jueves, 31 de diciembre de 2015

Fargo, o el miedo

Terminamos el año con una entrada más ligera que las anteriores. En ella analizaremos una serie televisiva que nos ha atrapado ya desde su primer episodio.

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Quizás su título os suene, ya que nos referimos a Fargo. Con dos temporadas emitidas hasta la fecha, esta serie de ficción “basada en hechos reales”* está inspirada en la película homónima de los hermanos Coen.
El largometraje ya tuvo una excelente acogida en 1996, año de su estreno, llevándose el Oscar a la mejor actriz y al mejor guión original. Pero si aún lo recordamos casi 20 años después sin duda es por esa peculiar combinación de thriller policíaco y humor negro que de alguna manera se ha convertido en marca de la casa para los Coen.
Tanto la película como la serie actual nos trasladan al norte de los EEUU, a la conocida como región de los 10,000 lagos, en el estado de Minnesota. Allí nos encontramos un mundo de interminables llanuras, inviernos gélidos y días anodinos. En medio del sopor blanco de esta Siberia con restaurantes familiares**, de pronto, surge una violencia inesperada. Frente a ella las fuerzas del orden zarandean la cabeza y sorben humeantes tazas de café, aturdidas tras la quiebra de su pacífica rutina.

Fotograma de la película de 1996.
Podría decirse que gran parte del cine de los hermanos Coen hace suyo el popular Principio de Hanlon: “no atribuyas a la maldad lo que la estupidez puede explicar”. Salvando las distancias, podría decirse que Fargo aplicó sobre el género negro la misma lente que El Quijote usó para desmitificar las novelas de caballería: aquella que es capaz de enfocar y mostrarnos el absurdo de lo cotidiano. Fargo es la historia de un crimen chapucero que se va de las manos y se extiende como una mancha de aceite por el suelo. Una historia de codicia, estupidez y miedo.
La serie dirigida por Noah Hawley se asienta sobre este mismo universo simbólico, pero lo enriquece con nuevos personajes e historias, desbordando a la película. Aprovecha el formato, más extenso, para ahondar en el Principio de Hanlon. Explora las diferencias, los matices, pero también los puentes transitables que existen entre la estupidez y la maldad. Al mismo tiempo consigue construir una peculiar atmósfera en la que no todos se desenvuelven igual.

La trama.

A partir de aquí podéis esperar spoilers, así que seguid leyendo bajo vuestra responsabilidad.
Estamos en el año 2006 y se nos presenta a Lester Nygaard, aparentemente un buen hombre. Lester trabaja vendiendo seguros en la pequeña localidad de Bemidji. Es un tipo de modales suaves, precavido, sin ganas de meterse en complicaciones. Tan bueno es que el antiguo matón de su instituto todavía lo acosa de vez en cuando, golpeándole en público para aleccionar a sus hijos. Soporta resignado esta situación, así como el hecho de que sea comparado constantemente con su hermano, a quien su mujer ve como el modelo de hombre ideal que Lester nunca podrá alcanzar.

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Así transcurre la vida de Lester hasta que accidentalmente conoce a Lorne Malvo, sicario de mirada penetrante, ideas claras y peculiar flequillo. Mientras comparten sala de espera en las urgencias de un hospital, Lorne se interesa por Lester, quien le acaba confesando ser víctima del matón Sam Hess. “Si yo estuviera en tu situación, mataría a ese hombre”. La respuesta de Lester es reveladora: “si tan seguro estás, quizás deberías matarlo por mí”. A pesar de que inmediatamente se arrepiente y afirma estar bromeando, los destinos de Lester y Malvo quedarán sellados cuando a los pocos días Sam Hess aparezca asesinado en un club de carretera.
El encuentro con Malvo y la muerte de Hess acaban teniendo un extraño efecto en Lester, como si algún tipo de barrera hubiera caído para él. Cuando, una vez más, llega a casa y comienza a recibir su dosis habitual de reproches conyugales agarra un martillo y con él le da la réplica a su mujer. Lo que se inicia como un golpe inesperado, caprichoso, se convierte en ensañamiento, muerte y luego pánico ante lo que acaba de suceder. A partir de ahí entrarán en escena las fuerzas del orden, con la agente de policía Molly Solverson como precario pilar de sentido común en medio de la espiral de muertes que se irá desatando.

El hilo conductor.

Decíamos que Fargo se ambienta en una atmósfera peculiar, que vertebra toda la trama y define a los personajes. Esa atmósfera es la del miedo. Bien sea por tener que enfrentarse a los pequeños problemas del día a día, que acosan a Lester como un goteo, o bien por sentir con acierto que un zorro campa a sus anchas por el gallinero tras la llegada de Lorne Malvo, los personajes de Fargo se retratan en cada episodio en función de esa forma característica que tienen de responder al miedo.

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El miedo es una emoción primaria, de las más básicas que compartimos todos los animales. Las e-mociones, como su etimología sugiere, nos ponen en movimiento ante estímulos del entorno (por ejemplo, un depredador) o de nuestro interior (una herida). Su función es aproximarnos hacia lo que nos hace bien, y alejarnos de lo que resulta nocivo. Las emociones son actúan como un piloto automáticodirigido hacia la supervivencia. Pero una de las cosas que nos distingue de otros animales es que los humanos podemos elegir: podemos dejarnos llevar por el piloto automático o actuar de otra manera, pudiendo incluso tomar el mando en contra de nuestros propios intereses más inmediatos.

