Mi primer parto no fue lo que podríamos calificar como malo, pero yo sabia que volver a parir en el hospital era tentar a la suerte.
Y así llegó el día, en realidad durante las semanas previas ya iba teniendo rachas de contracciones bastante seguidas y un poquito dolorosas, que alguna noche nos hicieron pensar que llegaba Elisa. La noche que sí llegó lo diferencial fue que a las 3 de la mañana me desperté con contracciones seguidas pero apenas un poco molestas y ya apenas dormí hasta las 6, que me volví a levantar y fui al baño. Ahí ya supe claramente que había llegado el momento, y también lo supo Camilo y Sara la matrona cuando contestó rápidamente mi llamada y me dijo que enseguida estaban en casa. Yo ya solo recuerdo literalmente atrincherarme en el baño, agarrarme al cambiador y estar casi todo el tiempo doblada pues las contracciones ya eran muy fuertes y apenas daban tregua. No quise entrar ni a la bañera ni a la ducha. Ya me lo imaginaba, porque en mi anterior parto cuando comprendí que había llegado el momento, me metí sin pensar en la ducha en vistas de que íbamos a ir al hospital, y fue muy complicado para mi terminarla en medio de tantas contracciones tan seguidas. A pesar de la maravillosa bañera que tengo, tampoco esto era una opción, entendía que el agua caliente me podía aliviar pero me daba mucha inseguridad meterme allí, prefería seguir de pie.
Enseguida como me dijeron estuvieron conmigo Paca, Sara y Cristina, mis tres reinas magas que me acompañaron tan maravillosamente, que supieron guiarme todo lo que necesité sin invadirme un ápice. Camilo iba y venía ofreciendo café y también estando a ratos conmigo, aunque yo prefería la compañía de las mujeres. Para mí era una tranquilidad enorme que Camilo estuviera pendiente de Emma que durmió hasta las 7:30 y luego prefirió irse a desayunar y ver dibujos hasta que llegó su hermana. A mí se me hacía inconcebible ir a ningún sitio en medio de toda esa oleada de contracciones que dolían muchísimo, sí, pero que yo me sentía esta vez mucho más conectada con mi bebé, que iba abriéndose camino a la vida a través de mi cuerpo. Lo que yo quería quería por encima de todo era estar “para adentro”, que todo saliera “bien” y que mi cría mayor estuviera a salvo.
Recuerdo el calor inmenso, la necesidad de ir cambiando de postura cayendo hacia el suelo, e incluso miedo a no poder levantarme más aunque me sentía sostenida y los masajes y palabras de Paca me aliviaban mucho. ¡Ay el miedo!, compañero inevitable de viaje junto al dolor, que tomé como pude como guías intentando darles la mano mientras yo surfeaba las olas. También recuerdo que tenía prisa, prisa porque saliera cuanto antes Elisa, porque todo estuviera bien y sobre todo por uno de los miedos principales: a ir al hospital. En algún momento de ese trance que es el parto tuve una especie de visión: todo estaba blanco inmaculado y unas manos sacaban a Elisa de mi vientre, pero sin bisturís, focos ni color verde quirófano.
Hace años en un templo en Japón había una columna que llamaban “la columna del Nirvana”. La primera vez que intenté atravesarla me agobié y me salí. Camilo me decía que gente mucho más grande que yo la atravesaba, de hecho él lo hizo también después. Que era cuestión de sostener el agobio al sentirte encajada y encontrar tu ángulo para atravesarla. Agradezco no haberme ido con la sensación de no poder hacerlo. Esperé otra vez la cola y esta vez sí salí victoriosa por el otro lado. Porque parir es atravesar esa columna del Nirvana. Aunque no estaban físicamente conmigo sentía muy cerca a mis comadres y amigas. Qué hubiera sido de mis maternidades sin ellas. Gracias a mi querida amiga Soledad no llegue a oscuras a la maternidad y a la lactancia por primera vez, gracias a mi comadre Cristina por toda la compañía y reflexiones en el posparto inmediato, gracias a mi comadre Sara por abrirme las puertas del parto en casa y de tanta sabiduría ancestral femenina, gracias a mi amiga y comadre Patricia, por tantos años de amistad y también acompañarnos en este viaje de bimadres de dos niñas de edades parecidas. Sigo teniendo mucha suerte por las madres que me siguen acompañando: el grupo de madres del colegio y mi nuevo grupo de posparto en el centro de salud. Y gracias también a mis ancestras y a las que nos precedieron y nos dejaron sus experiencias y sabiduría.
