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domingo, 30 de noviembre de 2025

Mi parto en casa (y un apunte innecesario)

Olga Bautista Garrido

Mi primer parto no fue lo que podríamos calificar como malo, pero yo sabia que volver a parir en el hospital era tentar a la suerte. 

Formarme en salud mental perinatal fue importantísimo para entender lo que me pasaba y pasaba a mi alrededor. También ser médica y haber estado muchas veces “al otro lado” viendo cómo funcionan las cosas en general en los hospitales y también siendo a veces testigo de la violencia obstétrica en particular. Tanto debí hablar de ello que cuando mi marido y yo estábamos buscando este embarazo me sorprendió diciéndome que ya sabía que yo iba a querer parir en casa. Por supuesto que yo lo había pensado, pero ahí se hizo consciente y creo que poco a poco me comprometí más con mi deseo. El deseo de ser soberana de mi parto, de estar bien acompañada y de atravesar la experiencia con todo lo que implica. También el deseo de que mi hija mayor no tuviera que verse apartada de un acontecimiento tan importante en su familia. Y que mi bebé tuviera la mejor bienvenida posible a este lado de la piel. Y así nació Elisa, el 23 de noviembre de 2024 a las 8:30 de la mañana, con la salida del sol y en el baño de nuestra casa.

Casi con el positivo ya contactamos con el equipo de Ancara Perinatal y la idea del parto en casa fue tomando forma, aunque yo a veces lo sentía muy disociado en mí, ya que apenas me atrevía a irlo comentando con casi nadie. Estaba, claro, el miedo a “que no fuera posible”. Y el miedo a que nuestro entorno lo desaprobara y amplificaran a la vez los miedos “a que fuera un peligro” ya suficientemente instaurados en el imaginario colectivo de implicados y acompañantes. También aunque parezca increíble pensaba mucho en los casos de mujeres que han sido obligadas a parir en el hospital por orden judicial. Pocos, sí, pero han existido en los últimos años. 

Llegó la semana 37, un óptimo estado de salud según indicaban todas las pruebas reglamentarias, y una bebé en cefálica. La espera se me hizo bastante larga, sobre todo porque mi anterior parto fue en la semana 37 y este en la 40+1, y me costó soltar expectativas. Pero como me decían las maravillosas mujeres que me acompañaron, este tiempo de descuento es para dialogar de frente con el parto, para ver los miedos, afrontarlos y soltarlos, y creo que no me sobró realmente ni un sólo día. Además de que en realidad era Elisa quien tenía que decidir cuándo vendría y era mi deseo respetarlo por encima de todo.

Y así llegó el día, en realidad durante las semanas previas ya iba teniendo rachas de contracciones bastante seguidas y un poquito dolorosas, que alguna noche nos hicieron pensar que llegaba Elisa. La noche que sí llegó lo diferencial fue que a las 3 de la mañana me desperté con contracciones seguidas pero apenas un poco molestas y ya apenas dormí hasta las 6, que me volví a levantar y fui al baño. Ahí ya supe claramente que había llegado el momento, y también lo supo Camilo y Sara la matrona cuando contestó rápidamente mi llamada y me dijo que enseguida estaban en casa. Yo ya solo recuerdo literalmente atrincherarme en el baño, agarrarme al cambiador y estar casi todo el tiempo doblada pues las contracciones ya eran muy fuertes y apenas daban tregua. No quise entrar ni a la bañera ni a la ducha. Ya me lo imaginaba, porque en mi anterior parto cuando comprendí que había llegado el momento, me metí sin pensar en la ducha en vistas de que íbamos a ir al hospital, y fue muy complicado para mi terminarla en medio de tantas contracciones tan seguidas. A pesar de la maravillosa bañera que tengo, tampoco esto era una opción, entendía que el agua caliente me podía aliviar pero me daba mucha inseguridad meterme allí, prefería seguir de pie.

Enseguida como me dijeron estuvieron conmigo Paca, Sara y Cristina, mis tres reinas magas que me acompañaron tan maravillosamente, que supieron guiarme todo lo que necesité sin invadirme un ápice. Camilo iba y venía ofreciendo café y también estando a ratos conmigo, aunque yo prefería la compañía de las mujeres. Para mí era una tranquilidad enorme que Camilo estuviera pendiente de Emma que durmió hasta las 7:30 y luego prefirió irse a desayunar y ver dibujos hasta que llegó su hermana. A mí se me hacía inconcebible ir a ningún sitio en medio de toda esa oleada de contracciones que dolían muchísimo, sí, pero que yo me sentía esta vez mucho más conectada con mi bebé, que iba abriéndose camino a la vida a través de mi cuerpo. Lo que yo quería quería por encima de todo era estar “para adentro”, que todo saliera “bien” y que mi cría mayor estuviera a salvo.

Recuerdo el calor inmenso, la necesidad de ir cambiando de postura cayendo hacia el suelo, e incluso miedo a no poder levantarme más aunque me sentía sostenida y los masajes y palabras de Paca me aliviaban mucho. ¡Ay el miedo!, compañero inevitable de viaje junto al dolor, que tomé como pude como guías intentando darles la mano mientras yo surfeaba las olas. También recuerdo que tenía prisa, prisa porque saliera cuanto antes Elisa, porque todo estuviera bien y sobre todo por uno de los miedos principales: a ir al hospital. En algún momento de ese trance que es el parto tuve una especie de visión: todo estaba blanco inmaculado y unas manos sacaban a Elisa de mi vientre, pero sin bisturís, focos ni color verde quirófano.

Hace años en un templo en Japón había una columna que llamaban “la columna del Nirvana”. La primera vez que intenté atravesarla me agobié y me salí. Camilo me decía que gente mucho más grande que yo la atravesaba, de hecho él lo hizo también después. Que era cuestión de sostener el agobio al sentirte encajada y encontrar tu ángulo para atravesarla. Agradezco no haberme ido con la sensación de no poder hacerlo. Esperé otra vez la cola y esta vez sí salí victoriosa por el otro lado. Porque parir es atravesar esa columna del Nirvana. 

Por supuesto pasé por la certeza de que no iba a poder, no una sino muchas veces. Sentir el avance de Elisa daba el chute de energía necesario para seguir adelante, pero a ratos hacía “cucú-tras” y volvía a subir un poco y eso me agobiaba. Cuando creía que ya estaba sintiendo el famoso “aro de fuego” resultaba que no, que todavía podía sentir más de eso. Qué pena de años de socialización en la desconexión corporal, la represión sexual y qué pena de carrera de Medicina que me traía tantos fantasmas de situaciones temidas, porque creo que un parto bastante más gozoso es posible. Quizá estuve muy focalizada en que saliera cuanto antes para mi tranquilidad, y tanto empujé queriendo ayudarla que tuve un buen desgarro. Eso, y que la bebé pesó algo más de 4 kg. Pero parimos como somos, como me han recordado varias veces Paca y Sara.

Poco a poco sentía que iba soltando control, sabía que así es y tenía que pasar pero cómo me cuesta, también de esto dudaba si podría. Sin embargo hay algo de inevitable y orgánico y no hay otra manera, tienes que soltar para dejar apertura al torrente de la vida. En ese momento muchas mujeres cuentan la conexión trascendente con la Naturaleza y con las mujeres del mundo que están pariendo y han parido. Algo parecido sentí yo también: la fuerza de tantas mujeres invisibles sosteniéndome. Mucho más sencillo y fluido cuando te sientes sostenida y respetada durante el proceso por maravillosas mujeres experimentadas. Sin casi darme cuenta me ayudaron a colocarme en una postura ya del todo favorable a la gravedad y por fin salió Elisa.

Aunque no estaban físicamente conmigo sentía muy cerca a mis comadres y amigas. Qué hubiera sido de mis maternidades sin ellas. Gracias a mi querida amiga Soledad no llegue a oscuras a la maternidad y a la lactancia por primera vez, gracias a mi comadre Cristina por toda la compañía y reflexiones en el posparto inmediato, gracias a mi comadre Sara por abrirme las puertas del parto en casa y de tanta sabiduría ancestral femenina, gracias a mi amiga y comadre Patricia, por tantos años de amistad y también acompañarnos en este viaje de bimadres de dos niñas de edades parecidas. Sigo teniendo mucha suerte por las madres que me siguen acompañando: el grupo de madres del colegio y mi nuevo grupo de posparto en el centro de salud. Y gracias también a mis ancestras y a las que nos precedieron y nos dejaron sus experiencias y sabiduría.