Todos sentimos miedo en algún momento de la vida. Todos tenemos esa capacidad, como parte de nuestro temperamento, aunque la intensidad con la que lo sentimos puede variar de una persona a otra. Eso se percibe ya desde niños. Rápidamente puede intuirse si una persona es más bien temerosa o, todo lo contrario, no parece asustarse con casi nada. Sobre esta base temperamental se va forjando el carácter, que tiene que ver con los hábitos que adquirimos a través de aprendizaje. Ahí juegan un papel las experiencias personales, las normas, las enseñanzas, los consejos... El temperamento apenas cambia a lo largo de la vida, pero el carácter sí se puede moldear. Lo hacemos cada día a través de pequeñas decisiones. Son éstas las que nos convierten en lo que decidimos ser: valientes o cobardes. El miedo es tan solo un punto de partida, una disposición.

¿Cómo define el miedo a nuestros personajes? Podríamos dividirlos de la siguiente manera.

Los sin miedo
Lorne y Molly. Sicario y policía. También pueden ser leídos como el bien y el mal, los extremos de un continuo moral. Decir que no sienten miedo sería afirmar que no tienen instinto de autoconservación, lo cual no es exactamente así. Pero sí es cierto que, ambos, en comparación con el resto de las personas que los rodean, parecen estar mucho menos sujetos a esa “fuerza de la gravedad” que lastra casi todas las decisiones en Fargo. Son los menos parecidos a nosotros y, por ello, los que más nos llaman la atención.

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  • Lorne Malvo es la figura arquetípica del psicópata. Carece de empatía, en el sentido de que no establece verdadera conexión emocional con las demás personas. Eso le resulta enormemente ventajoso, pues al no conmoverse (moverse con la emoción del otro) puede leer lo que los demás sienten de forma completamente fría y racional, práctica. Eso le proporciona un buen instinto para evaluar a la personas, y por lo tanto para manipularlas a su conveniencia. Pero lo que le distingue de otros psicópatas es que tampoco parece sentir mucho miedo. Se muestra extremadamente frío, incluso en situaciones de alto riesgo para su vida como tiroteos o enfrentamientos fisicos, sin ser él demasiado corpulento. Malvo se mueve por la historia como un barco rompehielos, o como un lobo entre corderos, absolutamente seguro de sí mismo mientras se divierte sembrando el caos y dando lecciones desde su peculiar experiencia: el problema es que te has pasado toda la vida creyendo que hay reglas. No las hay. Éramos gorilas. Todo lo que teníamos era lo que podíamos coger y defender.” Sin duda se gana la vida matando, pero su verdadera pasión consiste en estudiar a la extraña y risible especie de los corderos, acorralarlos hasta que vean lo absurdo de sus normas, y conseguir que acaben comportándose como el lobo que él es.
  • Molly Solverson, hija de policía retirado es, en contraposición a Malvo, una persona cariñosa, implicada. Se preocupa por los demás. Sabe escuchar y confortar en medio del dolor, el cual también le toca de cerca. Al mismo tiempo es una persona reflexiva. Tiene curiosidad y una percepción lo suficientemente fina como para comprender situaciones muy complejas. En cuanto comienza a investigar las repentinas muertes que tienen lugar en la comarca, sin aparente conexión entre ellas en un principio, empezamos a notar que su forma de leer lo que sucede es muy diferente de la que tienen el resto de compañeros del cuerpo de policía, más preocupados por el devenir de la temporada de pesca o la llegada de un próximo temporal de nieve. Molly se define perfectamente cuando podemos verla en contraste con otros dos policías a su pesar: el nuevo jefe de policía, Bill Oswalt, así como el agente Gus Grimly, de la vecina localidad de Duluth. El sentido común de Molly no se empaña por el deseo de regresar cuanto antes a la rutina. Tampoco lo distorsiona el miedo que inspira lo que sin duda alguna es un acúmulo de muertes demasiado terrible como para darse por pura coincidencia temporal. Lo que marca la diferencia entre Molly y el resto de policías es que no tiene miedo. Y tan poco peso tiene el miedo en su vida que tanto su padre como su compañero Gus se ven continuamente empujados a recordarle que el mundo está lleno de peligros, y que las personas que la necesitan quizás no soportarían su pérdida. Quizás sea injusto decir que la pobre Molly no sienta miedo en absoluto, pero, como hemos dicho, en el conjunto de su vida mental no parece relevante, quizás porque su leve disposición en este sentido quede ampliamente compensada por su intensa compasión y sentido de la justicia. Lo que está claro es que su temperamento le permite sostener la mirada al abismo sin parpadear, cuando otros vacilan y miran para otro lado. Es por ello que actuar como cree que debe actuar sin entrar nunca en contradicción con lo que le dictan las agallas. Molly siempre es Molly.

Los temerosos.
Una vez descartadas las desviaciones estadísticas de la norma (Lorne Malvo y Molly Solverson), nos quedan todos los demás. Y es que temerosos lo somos todos, en mayor o menor medida. Sin embargo, dentro de este grupo también surgen las divisiones, esta vez de carácter. Lo que nos define al resto de personajes son el tipo de decisiones que solemos tomar tomar cuando aprieta el miedo.

  • Los temerosos cobardes.

