciudades, las relaciones mercantilizadas o la fantasía que de la gente enferma como por arte de magia y los demás no tenemos nada que aportar.

Es cierto, terriblemente cierto, que la vida no tiene ningún sentido predeterminado. Y pese a todo, aquí estamos, encarados ante la cuestión de qué actitud adoptaremos, hacia nosotros mismos y hacia los demás.

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Si esta reseña os ha despertado interés, la serie se encuentra disponible en Netflix, junto con toda una serie de brillantes monólogos de Gervais.

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