Cuando nació Elisa rápidamente la cogí y la acerqué a mi cuerpo, lloró pero enseguida se calmó y vi sus ojos clavándose en los míos. Al principio sentí miedo, con lo cansada que estaba cómo iba yo a sostener bien esa bebé tan diminuta y frágil, pero poco a poco y con la maravillosa sensación de relajación y bienestar tras las contracciones finales me fui sintiendo tranquila, confiada y me fui a mi cama con mi bebé en brazos. Las horas posteriores las recuerdo difusas en contenido pero sobre todo recuerdo un bienestar enorme, alegría, sensación de conexión super potente con mi bebé y con el mundo, y amor por todo y todos. Enseguida salió la placenta, tan pronto que me molestó un poco volver a tener contracciones e interrumpir ese torrente de calma y amor que me inundaba con mi bebé encima mío y Camilo y Emma ya en la cama con nosotras. Elisa rápidamente se enganchó al pecho en cuanto la pusimos y succionaba con fuerza y sin dolor. ¡Qué diferente del otro parto donde todo fue más difícil para empezar la lactancia!. Mientras nosotras dos nos conocíamos y disfrutábamos, Paca, Sara y Cristina ayudaron a Emma y Camilo a hacer la impresión de placenta, me trajeron un súper batido con mis frutas preferidas y cuidaban de que todos estuviéramos a gusto y el entorno limpio y recogido en un santiamén. Yo sólo podía pensar que ojalá todas las mujeres y bebés estuvieran así de bien cuidadas en sus partos, que sintieran lo mismo para sus familias, y la pena que me daba que las mujeres que se lo pueden permitir pagaran por parir en clínicas privadas donde la tasa de cesáreas (seguramente muchísimas innecesarias) son de casi la mitad.

Ni sé cuánto tiempo dejamos el cordón pero finalmente lo cortó Camilo cuando ya estaba más que blanco. Admiramos la maravillosa distribución vascular de la placenta que conservamos en sal a los pies de la cama aún a día de hoy y congelamos las membranas que son una potente ayuda cicatrizante para utilizar en familia. Qué maravilla la sensación de que no hay prisa para nada, que podemos posponer la vitamina K porque Elisa se ha dormido y lo ideal es ponérsela mamando. Y así fue y ni lloró siquiera porque todo se hizo con exquisito cuidado.

Por supuesto el piel con piel no fueron dos horas, no sé cuántas fueron pero muchas y cuando la cogió su papá o fui al baño enseguida volvía a mí. También estuvo conmigo cerquita y mamando cuando tuvieron que coserme el desgarro. Nuevamente sin prisa ni presión de ningún tipo Sara me exploró y me dijo que a lo mejor había que coser en el hospital. Fue el momento de más pánico sin duda pues sabía que eso iba a implicar que me separaran de la bebé innecesariamente aunque la lleváramos hasta allí conmigo. Aunque solo fuera por el castigo por haber desafiado al sistema y “equilibrar” el karma por haberlo conseguido. Probamos a suturar en mi cama con Elisa encima y yo sentía mucho alivio de tenerla conmigo, me encontraba calmada y conectada con ella y me daba mucha fuerza para afrontar la sutura (que no me dolió nada) y el miedo a que no fuera posible solucionarlo allí. Yo ya sabía que mis maravillosas matronas podían suturar tan bien como cualquier cirujano y así fue y a día de hoy confirmo que quedó genial y no he tenido ninguna molestia una vez curada la herida.

Ojalá así fueran los partos, y los que tengan que ser medicalizados se parezcan a esto lo más posible. Ojalá menos miedos porque seguro que hubiera gozado más el proceso de parto. A mucha gente le sorprende que siendo médica optara por parir en casa, pero yo digo que precisamente por eso. Porque lamentablemente el sistema sanitario es androcéntrico, ni conoce bien ni le interesa lo suficiente conocer la fisiología de las mujeres. Porque las matronas son las verdaderas expertas en el parto fisiológico y en nuestra salud sexual y reproductiva y yo tenía no una sino dos. Y porque los médicos, entre los que me he formado, entendemos los procesos desde lo patológico, nos falta mucho que aprender en el arte de acompañar, y cuando nos agobiamos intervenimos demasiado.


Y un apunte innecesario.
@JCamiloVazquez


La presencia de los hombres durante el parto es una de esas anomalías históricas que hemos llegado a normalizar a base de privilegio masculino, mucha televisión y la inercia de los hábitos. Hasta que los ginecólogos no consiguieron arrebatar el control del parto a las matronas (no hace tanto) tan solo las mujeres eran invitadas a presenciar y participar de este clímax del proceso creador que es el parto.

Por eso, como un intruso en terreno sagrado, le pedí permiso a Olga para añadir estas líneas. Quería ofrecer mi punto de vista a otros padres -tal vez a alguna madre- y exponer cómo nosotros dos llegamos a convertir este segundo parto en algo compartido. Accedió generosamente, como podréis deducir, a pesar de que lo importante ya ha sido dicho.


Encarar el parto de nuestra segunda hija con un enfoque diferente fue para mí como recibir el regalo de una nueva oportunidad: la de poder aportar algo útil al proceso
de traer a Elisa al mundo. Una utilidad que pudiera ser bien recibida por la madre en un trance tan delicado, sin condescendencia ni agradecimiento impostado; que no le hiciera preguntarse para sus adentros quién nos habría dado a los hombres vela en esta antítesis del entierro.

Confesaré que la primera vez que nos enfrentamos al acontecimiento de traer al mundo a Emma, nuestra hija mayor, me ocupé de lo básico: de atraer el taxi que nos condujo al hospital, estar de cuerpo presente durante las esperas y escenificar más tarde, ya en el paritorio, el papel de convidado torpón, admitido pero bastante prescindible.

Recuerdo tratar de insuflar ánimos a Olga desde una esquina del cabecero de la silla de partos, también echar mano del móvil para informar a nuestros amigos de que el proceso estaba ya en marcha. Confieso que lo usé también para distraerme en las redes mientras las contracciones avanzaban en oleadas cada vez más vehementes. Allí nos conocían y sabían que ambos somos médicos. Quizás por ello me revitalizó la oferta de colocarme tras la matrona, reviviendo la experiencia de las prácticas de medicina, cuando asistí a varios partos e incluso ayudé durante una cesárea, aspirador en mano. En esta ocasión tuve el privilegio, de nuevo, de ser el primero de los dos en avistar un rizo húmedo y anunciar la llegada como capitán de navío: ¡por ahí resopla!.

Por ello cuando Olga deslizó su deseo de intentar tener a Elisa en nuestra propia casa conecté con su deseo de "hacerlo mejor" (es bastante perfeccionista) y me propuse seguir su estela haciéndolo mejor yo también. Convertí en mi objetivo que el recuerdo que ella guardase de esta feliz ocasión fuera el de haber estado respaldada, sostenida, verdaderamente acompañada.

No me extenderé en detalles que ya han sido narrados. El acompañamiento no podía esperar al momento de la rotura de aguas. Me ayudó implicarme desde el principio, apaciguado en mis ocasionales miedos por la valentía de Olga quien, al fin y al cabo, iba a apostar su propio cuerpo en el empeño de tener un parto lo menos medicalizado posible. Las semanas avanzaron salpicadas de conversaciones tras cada prueba o revisión. Todo apuntaba a que -técnicamente- no sería descabellado intentarlo. Buscamos un curso de preparación al parto que no fuera un simple trámite. Aprendí técnicas de alivio del dolor, de respiración, ayudé a adecuar nuestra casa, a atenuar la luz o ambientar con olores llegado el caso. Muchas de estas habilidades finalmente no las tuve que emplear, pero ya formaban parte de una actitud de disposición.

Llegado el día, el amanecer que bautizaría a Elisa, llamé y recibí a las tres sabias mujeres que habrían de acompañar a Olga durante el parto. Preparé cafés. Me encargué de nuestra hija. Le di su desayuno mientras la ponía al corriente de lo que sucedía dos habitaciones más allá. Tomé alguna foto. Y, llegado el momento, en la cálida oscuridad de un rincón vi emerger a nuestra hija, rápidamente arropada en los brazos de su madre. Preparé la cama que las acogería. Anuncié a Emma que ya era hermana mayor. Y pude cortar finalmente el cordón umbilical como concejal que inaugura una vida, trayendo de nuevo al torpón estudiante de medicina, más feliz que si recién se hubiera graduado después de 6 años de esfuerzos.

Aprendí que cuando una tarea se ha pensado entre dos no hace falta estar siempre presente para cumplir tu función.


miércoles, 5 de noviembre de 2025

¿Dónde está la violencia institucional, que yo la vea?

Una lectura no necesariamente incriminatoria del fuego amigo. 


Intervención en la VIIIª Jornada de las Comisiones Hospitalarias contra la Violencia, celebrada el 28/10/2025 en el H. Universitario La Paz, Madrid. 


Ilustr. Brueghel el Viejo. La torre de Babel, 1563. Museo de arte de Viena.


La cuestión que a mí me corresponde hoy es la violencia invisible hacia los profesionales por los profesionales, o en el seno de las organizaciones donde desempeñan su tarea. 