Lester Nygaard. Desde el primer momentro nos damos cuenta de que Lester es un cobarde. Un pobre hombre, de los que inspiran una cierta compasión, limitada por la sensación de que parte de los palos que le da la vida no son tragedias inevitables, sino consecuencia de su falta de espíritu y dificultad para ponerles freno. El miedo puede tener un efecto transformador en las personas, puesto que si nos obliga a sufrir desgracias nos va cargando de rencor. Uno no puede resignarse toda la vida y salir indemne. Por mucho que tratemos de poner al mal tiempo buena cara, ser amables, comportarnos como buenos vecinos... siempre llegará el momento en que entremos en contacto con todo ese dolor que consideramos inmerecido, y surgirá el deseo de represalia, de retribución.

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Esto es lo que detecta en él Malvo, su potencial para hacer daño. Su deseo de venganza. Con una sugerencia aparentemente inocua (“yo habría matado a ese hombre”) y un posterior ejemplo como muestra (el asesinato de Hess), lo pone sobre las vías para empezar a actuar conforme se siente, y no conforme le dicta el miedo. De ahí esta relación que no cabe llamarla amistad, pero en la que Malvo se deleita haciendo de guía hacia el mundo de los lobos, y Lester se aproxima primero buscando una ayuda en medio del pánico, y posteriormente llegando a identificarse con él e intentando invocar, de forma fallida, algo así como un cierto colegueo.
Bill Oswalt. Otro evidente cobarde es el jefe de policía accidentalmente ascendido tras el asesinato de su predecesor. Sin ser mala persona, pues se compadecerse intensamente por el reguero de “desgracias” padecidas por su antiguo compañero de instituto Lester, lo que su caso nos deja claro desde un primer momento es que las emociones influyen -y mucho- en cómo percibimos el mndo. El jefe Bill Oswald no desea que un asesino en serie ande suelto por Bemidji (opina que las muertes han debido ser “cosas de vagabundos”). No desea que su antiguo amigo Lester pueda ocultar un crimen terrible a sus espaldas (“el pobre Lester jamás haría eso, ha debido ser su hermano”). Está claro que el miedo que siente ante determinadas situaciones potencilmente terroríficas le nubla tanto la comprensión de las cosas como para hacerle agarrarse al primer clavo ardiendo que se le presente, aunque sea a base de apostar por hipótesis vergonzosamente simplistas. Por si nos quedara alguna duda, se sincera con Molly en los últimos compases de la temporada, lo cual le redime de alguna manera. Reconoce que no está hecho para presenciar tanto horror, tanta violencia gratuita. Que no le sienta bien esto de ser jefe, y que prefiere dedicarse a ser un hombre de paz.

  • Los temerosos valientes.
Valiente no es el que no siente miedo. Quien no es capaz de sentirlo acaba siendo, en todo caso, un temerario. El valiente es quien, sintiendo miedo, decide afrontarlo la mayor parte de las veces.

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Gus Grimly, agente de policía por casualidad (quería ser cartero, pero entró en el cuerpo “porque en correos no había empleo y en la policía estaban contratando”) sin duda siente miedo. Después de fallecer su mujer y quedar a cargo de su hija, tiene mucho que perder. Esto le lleva a dejar escapar a un inquietante Malvo después de detenerlo en un control de carretera. Pero a diferencia de otros, no podrá olvidar. Esa decisión le perseguirá durante toda la temporada. En contraposición al nocivo ejemplo que Malvo tiene sobre Lester, Gus irá armándose de valor inspirándose en la voluntariosa Molly. Será por eso que, sobreponiéndose, será capaz de acerchar al propio Malvo en su guarida y afrontarlo en solitario.
Existen otros personajes que demuestran valentía como una forma de redención (véase la pareja de agentes del FBI, que acaban perdiendo la vida), pero en beneficio de la brevedad los dejaremos de lado en esta reseña.

Match Point”

Como hemos dicho, todos sentimos miedo en alguna ocasión. La intensidad con que nos atenaza suele tener que ver con el temperamento. Nuestro temperamento cambia poco a lo largo de la vida, pero lo que sí puede cambiar son las decisiones que tomamos día a día. Estas decisiones, que luego consolidan en hábitos, forman nuestro carácter.
Nos cueste más o nos cueste menos podemos elegir actuar de forma cobarde o valiente. La cuestión del mérito es en todo caso secundaria.
Fargo tiene la grandeza de plantearnos una historia apasionante, y lo hace gracias a unos personajes bien definidos en torno a la cuestión central del miedo. A partir de ahí podremos hablar acerca del bien y del mal, pero creemos que antes es importante conocer las bases que sustentan estos conceptos morales.

Fuente: http://gentedigital.es
Con Lester aprendemos que el miedo puede ser el límite a nuestros propios deseos, y que es una de las bases a partir de las cuales construimos colectivamente la ley. Por eso el empeño de Malco en preguntarle “¿es esto lo que quieres?”, invitándole a tomarlo. Su historia nos habla de lo que descubrimos de nosotros mismos al caer el miedo, como le sucede a Walter White en Breaking Bad tras serle diagnosticado un cáncer incurable. Una vez emprendida la senda del deseo sin límites, tanto se crece que empezará a sentirse omnipotente, desafiando a Malvo en un evidente fallo de cálculo, que acabará en huída hacia delante, hacia el hielo quebradizo.
Gus siente el miedo, toma una decisión que lamenta, y es capaz de percibir el efecto que eso tendrá sobre él si no cambia. Por eso logra redimirse cuando decide enfrentarse al mal. Abierto a debate quedaría si el cómo se resuelve este desafío supone una victoria moral para los corderos o para los lobos.