Ni sé cuánto tiempo dejamos el cordón pero finalmente lo cortó Camilo cuando ya estaba más que blanco. Admiramos la maravillosa distribución vascular de la placenta que conservamos en sal a los pies de la cama aún a día de hoy y congelamos las membranas que son una potente ayuda cicatrizante para utilizar en familia. Qué maravilla la sensación de que no hay prisa para nada, que podemos posponer la vitamina K porque Elisa se ha dormido y lo ideal es ponérsela mamando. Y así fue y ni lloró siquiera porque todo se hizo con exquisito cuidado.
Ojalá así fueran los partos, y los que tengan que ser medicalizados se parezcan a esto lo más posible. Ojalá menos miedos porque seguro que hubiera gozado más el proceso de parto. A mucha gente le sorprende que siendo médica optara por parir en casa, pero yo digo que precisamente por eso. Porque lamentablemente el sistema sanitario es androcéntrico, ni conoce bien ni le interesa lo suficiente conocer la fisiología de las mujeres. Porque las matronas son las verdaderas expertas en el parto fisiológico y en nuestra salud sexual y reproductiva y yo tenía no una sino dos. Y porque los médicos, entre los que me he formado, entendemos los procesos desde lo patológico, nos falta mucho que aprender en el arte de acompañar, y cuando nos agobiamos intervenimos demasiado.
Y un apunte innecesario.
La presencia de los hombres durante el parto es una de esas anomalías históricas que hemos llegado a normalizar a base de privilegio masculino, mucha televisión y la inercia de los hábitos. Hasta que los ginecólogos no consiguieron arrebatar el control del parto a las matronas (no hace tanto) tan solo las mujeres eran invitadas a presenciar y participar de este clímax del proceso creador que es el parto.
Por eso, como un intruso en terreno sagrado, le pedí permiso a Olga para añadir estas líneas. Quería ofrecer mi punto de vista a otros padres -tal vez a alguna madre- y exponer cómo nosotros dos llegamos a convertir este segundo parto en algo compartido. Accedió generosamente, como podréis deducir, a pesar de que lo importante ya ha sido dicho.
Encarar el parto de nuestra segunda hija con un enfoque diferente fue para mí como recibir el regalo de una nueva oportunidad: la de poder aportar algo útil al proceso
de traer a Elisa al mundo. Una utilidad que pudiera ser bien recibida por la madre en un trance tan delicado, sin condescendencia ni agradecimiento impostado; que no le hiciera preguntarse para sus adentros quién nos habría dado a los hombres vela en esta antítesis del entierro.
Confesaré que la primera vez que nos enfrentamos al acontecimiento de traer al mundo a Emma, nuestra hija mayor, me ocupé de lo básico: de atraer el taxi que nos condujo al hospital, estar de cuerpo presente durante las esperas y escenificar más tarde, ya en el paritorio, el papel de convidado torpón, admitido pero bastante prescindible.
Por ello cuando Olga deslizó su deseo de intentar tener a Elisa en nuestra propia casa conecté con su deseo de "hacerlo mejor" (es bastante perfeccionista) y me propuse seguir su estela haciéndolo mejor yo también. Convertí en mi objetivo que el recuerdo que ella guardase de esta feliz ocasión fuera el de haber estado respaldada, sostenida, verdaderamente acompañada.
No me extenderé en detalles que ya han sido narrados. El acompañamiento no podía esperar al momento de la rotura de aguas. Me ayudó implicarme desde el principio, apaciguado en mis ocasionales miedos por la valentía de Olga quien, al fin y al cabo, iba a apostar su propio cuerpo en el empeño de tener un parto lo menos medicalizado posible. Las semanas avanzaron salpicadas de conversaciones tras cada prueba o revisión. Todo apuntaba a que -técnicamente- no sería descabellado intentarlo. Buscamos un curso de preparación al parto que no fuera un simple trámite. Aprendí técnicas de alivio del dolor, de respiración, ayudé a adecuar nuestra casa, a atenuar la luz o ambientar con olores llegado el caso. Muchas de estas habilidades finalmente no las tuve que emplear, pero ya formaban parte de una actitud de disposición.
Llegado el día, el amanecer que bautizaría a Elisa, llamé y recibí a las tres sabias mujeres que habrían de acompañar a Olga durante el parto. Preparé cafés. Me encargué de nuestra hija. Le di su desayuno mientras la ponía al corriente de lo que sucedía dos habitaciones más allá. Tomé alguna foto. Y, llegado el momento, en la cálida oscuridad de un rincón vi emerger a nuestra hija, rápidamente arropada en los brazos de su madre. Preparé la cama que las acogería. Anuncié a Emma que ya era hermana mayor. Y pude cortar finalmente el cordón umbilical como concejal que inaugura una vida, trayendo de nuevo al torpón estudiante de medicina, más feliz que si recién se hubiera graduado después de 6 años de esfuerzos.
Aprendí que cuando una tarea se ha pensado entre dos no hace falta estar siempre presente para cumplir tu función.




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