De ahí lo del fuego amigo. 

Todo sufrimiento suele llevarnos a las puertas de una acusación, pero eso a menudo nos impide comprender a fondo lo que está ocurriendo. 

Voy a intentar ilustrar algunas violencias invisibles en las que, sin tener los profesionales la culpa, tal vez tengamos alguna responsabilidad.

Hay frases capaces de condensar el sentir de una época. 

Una fue pronunciada en el año 2001, cuando aún podíamos pensar que el programa televisivo Gran Hermano era un experimento sociológico. 

Dijo uno de los concursantes aquello tan sentido: 

“Pero a mí quién me pone la pierna encima para que no levante cabeza.” 

El tipo sufría, se sentía aplastado, buscaba al opresor y no encontraba a nadie para descargar su ira. 

La segunda frase fue pronunciada más recientemente y convirtió a un vecino de Madrid en celebridad de internet: 

 “Pero a ver, ¿dónde está la contaminación que yo la vea?”. 

Frase que encerraba, en su negación, una doble verdad.

Que algunas cosas para ser apreciadas necesitan de nosotros que tomemos distancia, como cuando nos alejamos lo suficiente de la ciudad para percibir su cúpula de residuos. 

Y que las personas no dejamos de ser primates con una vivencia del mundo tremendamente marcada por los sentidos más desarrollados que tenemos: la vista y el tacto. 

Con lo cual funcionamos intuitivamente bajo las premisa de “si no lo veo no lo creo” o también “dame hechos, no palabras”. 

“¿Dónde está la violencia institucional que yo la vea?” podría haber dicho perfectamente el paisano a continuación.

Como si las palabras o los gestos no tuvieran su propio impacto. Como si no fueran hechos comunicativos, inmateriales, sí, pero capaces de tomar forma como hechos de nuestro cuerpo (el vello erizado de ilusión, o la crisis de pánico de quien se siente morir infarto mediante). 

Con lo cual lo primero que afirmaré es que existen cosas que no vemos pero que están presentes, ejerciendo un efecto sobre nosotros, y que necesitaremos tener noticia de su existencia para poder reconocerlas.

“Si no lo creo, no lo veo”, que me señaló agudamente el Dr. Luis Nocete, parafraseando a un maestro suyo del otro lado del charco. 

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Ilustr. Torre Tatlin. Vladimir Tatlin.
Lo segundo será intentar delimitar aquello de lo que hablamos. 

Cabe proponer que violencia es una voluntad imponiéndose a otra voluntad.

Con lo cual nos veríamos rápidamente tentados a concluir que la institución, pongamos, la sanitaria, ha de quedar eximida, apartada de cualquier atribución violenta. 

Un poco por los mismos motivos que algunos esgrimen que no existe tal cosa como la sociedad, sino solo individuos. 

Tirando de este hilo alguien podría argumentar que no hay violencia institucional, sino trabajadores que a veces cometen, cometemos, actos violentos. 

Y, de hecho, los hay. 

Aunque cuantitativamente lo que abundan son el roce, los conflictos y la animadversión también hay compañeros y compañeras que acosan a compañeras y compañeros.
Hay liderazgos dañinos que confunden el orden con el miedo. 
Equipos que aíslan y sacrifican a uno de los suyos para sostener una fantasía de paz.
Chivos expiatorios.
Perseguidores que denuncian ser perseguidos y dejan a su paso un rastro de confusión.
Y, por supuesto, hay también faltas de respeto, insinuaciones sexuales, machismos, clasismos, racismos... realidades todas estas que, sin ser invisibles, sí tienden a no ser vistas. 
Que por su frecuencia diaria tienden a ser invisibilizadas, desatendidas, vistas con el rabillo del ojo y, a la postre, normalizadas. 

Ilustr. Yacek Yerka.

Son éstas violencias con agentes y con intención. Reconocibles, por tanto, visibles y denunciables una vez ha caído el velo del miedo. 

Lejos de la trivialización que implica ver la violencia entre compañeros como “riñas de patio de colegio” (como si no hubiera sufrimiento en las escuelas) estas formas de violencia entre profesionales pueden llegar a resultar muy dañinas en función de su intensidad, duración o extensión a otros miembros del equipo de trabajo. 

Influyen también la historia personal, los traumas previos y la sensación de contar con estrategias para afrontar las hostilidades y librar así la diaria negociación que rige la vida primate: un interminable tira y afloja entre el individuo y el grupo. 

La buena noticia es -porque la hay- que diariamente enfrentamos y sobrevivimos numerosos choques entre nosotros, resolviendo nuestras diferencias con creatividad, generosidad y dosis nada insignificantes de cordialidad y buen humor. 

 Al igual que el sistema inmune nos va librando de infinidad de células tumorales sin que llegue a desarrollarse neoplasia, los trabajadores resolvemos eficazmente la mayoría de las tensiones que entre nosotros se van creando inevitablemente en la danza en torno a la tarea que nos reunión en primer lugar.

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Pero volvamos a las violencias realmente invisibles.  

Estamos todos de acuerdo en que una institución no es un sujeto y carece de intenciones propias. Pero negar la violencia institucional porque la institución no es un agente intencional sería como decir que las normas que rigen nuestro comportamiento en las instituciones carecen de intención alguna, cuando alguien sí que ha pensado esas normas. 

O sería como negar la realidad misma del diseño, si dijéramos que un diván o una guillotina carecen de intención alguna en tanto que muebles inertes. Carecen de agencia, pero no las personas que convirtieron una intención en herramienta tangible, que habla por sí sola. 

Toda institución humana supone un recorte de la realidad, de la realidad material (personas, inmuebles, mobiliario, elementos fungibles...) y también simbólica (leyes, reglamentos, protocolos, normas tácitas que aprendemos sobre el terreno) todos estos mimbres dispuestos para lograr una finalidad que denominamos tarea. 

Por ejemplo, la de mantener a la población sana, ¿o era intervenir sobre la enfermedad? Como señala Julio Mayol, ambos fines suenan parecidos pero no son lo mismo. 
No son lo mismo. 

A ese recorte institucional de la realidad nos apuntamos, en principio, voluntariamente. Primero enculturándonos, estudiando y pasando a formar parte de una de las muchas tribus sociosanitarias. Y luego, en un segundo tiempo, al firmar un contrato que nos liga a las normas de la institución: dónde y cuándo estaremos y con quién, qué es lo que haremos, qué estará permitido y qué sancionado, cómo se nos recompensará... 

Asumimos gustosos ese recorte de nuestras potencialidades. Poder dar o no un medicamento en función de asumir tal o cual categoría, cortar o instrumentar, asear o escribir en la historia clínica; pero también sabemos que la norma no alcanza todos los rincones de la realidad. Que el mapa siempre tiene algo de resumen y que los detalles del terreno deben descubrirse en el dificultoso encuentro diario con el trabajo, sus obstáculos y gratificaciones. 

 Entonces, si estamos en esto voluntariamente, ¿por qué tantos profesionales se sienten interpelados cuando oyen o denuncian el maltrato institucional? ¿qué relación puede tener este par de palabras con las bajas por enfermedad, el desgaste profesional o los deseos de abandonar la profesión? 

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Nos cuentan que la violencia institucional se hace presente cuando la tarea principal, cuidar de los demás, parece aplicarse bajo la lógica de un doble rasero, afanándonos en favor de los pacientes (cuando encajan con nuestra idea del buen paciente) pero no alcanzando necesariamente a quienes les cuidan,  doliéndonos por la disonancia entre Humanización de la asistencia y el estado de nuestras relaciones laborales; por lo difícil que resulta hacer compatibles vida personal y trabajo lo mucho que nos cuesta cuidarnos entre nosotros, tal vez por saturación. 

Violencia que a veces encuentra su réplica en nosotros mismos cuando rechazamos nuestra parte vulnerable y nos resistimos a un descanso, postergamos una baja necesaria, nos avergonzamos de tener ciertos diagnósticos o tomar un tratamiento. Viviendo como si ser profesional y ser paciente no cupieran en una misma persona presumiendo de ser malos pacientes. Tratándonos tan mal, en definitiva. 

Resultan injustamente violentas también algunas adaptaciones de puesto que a pesar de venir propuestas por Salud Laboral devienen motivo de fastidio organizativo, de rivalidad o incluso envidias entre compañeros por falta de pedagogía o tiempo para llevarla a cabo. 

Estamos hablando de desatención a las necesidades de una parte de la comunidad sanitaria aquellas veces en que se gestiona como si fuéramos los mismos que hace 20 o 30 años o como si una pandemia no nos hubiera cambiado. 

Cuando la bolsa de trabajo se convierte en sinónimo de prisas, inexactitudes y sanciones. 

Cuando se espera que una profesional trabaje a pleno rendimiento, de la noche a la mañana, en un puesto o en otro. 