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Fargo, en definitiva, nos invita a través de una historia apasionante a preguntarnos qué haremos frente al miedo. Hacia dónde nos decantaremos cuando en la partida de la vida llegue ese Match Point en que la pelota puede caer a cualquier lado de la red.

Porque una cosas está clara. El miedo, antes o despúes, siempre nos llega.
Y ante él nos retratamos.

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* Tanto la película de los Coen como la serie juegan al equívoco con el tema de los “hechos reales”, que como tal nunca sucedieron. Esto se ilustra a través de un guiño adicional representado en la figura de Paul Bunyan, cuya extravagante estatua preside la entrada a la ciudad. Se trata de un famoso leñador, a caballo entre el cuento y la historia, que aparentemente no sentía miedo. Se anuda así la dudosa veracidad de la historia con el género denominado “fakelore” (folclore-ficción) para acabar configurando esta fábula acerca del miedo.


** Así se refieren los Cohen al estado de Minnesota, donde nacieron y se criaron, empapándose de cultura televisiva entre nevada y nevada.

viernes, 18 de diciembre de 2015

Tus hijos no son tus hijos.

Que nadie se asuste por el título, pues tiene su sentido. Lo veremos al final de la entrada.
Queremos cerrar esta semana la serie que hemos dedicado a los problemas de conducta con menores.

Anteriormente ya habíamos dado unas pinceladas sobre los siguientes puntos:
Por supuesto siempre que se ofrecen este tipo de recomendaciones pareciera que estamos sugiriendo que en realidad no es tan difícil hacerlo bien, que se trata de algo sencillo.

Nada más lejos de nuestra experiencia.
Si decíamos que el objetivo fundamental de los padres es conseguir que sus hijos lleguen a ser personas autónomas, lo cierto es que cada día nos encontramos con más dificultades para lograrlo. ¿Por que cada dia que pasa esto nos parece más difícil? Esta es la pregunta que quisiéramos contestar.

Ilustr. by Stanod. Tomada de Devianart.
Para eso creemos que es necesario ampliar un poco más el foco de la cuestión. Ya vimos que la conducta individual no se puede separar de la reacción que provoca en el entorno familiar. A todas las personas nos atan los lazos recíprocos (palabra clave) de ese sistema llamado familia. Por eso nunca hay sólo un culpable (ese hijo o hija supuestamente problemático), sino varios responsables implicados en el origen, pero especialmente en la solución.

¿Podemos ganar todavía mayor perspectiva? Ni los hijos ni los padres viven ajenos al mundo que aguarda tras los muros de casa. Por eso será necesario incluir en el análisis a ese gran sistema en el que conviven nuestros pequeños sistemas familiares. Hablamos necesariamente de ese entorno colectivo hipercomplejo que tendemos a resumir con la palabra sociedad.

Lo que quisiéramos hacer en las siguientes líneas es enumerar una serie de factores, propios de este entorno en el que nos movemos, para poder contar con ellos a la hora de pensar y actuar. Cada uno de estos puntos se encuentra interrelacionado con todos los demás. Constituyen una malla de relaciones tupida, enormemente compleja. Únicamente separaremos estos factores en aras de la simplicidad, con el objetivo de identificarlos, memorizarlos y comprenderlos mejor.

¿Por qué nos cuesta tanto criar personas autónomas?

a) Economía, empleos, rutinas familiares.

Partamos de que vivimos en un país desarrollado como el nuestro, de estructura económica de tipo capitalista, un cierto grado de estado del bienestar (seguridad social) que viene a suplir las redes tradicionales de apoyo solidario (familia extensa y vecinos, ambas en franco retroceso), y un itinerario para los jóvenes basado en promover la cualificación académica en la esperanza de obtener en algún momento un empleo que permita acceder al consumo, cerrando el círculo.

Gran parte de la dificultad para criar a los hijos tiene que ver con el modo en el que intentamos (sobre)vivir en este escenario. Cuando hablamos de "la sociedad" podemos evocar un fantasma de rostro difuso y sombra alargada, pero en realidad se trata de algo que construimos entre todos a través de innumerables decisiones personales. No es un ente personificable, con intenciones y objetivos. La sociedad somos nosotros; nosotros y nuestras circunstancias. Algunas de ellas serán pasajeras y anecdóticas, mientras que otras acabarán fraguando en una estructura dinámica, con sus inevitables inercias, pero siempre abierta al cambio.

No solemos pensar mucho en ello, pero nuestra forma de interactuar en sociedad es una mezcla confusa de valores transmitidos familiarmente, elecciones personales e imposiciones paulatinas que influyen sobre nuestros hábitos sin que nos demos cuenta. Pensemos en algunos factores que dificultan la buena crianza de la que hablábamos en la entrada anterior:


 1. Mientras que antes bastaba con que uno de los progenitores trabajara fuera de casa para mantener económicamente a una familia, hoy hacen falta dos sueldos a jornada completa para poder asumir los costes de la vida. Eso implica que los menores cada vez pasan menos tiempo con sus padres, pero mantienen las mismas necesidades de relación. Hay un dicho africano, que no por exótico y manido es menos cierto: "hace falta toda una tribu para criar a un niño". Esto es cierto porque, en algún momento, a cada uno le toca ejercer un papel diferente en favor del menor. Sin embargo, cada día es más habitual el que las relaciones familiares se reduzcan a su núcleo más restrictivo (padres, hermanos), quedando como secundarias aquellas que tienen que ver con la familia extensa (abuelos, tíos, primos).

      2.  Al precarizarse los empleos, los padres que trabajan fuera de casa disponen de poco tiempo libre o se encuentran demasiado cansados al final del día como para sentarse a hablar entre ellos, tomar decisiones importantes, encarar un problema (lo cual nunca apetece) o simplemente compartir tiempo de calidad con los hijos (jugar, practicar juntos una afición). La falta de tiempo se relaciona directamente con la falta de comunicación (no hablar de lo que debe ser hablado). Esta es la principal fuente de malentendidos y discrepancias a la hora de educar. Otra consecuencia de la precariedad laboral es que dificulta la estructuración de la propia identidad. Durante una larga época de la historia las personas se identificaron principalmente a través de las relaciones familiares (pertenencia a un clan, ser hijo de...). Hasta muy recientemente, sin embargo, las personas se han tendido a identificar con su ocupación laboral (es muy curioso observar cómo la gente se presenta a otras personas en una fiesta, por ejemplo). El desempleo, la temporalidad de los contratos, la demanda de perfiles versátiles, hace que cada día sea más difícil acceder a formas tradicionales de identificación. Esto probablemente influye en dos fenómenos muy activos hoy en día: la identificación en torno al consumo (marcas), y la identificación rígida a través de la incorporación a organizaciones fanáticas (sectas, hinchadas deportivas, etc).

       3.  El modelo educativo actual se centra en la transmisión de información desde el profesorado al alumnado. La fórmula para comprobar que se ha hecho con éxito consiste en invitar a los chavales a plasmar lo transmitido en los exámenes. Esto suele llevar a que el rendimiento académico se equipare en la práctica con la capacidad de memorizar. Esto se lleva a cabo a través de una jornada similar a la laboral, que exige capacidad para asumir unos horarios fijos, prestar atención a temas que probablemente no generen motivación por si mismos, con la expectativa de que una o dos décadas después se pueda acceder a un puesto de trabajo cualificado. Este modelo funciona relativamente bien para el objetivo hacia el cual se diseñó hace un tiempo, pero la capacidad de persistir, sentarse, callar y memorizar no es la misma en todos los chavales. Al mismo tiempo es muy dudoso que la supuesta promesa laboral sea capaz de competir con la enorme oferta de entretenimiento de la que hoy disponemos si no introducimos incentivos que lo refuercen. Predicar con el ejemplo en casa puede ayudar (“estudia para ser como mamá y papá”). Ajustar el modelo educativo a las demandas reales del mercado de trabajo, tampoco haría ningún daño.


     4.   Si algo nos define como sociedad es el consumo. El acceso casi universal a bienes que hace cien años hubiéramos considerado de lujo probablemente es uno de los motores de nuestras economías modernas. Favorecen que trabajemos, ahorremos o nos metamos en créditos con el objetivo de alcanzar esos inagotables objetos de deseo. El dinero, de hecho, se trata del único requisito para acceder a cualquier producto, lo cual tiene un efecto potencialmente democratizador (que inevitablemente acaba saboteado por la desigualdad en la capacidad de las personas para acceder al dinero). El caso es que, si pagas, te lo llevas. Esta accesibilidad universal, unida a la inmediatez de su disfrute hacen que cada día sea más fácil obtener ahora mismo lo que se desea. Esto a lo que puede llevar es a la fantasía de que siempre conseguiremos lo que deseamos, especialmente porque cuando somos menores normalmente son nuestros padres los que realizan el desembolso y por lo tanto no nos duele la cartera como a ellos. La capacidad para renunciar, esperar o tolerar que a veces no nos salimos con lo nuestra no es un valor al alza en nuestro modelo económico y, si nadie la fomenta, no surgirá de la nada por mucho que le vendamos sus virtudes a nuestros hijos a través de palabras.

Ilustr. Calvin & Hobbes. Bill Watterson.

      5. Olvidamos lo compleja que es una sociedad moderna hasta que intentamos darnos de baja en una compañía telefónica y descubrimos la capacidad de desintegrar la responsabilidad desparramándola a lo largo de los eslabones anónimos que conforman la empresa. O cuando nos enfrentamos a un trámite burocrático sencillo como una declaración de impuestos. O cuando un frenazo en la autovía da pie a una retención de catorce kilómetros. Para poder convivir en un medio tan poblado y complejo debemos ser capaces de atender a una cantidad descomunal de normas y procedimientos, la mayoría de los cuales desconocemos y nos destruirán si intentamos obviarlas o afrontarlos a nuestra manera. Las exigencias sobre el individuo combinan la restricción normativa con la competitividad y la promoción del éxito individual. En la práctica se trata de una carrera de obstáculos en la cual a todos se nos pide coronar el podio. En este contexto se incentivan determinadas actitudes que podríamos resumir en una persistencia dócil, más cercana de lo que pensamos de un tentador oportunismo egoísta. Lo que no está de más recordar es que esto se trata de algo completamente circunstancial, y nadie nos puede asegurar si se trata de algo saludable o siquiera justo. Simplemente es el estado actual de las cosas, y a ello nos tendremos que adaptar a menos que hagamos algo por cambiarlas.



b) Valores, creencias y nuevas tecnologías.

El catastrofismo es una de las formas más exitosas a la hora de difundir versiones simplificadas de la realidad. Hoy en día tenemos dos discursos especialmente en boga: el primero: “las nuevas tecnologías son peligrosas.” El segundo: “en nuestra sociedad se han perdido los valores.”