Traslados e incorporaciones sin guías de acogida, sin apenas formación o supervisión. O que pasan por alto toda la experiencia previa acumulada, las habilidades y redes de relaciones construidas durante años como si eso en el nuevo puesto no sirviera para nada haciéndonos sentir elementos reemplazables.
Recursos humanos. 

Resulta en violencia cuando la formación de grado con la que venimos troquelados tiende a entorpecer el encuentro real con unos pacientes que, al igual que nosotros cuando nos quitamos el uniforme ya han cambiado, enrareciéndose de esta manera el clima de colaboración en nuestras consultas, salas y domicilios, tal y como denuncia Víctor Montori en “La rebelión de los pacientes”. 

Pero sobre todo la violencia invisible de la institución se hace sentir cuando la organización del trabajo nos impide hacer lo correcto o nos lleva a traicionar nuestros principios lo que se ha venido a llamar daño moral.

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El deterioro de las condiciones de trabajo por razones de eficiencia, sobrefrecuentación e indefinición de la cartera de servicios impide a muchos profesionales identificarse con el fruto de su labor al no poder nutrirse de la satisfacción del trabajo bien hecho del reconocimiento de los pacientes y, especialmente, de sus iguales. Los aboca al desgaste.

La devaluación y paulatina desaparición de los espacios de cooperación de los encuentros informales las charlas creativas de los descansos nos dejan igualmente solos ante el sufrimiento del encuentro con la tarea. Abona la aparición de conflictos de unos contra otros. 

La sobreimplicación a menudo necesaria para realizar la tarea de cuidar siembra la semilla de la reciprocidad resentida cuando uno espera de la institución unos cuidados que no siempre se prodigan 

De este desengaño surgen no pocas bajas de no fácil solución. 

Quedan por tanto para el profesional abrazar los mecanismos de defensa que llevan al consabido Burnout, o bien insistir en el empeño a costa de su salud, o pedir la cuenta y marcharse sumándose a un goteo que salva al individuo y estresa aún más al resto. 

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¿Quién nos ha puesto la pierna encima? 
¿De quién es la culpa? Miramos hacia arriba y no hay nadie. 
En cada escalón de nuestro sistema se lidia con la misma sensación de escasez de recursos, de impotencia de los propios actos. 

Podemos perder mucha energía y tiempo buscando una bota opresora. Nos traiciona nuestro modo de pensar las relaciones uno a uno en las que normalmente hay responsables y relaciones lineales entre causa y efecto. Pero cuando el reflejo de culpar entra por la puerta la posibilidad de comprender a menudo salta por la ventana. 

Cada institución tiene su historia, y la nuestra es la de una extraña coalición de profesiones milenarias y recientes, de lo sagrado y lo tecnocientífico, puestas a colaborar en escenarios hiperconectados en favor no de unos pocos privilegiados, sino de toda la comunidad. 

Conforme crecía y se complejizaba era capaz de lograr gestas impensables cirugías neonatales, radioterapias hiperselectivas, planes integrales de cuidados. 

Al mismo tiempo que el sistema cambiaba se introducían decenas de nuevas lógicas e incentivos no siempre coherentes entre sí no siempre compatibles con la tarea inicial. 

En sistemas así de complejos pequeñas causas llevan a grandes efectos. 

Y si damos por bueno que puede pensarse e identificarse, como propone José Ramón Repullo, una iatrogenia sistémica, un potencial dañino al paciente por el mero hecho de incorporarse a este complejo sistema benefactor tal vez nos resulte más fácil aceptar esa violencia invisible que afecta a quienes formamos parte de este mismo sistema. 

Violencia, dijimos, era una voluntad imponiéndose a otra voluntad. 
Aunque la primera ya no esté allí más que en forma de burocracia. Es cierto que todos hemos firmado un contrato. Pero no lo es menos que a veces trabajamos como si hubiéramos consentido todas las normas, las escritas y las no escritas, a perpetuidad, sin posibilidad de réplica, y como si esas normas fueran capaces de contemplar todas las circunstancias pasadas, presentes y futuras cuando tratamos a diario con el sistema complejo por excelencia:  el ser humano. 

Ilustr. Andreas Zielenkiewicz
Ya nos lo recuerda Diego Gracia en todo acto clínico conviven hechos y valores. Y los valores, añadiría quien les habla, no pueden ser normados. 

Es violencia desatender la necesaria deliberación que concilie los valores en juego antes de decidir el curso óptimo. 

Nos falta hablar. 

Porque violencia institucional es, en definitiva, la incapacidad de cualquier institución para repensar su tarea.  Y sólo pensando entre todos la tarea podrá ésta mantenerse alineada con su propósito original, al tiempo que adaptada de forma activa a la realidad cambiante que la rodea y conforma.

Afirmaba el añorado antropólogo David Graeber en “La utopía de las normas” que uno de los rasgos más distintivos de la violencia es su tedio, su capacidad para infundir el aburrimiento, extinguiendo en sus dominios todo espíritu creativo. 

“El vaciado - afirmaba - de toda posibilidad de comunicación o sentido es la esencia real de lo que realmente es, y hace, la violencia”.  

La solución a la violencia pasa inevitablemente por la comunicación.
Tan sencillo y tan complicado como esto. 

Una comunicación efectiva entre las partes de un sistema complejo que permita resintonizar al sistema mismo con el entorno que la originó y le encomendó su tarea. 

Una comunicación que habilite una adaptación activa a la realidad, siempre cambiante.

Una comunicación que nos libre del encasillamiento y el enamoramiento de la forma, del continente.

Porque a la postre el mapa siempre termina oprimiendo el territorio y desconcertando a los exploradores.

@JCamiloVazquez


Ilustrac. Ángel Alonso (Angelitoon) Vía Devianart

viernes, 11 de julio de 2025

Entre el remedio y la palabra.

Ideas tras la lectura del libro "RELACIÓN TERAPÉUTICA Y FÁRMACO PSIQUIÁTRICO. Psicofarmacología psicodinámica", de José Miguel Ribé.

1.

Han pasado unos 70 años desde que la tecnología de los psicofármacos cambió para siempre la psiquiatría o, si se prefiere, la hizo nacer en su estado actual.

Desde entonces mucho se ha reflexionando acerca de su enorme impacto en nuestras vidas. Algunos libros al respecto llegaron a alcanzar ciertas cotas de popularidad, cada uno con un mensaje o una mirada particular:
Pero faltaba un libro en español que se pusiera, manos a la obra, a desentrañar una de las cuestiones clave cuando nos encontramos frente al psiquiatra 
o el médico de familia:

la relación que se construye en torno al remedio.
 

Es decir, qué movimientos se producen alrededor de ese triángulo que inevitablemente conforman fármaco, médico y paciente. Por ejemplo:
  • ¿En función de qué se receta un fármaco y no otro?
  • ¿Por qué a menudo se prescribe cuando no se debería?
  • ¿Hasta qué punto influye la relación médico-paciente en que un fármaco nos ayude o nos perjudique?
  • ¿Cómo cambian las relaciones entre profesionales sanitarios en función de la aparición de ese tercer elemento que es el fármaco?
El segundo libro de Tito Ribé (tras su muy recomendable manual de psicoterapia de grupo) ha venido a aportar luz a todas estas cuestiones con su habitual estilo exhaustivo y claro, sin irse por las ramas ni dejarse cuestiones relevantes en el tintero.


2.

Desde fuera de la profesión médica podría uno preguntarse si este acto clínico tan cotidiano no se encuentra ya perfectamente trillado, dominado por parte de sus agentes activos (nosotros, los prescriptores) y por tanto razonablemente libre de riesgos y equívocos.

La respuesta a esto no puede extrañarnos demasiado a poco que revisemos las cifras de consumo de psicofármacos o estemos dispuestos a escuchar las confidencias de tantos ciudadanos que se acercan a nuestras consultas.

No, la prescripción no es un asunto resuelto. Ni andamos tan informados como nos gusta aparentar en público ni ocurre que el acto de prescribir, recetar, medicar esté libre de conflictos internos e interpersonales.

Para empezar porque estos fármacos que recetamos los psiquiatras y los médicos de familia, los psicofármacos, pocas veces son vistos de manera neutral. Al igual que pueda pasar con la quimioterapia, los antirretrovirales, la insulina, la toxina botulínica o, más recientemente, el famoso Ozempic (semaglutida), los psicofármacos forman parte de esta familia de principios activos cargados de significados sociales, los cuales desbordan su composición bioquímica, nombre y envasado.

Pero más allá del simbolismo del propio fármaco, cada paciente carga con su propia historia de aprendizaje (lo que recuerda que le ayudó o dañó, lo que presenció o le contaron, lo que alivió o perjudicó a los suyos). Esta historia particular llena de matices irrepetibles cada encuentro en la consulta. Nos encontraremos, por tanto, un terreno repleto de significados a ambos lados de la mesa.