1. Los valores. Muchas personas afirman que vivimos en un mundo sin valores. Miran a su alrededor y están convencidos de que de alguna manera éstos se han perdido y por tanto pareciera que “todo vale”. Esto no es cierto. Las personas vivimos inmersos en valores como los peces nadan en el agua. Los valores son las apreciaciones que colectivamente realizamos sobre nuestra conducta. En lo personal, tras hacerlos propios, sirven como la aguja de una brújula, señalando hacia dónde quiere uno ir, tras haber incorporado una entre las mútiples opciones disponibles. Un valor responde a la pregunta, de ¿qué clase de persona quiero ser en este área en concreto?. El problema es que los valores van cambiando en su contenido a medida que cambia el entorno en el que nos movemos. La sensación de quiebra de valores surge porque una generación es incapaz de reconocer sus propios valores en la forma de concebir el mundo que muestran sus hijos o sus nietos. Y no los reconocen, no porque no dispongan de valores, sino porque teniéndolos, su contenido ha cambiado. Nos gusten o no, los valores en sí mismos siguen ahí, orientando el comportamiento y los deseos de las personas. El conflicto surge más bien al hacerse patente que el mundo ha cambiado, pero nosotros no.

¿Qué valores diferencian nuestra sociedad actual de la de las generaciones anteriores? Está claro que, desde hace al menos 40 años, existen una serie de valores en desuso. Son los que conocemos como valores absolutos, tradicionalmente suministrados por la religión o las ideologías políticas en esos "packs" que se han venido a llamar “macrorrelatos”. Discursos autosustentados y totalizadores acerca de lo que es (y debe ser) un humano en el mundo. Su caída se hizo eco en el famoso lema de mayo del 68: "Dios ha muerto, Marx ha muerto, y yo mismo no me encuentro muy bien".

Ilustr. Phryne Flakes, by Sean Harrington.
Como suele suceder, la pérdida de estos valores absolutos tiene su cara y su cruz. Por un lado su desaparición nos permite habitar de forma más abierta, heterogénea y respetuosa con la discrepancia individual. Permite que seamos más sabios, al poder incorporar perspectivas diferentes acerca del mundo. Al mismo tiempo, el conocimiento científico de la realidad, que necesita y potencia el pensamiento crítico, la desconfianza hacia los liderazgos personalistas al descubrirnos los medios de comunicación que todos somos de carne y hueso, la rentable promoción consumista del individualismo... todo ellos son factores que dificultan la imposición de normas o responsabilidades obligatorias. En España solemos relacionar este recelo con el incómodo recuerdo del régimen franquista. Sin embargo no se trata de un fenómeno autóctono, sino presente en todas las democracias modernas. Recelamos de las figuras de autoridad y nos sentimos culpables si generamos frustración en las demás personas. Las normas nos parecen molestas y sospechosas. Se tiende a infravalorar u obviar por completo la función social de la norma o la prohibición. Desde esta óptica también se tiende a desacreditar a otras figuras de autoridad, como el profesorado o las fuerzas policiales.

2. Tecnología y valores. Otro valor en boga es el anhelo de "lo natural", casi tan potente como lo fue en su momento el deseo deseo de desarrollo tecnológico. Una de sus expresiones más habituales es el recelo hacia las nuevas tecnologías. Lo cierto es que es casi imposible prever el efecto a largo plazo que tiene sobre nosotros la irrupción de una tecnología determinada. Tendemos a sobreestimar algunos casos (la televisión por ejemplo), mientras que otros los infraestimamos a pesar de las insondables repercusiones que acaban teniendo en nuestra forma de vida (la lavadora, la píldora anticonceptiva, por poner dos ejemplos). Una forma de no dejarnos llevar por el pánico es preguntarnos si nos hemos encontrado en el pasado con situaciones similares. Y vaya si ha sucedido antes: la llegada de la radio, de la televisión, de las videoconsolas domésticas... cada uno de estos avances tecnológicos llegó a nuestras casas en la compañía de advertencias alarmistas que han quedado en nada ante la capacidad de adaptación del ser humano en lo superficial y su consistencia para no cambiar en absoluto en lo más fundamental. Platón, en su Fedro, ponía en boca de Sócrates el temor a que la práctica de la escritura dañara de forma irreparable la capacidad de memorizar de las gentes, que hasta entonces se había sustentado en las narraciones orales en forma de cuentos y canciones. En el Quijote se acusaba a las novelas de caballería de resecar la sesera de un lector demasiado entusiasta, de forma la misma forma en que se atribuía el envenenamiento romántico de Madame Bovary a una sobredosis de folletín francés. Como reza el dicho, "otro vendrá que bueno le hará", por lo que hoy diríamos que un furibundo lector de ficción (en papel, por supuesto) sería un ejemplo de apego a la cultura, frente al avance de lo audiovisual.