Fuente: Yo, Doctor; Vía: https://www.yodoctor.es

Esta profusión de atribuciones de sentido, inagotables en su variedad, ha de desbordar necesariamente cualquier pretensión de que nos encontramos ante un acto técnico objetivo. Por ello tomar un principio activo nunca es solamente ingerir una sustancia, al igual que prescribir no consiste únicamente en extender una receta. Allá donde exista un sujeto el acto clínico vendrá acompañado invariablemente de hechos y de valores. Serán aspectos manifiestos y latentes a tener bien en cuenta si es que buscamos ser de utilidad a alguien.

Curiosamente esta realidad no la desconocen tanto quienes acuden buscando ayuda (aunque esta intuición no la expresen normalmente con tecnicismos) como nosotros, sus potenciales benefactores. Obnubilados por las promesas de la tecnobiomedicina, a menudo formados únicamente en este paradigma, tendemos a dejar fuera de nuestra lectura de los encuentros clínicos la subjetividad. Como si lo psicoterapéutico se pusiera únicamente en juego en la consulta del piscólogo, a través de la palabra, en un ejercicio de disociación institucional donde unos “reparan” y otros “consuelan”.

Dicho de otra forma, si conseguimos mejorar nuestra sensibilidad a esta realidad intersubjetiva a la hora de medicar lograremos ser mucho más eficaces en consulta, respetuosos y, sí, menos dañinos.

3.

Para ilustrarnos en este sentido el libro de Ribé comienza con una breve pero necesaria introducción histórica que resume cómo se ha ido configurando la práctica psiquiátrica hasta alcanzar su insatisfactorio estado actual. Como bien afirma el autor, no es raro que los profesionales se sientan meros expendedores de pastillas, sobrepasados por la carga de trabajo, al tiempo que los usuarios lamenten no ser comprendidos ni escuchados, otras veces incómodamente inmersos en el regateo del alivio. El repaso del devenir de esta especialidad nos habla de sus tribus, sus oposiciones dilemáticas (biologicistas y psicologicistas ), sus condiciones materiales, sus promesas relucientes, sus desengaños y sus nuevas -esta vez sí que sí- propuestas psicodélicas para tanto trastorno “resistente al tratamiento”.

Propone el marco psicodinámico como una bisagra capaz de integrar las posturas centradas en las neurociencias y aquellas sustentadas por el psicoanálisis. Y lo hace no desde una teorización alejada de su objeto de estudio, sino desde su amplia experiencia directa como psiquiatra “de trinchera” en un Centro de Salud Mental barcelonés, donde ejerce como psicoterapeuta individual y grupal así como consultor de Equipos de Atención Primaria.

Fuente: Unsplah
Este sólido bagaje clínico le permite explorar a fondo cuestiones tan relevantes como los mimbres que construyen una buena respuesta al medicamento pautado. Esto le lleva a reivindicar la importancia de la que tal vez sea la piedra de bóveda de todas las profesionales sanitarias (también la peor interpretada): el efecto placebo, el beneficio subjetivo y objetivo logrado por medio de una relación de confianza en quien expresa el compromiso de ayudar. La actitud positiva al prescribir, la capacidad para avivar una esperanza razonable e incluso la astucia a la hora de escoger el remedio por la sonoridad de su nombre serán elementos que convendrá articular con una alianza terapéutica firme, la cual habrá que entenderla como un trabajo relacional siempre necesario, no dándola por hecha al primer atisbo de cordialidad.

Especial importancia tiene el capítulo dedicado a la resistencia al tratamiento, es decir, a cuando los fármacos no tienen el efecto buscado. Se trata esta de una realidad que se ha ido haciendo cada vez más habitual y que no puede ser entendida si se recurre únicamente a la bioquímica. La ambivalencia que todos portamos en mayor o menor grado al buscar ayuda, el temor a la dependencia, la necesidad de control, la desconfianza fraguada tras años de reveses y maltratos se traduce con frecuencia en que uno no acabe tomando lo que le recomiendan, o que lo haga de forma intermitente, o abandonándolo en corto plazo. Pero no sólo es cuestión de tomar o no tomar, sino que existe ese reverso dañino que es el efecto nocebo. De la combinación entre paciente reacio y profesional agobiado poco bueno puede salir. Esta es una de las fuentes de la iatrogenia, el daño producido por el remedio: molestias, efectos adversos o situaciones imprevisibles que nos habrán de animar a la prudencia prescriptora y a la exploración conjunta de fantasías, temores, significados y su origen en la historia de relación de la persona.

El fármaco, por tanto, debería darnos mucho que hablar y no silenciar la conversación. Ribé, tirando de Winnicott, lo entiende como un verdadero objeto transicional. Un elemento material sobre el que proyectamos muchos de aquellos elementos psicológicos que no somos capaces de integrar en la trama de nuestra experiencia por medio de palabras que hablen de nosotros mismos. 

Fuente: Unsplah
El fármaco actuaría como portador de mensajes y la prescripción se convertiría en un escenario que permite representar y analizar esta realidad esquiva.
Tan solo necesitamos prestar atención e invitar a poner el foco en cómo se relaciona uno con eso que le ofrecen.

Por supuesto no todo ocurre en la cabeza de los pacientes ni mucho menos. Es por ello que los últimos capítulos del manual los dedica a los motivos, a veces poco conscientes y casi nunca racionales, que llevan a los médicos a prescribir, no hacerlo o recetar sin un objetivo terapéutico. Nos habla de la impotencia que a menudo nos embarga ante las circunstancias vitales de los pacientes, del contagio de las expectativas desmesuradas, pero también del desgaste profesional que acaba en polimedicación.

Plantea así mismo la relación entre tratamiento farmacológico y psicoterapia, no sólo cuando los proporcionan diferentes profesionales en riesgo de rivalizar por la mejoría del paciente, o que tal vez se relacionen por medio de derivaciones más o menos amistosas. También encontraremos tela que cortar cuando sea el propio psiquiatra quien encarne ambos roles: el de prescriptor y psicoterapeuta. Este escenario aparentemente ideal no estará libre de retos específicos, como hablar de la medicación para no abordar asuntos más peliagudos, o hacernos sentir que no estamos siendo eficaces si es que tenemos que subir dosis en un momento determinado.

Siempre tiene el autor un pensamiento para los profesionales en formación, los residentes. Por lo general, los clínicos nos hemos visto obligados a aprender el oficio de la forma tradicional: pegándonos a alguien con más experiencia, observando, emulando, extrayendo conclusiones a partir del acierto y el error, construyendo una intuición imprescindible, pero también falible y vulnerable a los embates de lo emocional. Por medio de este libro trata de poner orden y traer claridad, explicitar toda esta sabiduría que en el mejor de los casos se transmite de forma implícita pero que muy a menudo queda desaprovechada. La psicofarmacología psicodinámica podría llegar a ser una defensa de primer orden frente al desgaste profesional de los compañeros que empiezan su carrera, además de un contrapunto imprescindible que equilibre el actual predominio del enfoque biomédico.

4.

Quizás sea el epílogo, dedicado a pensar el posible impacto de la llegada de la Inteligencia Artificial generativa en la atención a la salud mental, el que mejor refleje la fina intuición de su autor. Psicofármacos y terapeutas virtuales (basados en LLM) no dejan de ser tecnologías con potencial para cambiar sustancialmente nuestra forma de relacionarnos con nosotros mismos y los demás. 

La historia de nuestra especialidad podría leerse a través de hitos tecnológicos que la crearon (taxonomía), la humanizaron (cura por la palabra), la integraron en la medicina convencional (psicofarmacología) y podrían jubilarla (modelos de lenguaje por inteligencia artificial).

Fuente: Brian Stauffer
Aún mostrándose escéptico frente a la capacidad de la IA para reemplazar a los actuales terapeutas Ribé nos alerta de que la adopción irreflexiva de esta tecnología nos puede conducir a extrañas paradojas, como la de que prescriptores humanos trabajemos de forma cada vez más robotizada, mientras que algoritmos informáticos ofrecen acompañamiento, comprensión y una apariencia de “humanidad” infatigable.

Haríamos bien en darle una pensada a todo esto y preguntarnos qué estaremos depositando de nuestras fantasías y ambivalencias en estas nuevas realidades, y quién se estará beneficiando. Quizás nuestras siete décadas de convivencia con los psicofármacos nos sirvan para arrojar luz a estas cuestiones quizás no tan novedosas como se podría pensar.

Es de celebrar, en definitiva, la publicación de este breve manual de psicofarmacología psicodinámica. Sus páginas serán de gran provecho tanto para las personas que nos vemos en situación de recetar como los compañeros del ámbito de la salud mental que quieran entender cómo trabajamos, qué resortes se activan en los pacientes más allá del alivio o el daño y de qué manera esta tecnología les influye, guste o no, en su labor.

Abrirnos a la comprensión dinámica de cómo nos relacionamos con estos remedios nos dará una visión más realista y menos prejuiciosa sobre uno de los puntales de la medicina moderna. Que el fármaco acalle y reprima no lo veremos ya como un efecto invariable unido a las propiedades de una molécula. Con la actitud y el conocimiento apropiados todo prescriptor puede inaugurar la posibilidad de conversar productivamente, hacia un cambio que no sea simple apaciguamiento social.

Hace falta valor para examinar con honestidad los resortes propios que comienzan a moverse cuando recetamos o nos recetan un fármaco, y pienso que este libro es un pequeño primer gran paso.

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Si el tema ha resultado de tu interés y te apetece profundizar, has de saber que el próximo mes de septiembre José Miguel (Tito) Ribé participará en un taller que hemos organizado desde la Asociación Madrileña de Salud Mental (AMSM) centrado en la Psicofarmacología Psicodinámica. Quizás estas vacaciones puedan ser un momento ideal para devorar el libro y preparar el encuentro a la vuelta del verano.


En este taller podremos explorar con más detalle las aportaciones de su libro, aterrizándolas en cuestiones y situaciones clínicas concretas. Además sus aportaciones las pondremos a dialogar con la mirada de Iván de la Mata, quien ha reflexionado extensamente sobre el papel de la industria farmacéutica en las prácticas de promoción y consumo de los psicofármacos, así como el impacto en la cultura e imaginario social.

Será el primero de un ciclo de encuentros mensuales igualmente apasionantes organizados por la Madrileña, pero por el momento hasta aquí puedo leer... Permaneced atent@s.

  • Título: Relación terapéutica y fármaco psiquiátrico. Psicofarmacología psicodinámica.
  • Autor: José Miguel Ribé Buitrón
  • Editorial: Herder
  • Fecha de publicación: enero 2025
  • Páginas: 142


domingo, 30 de marzo de 2025

Sobre el suicidio y su relación con el trabajo

El pasado 13 de marzo intervine en el Senado de España a petición de su Comisión de Sanidad.

Esta charla se enmarca dentro de la ponencia dedicada a la Salud Mental y la Prevención del suicidio, en la que diferentes profesionales hemos venido aportando nuestro conocimiento en torno a este propósito tan amplio y necesario.

En mi caso quise centrar mi exposición en la relación que vamos conociendo entre el trabajo y la conducta suicida.

Aquí os dejo sendas grabaciones de la intervención esperando que lo expuesto sirva para aclarar algunas incógnitas e iluminar caminos para seguir avanzando. 

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1. Exposición inicial en torno a la relación entre trabajo y suicidio: (20 minutos)


2. Respuesta a los portavoces y exposición final. (10 minutos)


sábado, 22 de febrero de 2025

Sobre “Las palabras de la bestia hermosa”, de Guillermo Lahera.

Un manual de psiquiatría sin líos ni enredos.

“Toda filosofía acierta en lo que afirma y yerra en lo que niega”
Ernesto Castro, filósofo, youtuber y polemista tardomillenial.

1. No todos los días se publica un libro de divulgación en torno a la psiquiatría, por más que la “salud mental” (signifique lo que eso signifique) esté últimamente en boca de todos. Mucho menos común es que un libro de estas características despierte el interés tanto de público general como profesional. Me atrevería a suponer que esto obedece a la ascendente estrella de su autor: de psiquiatra raso a profesor universitario, investigador, coordinador de centros de salud mental, columnista desde hace un tiempo en El País, habitual de eventos de divulgación a caballo entre lo clínico y lo literario.

Conocí a Guillermo cuando empecé a frecuentar los seminarios anuales de la, por entonces, joven Sección de Neurociencia Clínica de la AEN. En este grupo de trabajo, ahora desafortunadamente algo inactivo, compartimos inquietudes, me crucé con clínicos e investigadores intensamente comprometidos con el deseo de conocer y también traté de ampliar lo poco que sé en torno a uno de los niveles de análisis posibles (el neurobiológico) dentro de nuestro complejo objeto de estudio: la persona. Hice mis aportaciones, tanto escritas como declamadas. En definitiva, lo pasé bien.

El profesor Lahera (izda.) y quien escribe estas líneas (derecha)
Una tarde, durante uno de aquellos seminarios de neurociencia clínica que la sección celebraba Segovia, recuerdo haber charlado con Guillermo a propósito de cuál debía de ser la relación de los psiquiatras con la industria farmacéutica (“la menor posible”, afirmaba yo; “que no fuera tan radical”, proponía él). Recuerdo que antes de entrar a la primera ponencia tras el almuerzo concluimos lo de siempre: hay que seguir debatiendo.

Aprovechando la publicación de este primer libro de Guillermo me gustaría plantear estas líneas como una continuación de aquel diálogo que percibíamos tan necesario. Recojo por tanto el testigo con el objetivo de ofrecer mi réplica y retomar, por medio de esta reseña, aquella conversación que quedó a medias.



2. “Las palabras de la bestia hermosa” ciñe sus casi 250 páginas al formato del caso clínico, un recurso habitual en la formación médica. Fuera del ámbito docente este tipo de divulgación se ha ido popularizando como género literario dirigido al gran público constituyendo una de las formas de la narrativa médica. Se toma la historia de un individuo que padece una patología y, a partir de la descripción sistemática de su sintomatología, se aprovecha para revisar las causas conocidas de la afección que padece (etiología), curso habitual (patogenia) y métodos vigentes para su tratamiento (terapéutica). Al narrar el encuentro clínico como una historia se potencia el interés de los no expertos, facilitando la asimilación de datos técnicos. Al mismo tiempo se abre la puerta por la que se desliza la subjetividad del autor, que suele ser el profesional que asume el caso, un trasunto de Sherlock Holmes frente a un rompecabezas de carne y hueso.

La enseñanza por medio del caso clínico implica escoger y poner el foco en un individuo concreto por su “capacidad” para encajar en la teoría preexistente, constituyendo lo que se conoce coloquialmente como “un caso de libro”. A través de los ocho capítulos de la presente obra Lahera elige construir varias exposiciones bellamente armadas acerca de los trastornos psicóticos, la estructura paranoide de la personalidad (todo un acierto), el trastorno bipolar, tres variedades de trastorno por acumulación, el trastorno obsesivo compulsivo, el trastorno de estrés postraumático y, finalmente, la denominada depresión mayor.

Ilustr. Joel Robinson
Es ciertamente atractiva la selección que se nos presenta. Los casos “de libro” son para nosotros, los clínicos, tan valiosos como gemas preciosas. En su rareza, restauran nuestra confianza en la teoría que, siendo falible y revisable, nos sirve para guiar nuestros diarios intentos de intervenir sobre el mundo material. Compensan así la realidad más común de la consulta diaria, donde a menudo las cosas no están tan claras, predominan las llamadas comorbilidades (coexisten varios diagnósticos a la vez), se desdibujan las fronteras entre las categorías diagnósticas y lo que en un inicio apuntaba a una patología años después apenas se sostiene.

Estas gemas preciosas que son los casos ejemplares las engarza Lahera con la parte más didáctica de su obra, centrada en la descripción de la psico(pato)logía de cada trastorno mental, pero también con sugerentes y eruditas referencias artísticas (novela, cine, poesía, pintura) que le permiten ilustrar de forma eficaz las vivencias menos comunes para el lector o, por el contrario, señalar la universalidad de muchos de nuestros procesos mentales, aquellos que de tan comunes nos condicionan de manera casi inadvertida.

Tiene la virtud Guillermo de empapar la obra con una vocación integradora que busca salir de las falsas dicotomías y los dilemas hacia los que a menudo nos conducen la angustia, la necesidad de ordenar el mundo o la pertenencia a grupos que buscan diferenciarse y se dicen enfrentados. Me resulta refrescante (quizá me transporta de nuevo a aquellos seminarios en Segovia) leer su defensa de una práctica de la psiquiatría capaz de integrar los conocimientos en neurociencias y la psicoterapia sin dejar de lado la medicina somática. No puedo dejar de cabecear afirmativamente cuando enfatiza nuestra condición de animales humanos sometidos a la evolución de las especies, la impronta social de gran parte de nuestros procesos cerebrales, el antipático pero tozudo peso de la genética en nuestra conducta o la complejidad dinámica de la interacción gen-ambiente. Cimientos éstos a menudo desdeñados por biológicos sobre los que se ha ido construyendo durante los últimos 100,000 años ese abigarrado dispositivo complementario de evolución humana que es la cultura, nuestra segunda naturaleza o fenotipo extendido.