Curiosamente, las tecnologías consideradas como potencialmente dañinas son básicamente dos, que a veces se mezclan: las del entretenimiento y la comunicación. Suele ocurrir que los avances tecnológicos más rápidos y visibles se dan en respuesta a algunas de nuestras necesidades más humanas: socialización (comunicación directa, cotilleo) y juego. Para bien o para mal, la tecnología multiplica nuestras posibilidades, rara vez las crea de cero. Por este motivo casi siempre nos encontramos ante variaciones cuantitativas del mismo escenario. Uno de los efectos secundarios que tiene esto es que las tecnologías de la comunicación (básicamente organizadas en torno a internet) es su capacidad para desplegar ante nosotros un enorme catálogo de valores, antaño restringido a las fuentes de tradición familiar o tribal. Este salto en la diversidad cultural accesible constituye uno de los rasgos fundamentales de la globalización. De forma parecida (no idéntica) a cómo se desarrolla la selección natural de las especies, los diferentes valores transmitidos a través de los medios de comunicación compiten entre ellos, y algunos tienen más éxitos que otros a la hora de calar en las mentes de la gente que a ellos se expone. Esto no supone un peligro en sí mismo siempre y cuando en casa se haya construido un armazón previo de valores, así como un clima lo suficientemente abierto como para poder escuchar, debatir y rebatir los que no deseamos patrocinar.

3. Finalmente, al igual que cuando nos referíamos a la facilidad para adquirir bienes de consumo (y tanto la tecnología como la información se han convertido en parte de éstos) existe una serie de inconvenientes asociados al formato, al funcionamiento de los dispositivos en sí mismo que, sin ser extremadamente peligrosos, deben ser tenidos en cuenta. La inmediatez que supone el acceso a Internet, nuevamente, no favorece el desarrollo de tolerancia a la demora. Obviamente esto facilita la distracción, ya que el aburrimiento es uno de los sentimientos que peor toleramos las personas. 

A la hora de buscar alternativas mejores que una tarea aburrida o una espera, la mente siempre va a estar presta a aliviarnos, ya sea haciéndonos soñar despiertos, dirigiendo la mirada al punto impropio o usando el móvil para ver unos cuantos vídeos en Youtube. Saber esto simplemente nos obliga a hacer uso del sentido común y ponernos las cosas fáciles. De la misma forma que poca gente iría a una concurrida cafetería a estudiar en la víspera de un examen final, parece poco recomendable tener dispositivos con acceso a Internet cuando queremos concentrarnos en una tarea más aburrida. Renunciar a la potencial gratificación inmediata que supone un teléfono móvil, por ejemplo, requiere tener claro el motivo y luego práctica hasta ser incorporado como hábito. Finalmente la interacción con los demás. Los dispositivos móviles con acceso a internet (teléfonos, tabletas, ordenadores portátiles) pueden regular el contacto que tenemos con la gente, tanto potenciándolo como reduciéndolo. Por ejemplo, si somos unos padres agotados por nuestros infernales trabajos y buscamos algo de paz al arrullo del hogar, existe la tentadora posibilidad de entregar una pantalla de plasma al menor y que quede inmerso en un cómodo silencio. El problema es que esto dificultará el compartir experiencias con ellos.

c) El ambiente en casa

Antes de terminar con esta larga entrada, queremos traer de vuelta el zoom de nuestro objetivo desde lo más amplio a lo particular del hogar, que es donde se toman las decisiones.

1. Las expectativas. Los padres tienen su propia historia. Recogen las expectativas de los suyos propios y toman el relevo en unas condiciones muy diferentes a aquellas en las que se criaron, dibujando frecuentemente una progresión familiar. ¿Cuántas familias españolas proceden de una pareja de trabajadores manuales o agricultores que dejaron el campo, emigraron a la ciudad y vieron cómo sus hijos se convertían en trabajadores cualificados o licenciados universitarios? Ese deseo de progresión está inscrito en nuestra cultura como el itinerario estándar a seguir, aún cuando los bares de Londres estén repletos de licenciados españoles que no encontraron empleo en nuestro país. Quizás funcionase como regalo de los abuelos a los padres de hoy, pero el entorno económico actual no parece que encaje bien con lo que antes era un consejo sensato. Aún así lo seguimos aplicando. Todavía no ha cuajado una alternativa satisfactoria a este modelo piramidal.

Ilustr. Calvin & Hobbes. Bill Watterson.
Por otro lado, en ocasiones la percepción de éxito o fracaso de los padres en cuanto a sus propios proyectos puede desembocar en un intento más o menos consciente de imponer esos mismos proyectos en los hijos, transmitiendo de alguna manera un mandato familiar vertical (abuelos-padres-nietos). En estos casos el problema suele ser doble: pasa por alto la individualidad de esa nueva persona que es el menor, pero también que el mandato en cuestión atraviesa alrededor de 50 años de historia, con el riesgo de que estemos transmitiendo valores de contenido francamente obsoleto. El ejemplo más claro sería ese mantra por el cual siempre había que invertir en vivienda porque jamás se depreciaría.