3. Junto a los muchos méritos de este libro -que resultará particularmente útil a estudiantes de medicina, a psicólogas y psicólogos, a familiares de pacientes, (¿a los propios pacientes?), a personas interesadas en cultivarse sobre temas de salud, y que gustará a muchas compañeras y compañeros psiquiatras en ejercicio- se deslizan algunas opiniones y prejuicios entreverados en los pasajes de mayor sustancia, haciendo peligrosamente indistinguibles unos de otros para aquellos que no sean conocedores de primera mano de la realidad que el autor trata de plasmar. Comentaré en adelante los que me han llamado más la atención, a saber:

a) La representatividad de los casos escogidos

b) La descripción de los problemas que afronta la profesión

c) La antipsiquiatría como “sombra” de la disciplina

A Guillermo no le ha debido resultar sencillo escoger los casos para este libro. Son muchas (pero muchas) las historias que uno acoge a lo largo de un año de ejercicio profesional, no digamos ya de veinte. De entre aquellos dramas vitales capaces de cruzar el umbral de la memoria y que, además, hayan quedado adecuadamente documentados, quedará seleccionar aquellos casos particulares que puedan ser de especial interés para el público. Con todo, el plantel definitivo de “Las palabras...” no parece obedecer a una simple armonización de azar, memoria y mercadotecnia editorial. El autor, al escoger unos casos y no otros, no disimula su intención de definir las fronteras de una cierta psiquiatría, desbrozar y delimitar el campo profesional para llevarlo de vuelta a su -supuesta- esencia.

Queda esto anunciado desde la misma introducción del “manual” donde, por un lado, se propone como uno de sus objetivos el “contar de primera mano qué cosas suceden en una consulta de psiquatría”, al tiempo que afirma unos capítulos más adelante que [···] “los centros de salud mental, que inicialmente fueron diseñados para atender de forma integral y continuada los trastornos mentales graves [···] ahora se reorganizan a la fuerza para atender un aluvión de demandas emocionales camufladas de “depresión”. El libro, hablando en puridad, elige mostrarnos de primera mano algunas de esas cosas que suceden, mientras que otras tantas, las más en realidad, habrán de quedar entre bambalinas.

Parece por tanto estructurar el índice del libro su afán por mostrar el Trastorno Mental Grave, equiparando ciertos diagnósticos al ejercicio de una psiquiatría “de verdad”. Esta reivindicación trae aparejado el lamento frente a lo que esboza como una pseudopsiquiatría, un ejercicio de dudosa utilidad o potencialmente dañino, fruto de lo que sería un malentendido por parte “de la población general”, sin detenerse en explorar el papel de los propios profesionales, académicos y actores tecnosanitarios en la generación de esta demanda que hoy nos abruma. Tampoco aspira a ilustrar cuál es el encaje, siempre dinámico, de nuestra profesión en el paisaje social que la sustenta (pues no surge en el vacío), con sus diferentes mecanismos no clínicos (léase informes, peritajes, ingresos involuntarios, intervenciones en los medios de comunicación) destinados a engranar la producción de bienes y servicios, por un lado, y la protección social a la que aspira un estado que se declara del bienestar.

El psiquiatra que aspira a emular a sus referentes cinematográficos parece, en la obra de Lahera, condenado a tratar con resignación lo que a menudos se denominan “malestares”, equiparando de alguna manera las reacciones no patológicas a los Trastornos Mentales Comunes, y obviando de paso la experiencia compartida por muchos de nosotros de que, casi cualquier categoría diagnóstica, cuando alcanza intensidad sintomática suficiente, llega a expresarse en formas de una gravedad tal que resulta insoportable tanto para la persona que lo padece como para su entorno.

En este sentido Lahera parece mirar la profesión a través de una lente de curvatura inversa a la que aplica la neuróloga Suzanne O´Sullivan en su libro de mejorable título “Todo está en tu cabeza” (también reseñado por Olga Bautista aquí). En él se narra cómo esta neuróloga, inicialmente descolocada por lo que le arroja la realidad asistencial, en lugar de rechazarla (derivándola a nuestras consultas de psiquiatra, por ejemplo) pasa a desplegar una actitud de entera receptividad frente a ese desafío, el choque entre la inverosímil semiología de sus pacientes y la teoría que había estudiado para tratar de ayudarles. Sólo de esta forma pudo escuchar, entender y tratar de forma reparadora a los denominados “Trastornos Neurológicos Funcionales”, generadores de importante malestar entre tantos de sus compañeros de especialidad.

Ilustr. Maurits Escher

A mi modo de ver, cargar sobre los hombros de los usuarios las insuficiencias de un modelo comprensivo (el autodenominado biopsicosocial a nivel emblemático, nunca desarrollado en profundidad) no deja de perpetuar una injusticia de bajo grado, pero que se presenta a diario en nuestros dispositivos asistenciales. Abrazar la realidad y afrontarla de forma activa, o bien perpetuar el rechazo buscando aferrarse a una cierta idea de lo que es ejercer la profesión, son ambas dos opciones a las que todo clínico se enfrenta a diario en su consulta. Y me atrevería a sugerir que una de ellas supone echar a andar por la senda que nos conduce finalmente desgaste profesional o Burnout.

Podemos afirmar por tanto que los casos plasmados en el libro aspiran a causar un cierto efecto más que a ser realmente representativos del día a día de un psiquiatra. Otras viñetas clínicas son trabajadas desde ángulos bien particulares. Valga el ejemplo de Ainhoa. Siendo relevante como es explicar bien Trastorno de Estrés Postraumático (TEPT), lo cual Guillermo logra de forma convincente, uno no deja de sorprenderse cuando se escoge como acontecimiento traumático nada menos que un atentado terrorista. Entendiendo el interés que esto puede despertar (también a nivel personal, como nos confiesa) no puedo dejar de ver este capítulo como una oportunidad perdida para traer a un primer plano las que son causas bastante más comunes de trauma psíquico, a saber: el acoso psicológico en la escuela y el trabajo, la violencia de género mantenida en el tiempo o los abusos sexuales intrafamiliares. Son estos los aprendizajes que nunca terminan de producirse porque, finalmente, quedan fuera de foco.

4. El libro siembra entre relato y relato algunas reflexiones que me hacen pensar que lo que palpita bajo toda la obra es una cierta zozobra identitaria: ¿qué es la psiquiatría?, ¿cómo es percibida?, ¿qué aspira(ba) uno a ser en tanto que psiquiatra?. ¿Qué imagen nos devuelve el espejo de nuestra propia práctica clínica? ¿qué nos hacen sentir la mirada y el discurso de los otros?

Para tratar de pensar y despejar estas cuestiones Guillermo invoca un contrapunto al que, junto con el psicoanalista Jung, denomina “la sombra” de nuestra profesión. Se refiere a la antipsiquiatría. Se lamenta, en primer lugar, por una supuesta excepcionalidad de nuestra especialidad. Sería, según él, única en la tara de contar con figuras de cierto calado, obras y discursos críticos dirigidos a cuestionar la “disciplina madre”. Estos discursos críticos no estarían sostenidos tan solo por usuarios legítimamente descontentos, personas clínicamente incapaces de percatarse de que su percepción está alterada o unas pocas sectas fanáticas, sino -lo que para algunos resulta particularmente irritante- también por compañeros de profesión.

Ilustr. Maurits Escher.

Esta queja tan común (solo la psiquiatría tiene una antipsiquiatría) puede ser cierta únicamente desde una lectura apresurada. Sí, existe el vocablo. Y sí, incluye el prefijo anti. Y no hay una autodeclarada anti-medicina (aunque sí haya medicina homeopática, alternativa o movimiento antivacunas). Pero el término acuñado en su día por uno de los pioneros del movimiento, David Cooper, es reapropiado de forma tergiversada por quienes lo emplean hoy peyorativamente. Se interpreta, siguiendo una dinámica tribal que el propio Guillermo describe, para definir al adversario y cohesionar a los propios. Lo que inevitablemente es un conjunto diverso y contradictorio de posturas críticas, una vez se ha visto convertido en tribu adversaria, pasa a quedar desdibujado, homogeneizado y caricaturizado. Se construye un “hombre de paja” al que no parezca impropio alancear. Y por supuesto se decide ignorar activamente la raigambre dialéctica que le dio nombre, la que propone que frente a una tesis surge la antítesis y de ahí un conocimiento denominado síntesis, avanzando de forma espiralada en la comprensión de las cosas.