2.  Número de hijos: al mismo tiempo que cambian los valores y las condiciones económicas, se reduce drásticamente el número de hijos por unidad familiar, por lo cual en tres generaciones hemos pasado de 4,5 o 6 hijos por familia a los hijos únicos o los dos hermanos, de media. La atención recibida por cada uno de los hijos no puede ser la misma si se reparte entre cuatro que si sólo hay un menor en casa. Esto da pie a que estemos mucho más cerca de cargar sobre un único menor todas esas expectativas paternas, el deseo de trascendencia de una o dos personas que quizás ya han renunciado a lograrla a través de sus propios proyectos vitales o simplemente el miedo a que le suceda algo malo. Mucha gente es capaz de jugar bien sus cartas a pesar de notar el peso de tantas miradas expectantes, no todo el mundo se malogra a pesar de la sobreprotección. Pero es natural que otras personas no consigan abstraerse de este ambiente, acusando una presión excesiva.
  1.       3.  Niños "difíciles": como ya hemos venido repitiendo a lo largo de diferentes entradas, las dos cualidades clave para la autonomía son la autodirección (capacidad para llevar a cabo una conducta coherente con las motivaciones de uno) y la cooperatividad (capacidad para tener en cuenta las motivaciones de los demás y armonizarlas con las propias). Por supuesto habrá niños en los que será más sencillo promover estas habilidades (son esos niños tan agradecidos que parece que se crían solos). Pero la naturaleza reparte sus cartas al azar y de la misma forma en que nos puede tocar un niño de temperamento dócil y apacible, nos puede tocar un niño complicado. Hay estudios que, de hecho, cuantifican en torno a un 10% la cantidad de niños que ya en los primeros años de vida dan muestras de que van a ser "difíciles" (inquietos, irritables, rebeldes, etc).
Con los niños "difíciles" los objetivos siguen siendo los mismos que con los "fáciles" (autodirección y cooperatividad), pero habrá que asumir que la cantidad de energía requerida para su educación tendrá que ser mucho mayor. Esto lo vemos claro en el caso de algunos padres que muestran su sorpresa ante la disparidad de conducta de los hermanos a pesar de haberlos educado por igual. El caso es que, a diferencia de temperamentos, si aplicamos la misma energía a la educación, normalmente ocurrirá que uno de ellos probablemente no recibirá la cantidad de estímulo necesario para desarrollarse con éxito, mientras que para el otro será una cantidad perfectamente razonable. Muchas veces ocurre con el niño "difícil" que, en lugar de darle ese extra de paciencia y cariño que quizás necesite, suele chocar con nuestro cansancio o nuestra irritación, poniéndole todavía las cosas más difíciles para hacerlo bien.

Dicho esto, no está de más recordar que a los niños "difíciles" por su temperamento no hay que querer convertirlos en fáciles. Una de las mayores desgracias de estos chavales es que, si uno o ambos padres albergan el deseo más o menos implícito de que el niño fuera no como es, sino de otra forma (fácil), es frecuente que el menor capte intuitivamente ese deseo, que no deja de ser una forma de rechazo. Si no se corrige la situación se suele alimentar un ciclo de insatisfacción y rebeldía que, paradójicamente provoca mayor rechazo en los padres. En estos casos la única opción sensata pasa por intentar aceptar lo que hay, respetando al niño en su individualidad.

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Traer niños al mundo se parece más bien a armar una embarcación antes de lanzarla a un mar tempestuoso, dominado por vientos y corrientes cambiantes, influencias externas que pueden llevarla al naufragio en cualquier momento. Los padres, en contra de lo que a veces se piensa, no pueden aspirar a ser los patrones. Su labor no es pilotar la nave hacia donde ellos se propongan. Su tarea se parece más bien a la de los armadores, que construyen y fletan los barcos. Barcos que deben seguir pudiendo navegar incluso cuando ellos ya no estén. Por lo tanto serán los responsables de equipar con materiales de buena calidad y tripulación entrenada. Sólo así la embarcación será lo suficientemente robusta y flexible como para llevar a buen puerto a quien realmente escoje el rumbo.

Montaje de la película Boyhood, que nos sumerge durante 12 años en la infancia de su protagonista. 
En estas reflexiones hemos mencionado factores internos (temperamento del menor, número de hijos, expectativas de los padres), y también factores externos (el ritmo de vida, las expectativas laborales, los avances tecnológicos). El límite entre estos dos mundos artificiales solemos ubicarlo en los muros de nuestra casa, nuestro reducto contemporáneo de intimidad. Nos gusta pensar que es de puertas para dentro donde se deciden todas nuestras estrategias y donde se deben buscar todas las soluciones. Pero esto no hace justicia a la realidad. La influencia de lo que ocurre de puertas para afuera es brutal, como sucede en el mar. El papel del profesional en salud mental muchas veces será recordar esto, hacer de incómoda y chirriante bisagra que nos recuerda que la división de ambos mundos es irreal, y que uno no puede existir sin el otro. Es por eso que nuestros hijos no son sólo nuestros hijos, sino que pertenecen al resto del mundo más allá de los lazos a través de los cuales los padres los convocan.

Conseguir que los hijos sean personas autónomas el día de manañana requiere básicamente:

Amor incondicional
Límites claros y firmes
Respeto y curiosidad hacia esa persona que ya es

Nos gustaría terminar esta larga entrada ilustrando lo dicho a través de este maravilloso poema de Khalil Gilbar, cuya lectura sólo podemos recomendar una y otra vez:


Tus hijos no son tus hijos.
Son hijos e hijas de la vida,
deseosa de sí misma.

No vienen de ti, sino a través de ti,
y aunque estén contigo,
no te pertenecen.

Puedes darles tu amor,
pero no tus pensamientos, pues,
ellos tienen sus propios pensamientos.

Puedes abrigar sus cuerpos,
pero no sus almas, porque ellas,
viven en la casa del mañana,
que no puedes visitar,
ni siquiera en sueños.

Puedes esforzarte en ser como ellos,
pero procura no hacerlos semejantes a ti
porque la vida no retrocede
ni se detiene en el ayer.

Tú eres el arco del cual tus hijos,
como flechas vivas son lanzados.

Deja que la inclinación
en tu mano de arquero
sea para la felicidad.

Pues aunque Él ama
la flecha que vuela
ama de igual modo al arco estable.