Pero esta dialéctica no es exclusiva de la psiquiatría, aunque la nuestra quizás sea de toda la medicina la rama más habituada a la introspección y autocrítica. Insistir en su excepcionalidad nos pone en riesgo de desatender muchos otros movimientos bien vivos en otros campos de la medicina a poco que uno esté dispuesto a revisar los diferentes cuestionamientos al modelo imperante: desde la defensa de una “medicina conservadora” que frene la adopción acrítica de novedades sin valor clínico significativo, pasando por la propuesta de rehumanizar la asistencia (“pan y rosas”) para afrontar la crisis de los cuidados tal y como proponen Victor Montori e Iona Heath o la Plataforma Humaniza la UCI; la iniciativa No Gracias frente a las injerencias indeseadas de la industria en la práctica clínica, la preocupación por el efecto contraproducente (iatrogenia) de ciertas profesiones que consiguen lo contrario de lo que buscan (una medicina que, en su momento de mayor desarrollo, convive con una población que se percibe más enferma que nunca, tal y como advirtió Ivan Illich), sin dejar de lado la crítica a la sistemática medicalización del parto, la insatisfactoria atención al dolor crónico, o la insuficiencia de nuestro modelo biomédico para comprender y abordar de forma satisfactoria los llamados síndromes de sensibilización central, por poner algunos ejemplos.

Ilustr. Maurits Escher

Volviendo al asunto de “la sombra” confieso que se me hizo raro leer en “Las palabras...” pasajes de Guillermo que apoyarían sin reparo muchos críticos de la psiquiatría actual conviviendo con la desautorización de la antipsiquiatría páginas más arriba o más abajo. Estos pasajes, de ser firmados por otras plumas, estoy seguro serían ferozmente contestados y atribuidos a la malicia de una tribu rival. Pongamos por caso cuando, tras celebrar cuánto mejoró la asistencia psiquiátrica gracias al proceso de Reforma impulsado en los años 80 y una vez considera superado el biologicismo, pasa a afirmar que “es verdad que luego uno acude a la consulta de cualquier psiquiatra escogido al azar y, tras relatar una compleja patología mental, solo recibe unas breves palabras: tómese estas pastillas y me cuenta”. O cuando prosigue reconociendo que “en la mayoría de los casos nuestra acción profesional solo produce un alivio parcial [···] en otros, me temo que perjudicamos, dañamos muy a nuestro pesar. Ponemos una etiqueta a quien no quiere tenerla, imponemos a la persona un esquema vital que le resulta ajeno, la forzamos a una intimidad que detesta.” (sic)

Estos pasajes, que a mi juicio reflejan fielmente varias aristas de nuestra realidad asistencial, merecen algún comentario. Creo que incurre en un reduccionismo cuando atribuye a la mala praxis la escena del psiquiatra que extiende recetas con parquedad. Puede resultar tranquilizador pensar en términos individuales lo que más probablemente sea emergente de causas mucho más complejas y estructurales. El hecho es que no se trata de desencuentros anecdóticos: son múltiples las voces que denuncian el progresivo empobrecimiento de la clínica y la merma en la capacidad de escucha por una parte no menor de nosotros, los psiquiatras. Por otro lado, cuando se pregunta qué profesional no estaría de acuerdo con el trato radicalmente humano que Franco Basaglia exigía para los locos, parece pasar por alto que esto que hoy nos parece “de sentido común” en su momento fue tildado de idealismo radical. Cuando los movimientos instituyentes se abren un hueco en la realidad instituida lo hacen siempre venciendo resistencias tenaces y fuertes dosis de crítica. Esto nos debe llevar a recordar que lo que hoy nos parecen bellas aspiraciones irrealizables tal vez mañana nos parezcan cuestiones obvias, mientras que nuestros usos despertarán la condescendencia o el espanto de nuestros sucesores. Así debe ser. Tampoco deberemos perder de vista que los avances sociales son logros humanos de una fragilidad descorazonadora, como podemos contemplar de forma impúdica en estos primeros compases de 2025. Suenan muy actuales las palabras de Simone de Beauvoir cuando advertía: “bastará una crisis política, económica o religiosa para que los derechos de las mujeres (o quienes sufren psíquicamente, en este caso) vuelvan a ser cuestionados. Esos derechos nunca se dan por adquiridos”.

Franco Basaglia
Por otro lado, ¿qué lectura se hace en “Las palabras...” del momento que vive la profesión? Por medio de un somero repaso histórico Guillermo despliega la tesis de que si bien “nuestra historia es terrible” afortunadamente quedó atrás. Ahora nos encontraríamos en algo así como un presente “suficientemente bueno”, que tan solo necesita unos apaños: más tiempo en consulta, más dinero, más contratos, más personal para poder prescindir de las sujecciones físicas en los hospitales. 

Se pregunta de forma quizás demasiado inocente cómo es posible que los psiquiatras llegaran a desatender la herramienta clínica de la psicoterapia, sin examinar el impacto que tuvo la llegada de los psicofármacos en el día a día de las consultas, ni tampoco la capacidad que esta mirada farmacológica ha mantenido desde entonces para casi monopolizar los fondos destinados a investigación y a la formación de los profesionales. De la misma forma no podemos esperar encontrar (porque tampoco era el objetivo de la obra, aunque asomen flecos de los que tirar) una reflexión que contextualice este empobrecimiento de nuestra práctica en el seno de las siempre delicadas relaciones con la psicología clínica, movida por sus propias aspiraciones y a menudo agobiada por sus propias luchas internas.

Tampoco veremos propuestas explícitas en favor de la salud pública, por mucho que se puedan intuir en el espíritu de lo que escribe. Parece creer el autor que, de hacerlo, cometería el pecado capital de involucrarse en política (sanitaria). Por tanto parecería impertinente emplear el conocimiento experto que nos proporciona nuestra profesión a la hora de investigar, diseñar y proponer medidas transversales que modifiquen de raíz los condicionantes estructurales que, llegado el caso, acabarán convertidos en factores de riesgo. Como si en un partido de fútbol el delantero se hiciera habilidosamente con el balón de la prevención primaria pero se negase a encajar el gol en la meta contraria, no sea que alguien piense que ha tomado partido. ¿Qué sería rematar la jugada en este contexto? 

Tal vez poner las energías, los proyectos de investigación y parte de los cuantiosos presupuestos dedicados a lo inmodificable (la por ahora inescrutable herencia poligénica) en aquello sobre lo que sí podemos intervenir a escala poblacional, no necesariamente desde la psiquiatría asistencial: señalar un modelo de relaciones laborales que torpedea los cuidados recién llegamos a los brazos de nuestras madres, que lleva a un modelo de crianza históricamente centrado en la represión emocional primero y posteriormente en la reducción del malestar por medio de la evasión química o conductual, que conduce a una pérdida de competencia relacional y a un grado de incomunicación tal que acaba cercenando la percepción del sufrimiento propio y ajeno, entorpeciendo la búsqueda y la oferta de consuelo cuando llega la violencia a nuestras vidas. Todo esto se suma a un contexto caracterizado por la gradual invasión de los mercados en nuestras vidas, socavando las relaciones de solidaridad, enmarcando los encuentros con el otro como actos de consumo y devaluando las etapas no productivas de la vida, favoreciendo el abandono y la soledad una vez quedamos fuera del circuito laboral. Todo entrelazado, pero difícil de aprehender si evitamos remontarnos a “las causas de las causas”.

5. Es hora de concluir. Diré que, siendo el libro una lectura provechosa y bien construida, sus innegables inteligencia creativa y sensibilidad artística sirven principalmente a la defensa de una cierta imagen, restringida, de la profesión que compartimos.

Trabajar es sufrir. Y es cierto, como narra en su introducción, que el encuentro con lo real de la psiquiatría inevitablemente ha de descabalgar nuestras expectativas más o menos ideales. Escribir, en este contexto, tal vez sea de las formas más nobles de sublimación. Crear algo bello a partir de lo doloroso. Pulir afanosamente un espejo en el que mirarse. Compartir esa imagen con el mundo. Recibir una mirada de reconocimiento. Es duro este trabajo.

Me recordaba a esa cinta clásica del cine japonés, Rashomon (Akira Kurosawa, 1950) que comienza con tres personajes resguardándose de la lluvia bajo un pórtico semiderruido. Uno de ellos relata haber presenciado un juicio, y expone que lo que allí escuchó le hizo perder la fe en la humanidad. Un samurái, su mujer y un salteador de caminos se cruzaron en el bosque. El relato de lo sucedido por parte de cada uno de los tres implicados no puede ser más diferente. Ya fueran salteador, dama o samurái cada uno narró lo que pudo narrar, aunque ello los condujera a la deshonra o la horca. ¿Existe acaso la verdad?, se preguntan los peregrinos bajo la lluvia, desalentados. Cada uno percibe el mundo tal y como lo necesita, acentuando u omitiendo matices de tal forma que la escena encaje con la idea que tenemos de nosotros mismos, o la identidad que quisiéramos representar para los demás.

Quizás un libro como este, dedicado a la psiquiatría, más que una danza entre una figura y su sombra nos traslade más bien a un salón de múltiples espejos, donde cada uno puede ver la parte que alcanza a ver de sí mismo.

Con suerte habrá alguien dispuesto a rascarnos amistosamente la espalda.

@JCamiloVázquez