domingo, 26 de enero de 2014

La adicción era esto (Parte III y final)

A la pregunta de ¿cuántos adictos conoces? hemos intentado buscarle una respuesta aproximada, acotando aquello que NO constituye la adicción, en ésta y ésta entradas. Ya hemos visto que la adicción no equivale al vicio ni al placer. Esta semana nos toca cerrar el tema argumentando en positivo. Daremos por tanto una definición operativa de lo que nosotros entendemos por adicción.

Ilustr. vía
Debemos advertir que el abordaje de las adicciones es una de las fronteras “calientes” de la psiquiatría debido a los numerosos avances que se está logrando en el conocimiento de su neurobiología y sus correspondientes mecanismos psicológicos. Esto hace que muchas de sus definiciones clásicas amenacen con dejar de ser representativas en poco tiempo. Es un terreno resbaladizo en el que el vocabulario técnico y popular tienden a entremezclarse, y en el que surge con frecuencia la confusión.

Hoy en día, por resumir la tendencia actual, los profesionales estamos pasando de un modelo enfocado en la dependencia de una o más sustancias tóxicas (modelo de las toxicomanías) hacia un modelo integrador común a todas las adicciones, incluyendo aquellas que son conductas, tipos de relación o incluso creencias (modelo de las conductas adictivas).

Hay que decir que, a pesar de todos los avances teóricos que se van logrando, todavía no existe una disciplina sólida entendida como adictología, ya que hasta ahora no hemos alcanzado el consenso suficiente para proporcionarle un núcleo integrador. Pero hacia ella nos dirigimos.


Adictología. Hoja de ruta.

Aquí ofreceremos una visión personal de las adicciones que se basa en:
    • Los conceptos básicos actualmente dados por válidos por la comunidad científica: habituación y dependencia como fruto de la unión de la neurobiología y la psicología del aprendizaje.
    • El modelo de triple interacción imperante en la psiquiatría y psicología actuales (modelo biopsicosocial): predisposición biológica, circunstancias psicológicas, condicionantes sociales-relacionales, en interacción compleja y recíproca.
    • La visión longitudinal de la medicina evolucionista, que comprende el origen de gran parte de los malestares actuales como el fallo de acomodación de unos mecanismos diseñados para promover la supervivencia en entornos bastante diferentes a los actuales.

Estos tres pilares de la comprensión de las adicciones se encuentran presentes en la mayoría de las unidades especializadas serias (aunque desgraciadamente no todas lo son). A ellos debemos añadir la que creemos la piedra de toque que le falta a la adictología para convertirse en una disciplina madura: un nexo con la psicología de la personalidad. El puente entre el “cerebro dependiente” y esa persona concreta que ve sus objetivos truncados, su libertad coartada y su identidad distorsionada. Esta no es una idea original. Procede de nuestra formación en el “modelo Capistrano”, concebido por el psiquiatra José María Vázquez Roel, quien lleva años aplicando con notable éxito esta combinación de psiquiatría a la vez científica y humanista en su clínica de Palma de Mallorca.

Nuestra aportación a este modelo multicapa (neurobiología, teoría del aprendizaje, modelo biopsicosocial, psiquiatría humanista) se limita a reivindicar el papel de la identidad como aspecto clave de la personalidad. Si la identidad es lo que nosotros podemos afirmar de nosotros mismos, esta afirmación (o negación) ha de ser clave en a la hora de configurar ese conjunto dinámico y particular que llamamos personalidad. De ello hablaremos en otro momento.


La adicción en consulta.

Existen desde siempre una serie de tópicos pronunciados por algunos de los profesionales que se han visto en la situación de atender a personas con adicción. Algunos de los más comunes son del tipo:


Ilustr. vía
“Los adictos son mentirosos natos”


“No reconocen su problema”


“No quieren cambiar”


“Todos tienen un trastorno de la personalidad”


Esto refleja un malestar evidente: la impotencia que siente el médico en consulta cuando el paciente no se acomoda directamente a sus recomendaciones. Este malestar tiende a alimentar a su vez una cultura popular transmitida de compañero a compañero, que puede sesgar el trato al paciente y condenarlo al fracaso terapéutico. Este sesgo es en cierta forma inevitable, pero debe ser enérgicamente evitado. La actitud hacia los enfermos por lo general no se aprende en los libros, sino que se incorpora vicariamente, viendo trabajar a compañeros con más experiencia y progresivamente emulando su forma de hacer las cosas, incorporando matices propios.

Como suele suceder con los estereotipos, se fundamentan en un pequeño núcleo de verdad detectable por la mayoría, pero que por una razón u otra resulta terriblemente distorsionado al intentar darle sentido. Los cuatro tópicos mencionados se suelen entender como causas que llevan a las personas a caer (y permanecer) en una adicción, cuando en realidad son síntomas de la enfermedad. La diferencia es enorme puesto que el médico suele aconsejar que se eviten las causas (coma sano, haga ejercicio, no fume, no beba), pero se molesta enormemente si alguien sigue pidiendo ayuda sin haber puesto en práctica dichos consejos. El problema es que el médico a veces olvida que contra las consecuencias los consejos no son suficientes, porque ya han sucedido o dependen directamente de la patología que se encuentra activa. Por ello habrá que hacer alguna otra cosa, para lo cual desgraciadamente no siempre habrá tiempo. Quejarse de las consecuencias (síntomas) de la enfermedad es en realidad tan absurdo como sugeriría el siguiente ejemplo:

“Los que se rompen una pierna nunca corren hasta el hospital (¡y eso que es una urgencia!)”

En realidad no se trata de que los médicos seamos (tan) estúpidos, sino que durante mucho tiempo hemos carecido de una teoría comprensiva de lo que les sucede a las personas que padecen una adicción. Lamentablemente las teorías son imprescindibles para poder manejar toda la complejidad de nuestro trabajo. El problema es que, en función del bagaje cultural o vital que uno trae al comenzar a aprender la profesión, unos dependen más de la teoría que se va incorporando, mientras que otros pueden desenvolverse razonablemente bien en su ausencia, haciendo uso del sentido común. Obviamente, a falta de teoría, los primeros sólo pueden quedar desamparados, atemorizados y en última instancia enfadados con aquello que señala los límites de su conocimiento. Esta es la principal razón por la que algunos defendemos la extrema importancia de la promoción del amor por las humanidades en las carreras sanitarias, pero nos salimos del tema...

Quedémonos con la idea básica de que la mentira, la negación (autoengaño), la ambivalencia y la personalidad inmadura son los síntomas definitorios de la adicción, no sus causas, y por ello deben ser detectados y tratados. Una vez entendido esto es fácil comprender por qué no tiene demasiado sentido enfadarse con los pacientes adictos.


La adicción NO es solo dependencia

 Unas definiciones básicas para comprender la diferencia:
  • Un acto es una acción puntual dirigida a un fin.
  • Un hábito es la automatización (por medio del aprendizaje) de un acto que se repite en el tiempo, a fin de poder llevarlo a cabo de forma eficiente en el futuro.
  • Una necesidad es la exigencia de desarrollar un hábito para asegurar la propia supervivencia (respirar, comer, beber, dormir, orinar, defecar, relacionarse...)

Gracias a los avances mencionados hemos podido explicar cómo alguien se convierte en dependiente a esta sustancia o aquella conducta. Hemos empezado a entender que todo es susceptible de convertirse en un hábito gracias al aprendizaje mediado por el sistema fisiológico de recompensa. Comprendemos bien la importancia del contacto con las situaciones de riesgo, de la disponibilidad de las sustancias tóxicas o de los juegos de azar en el entorno, de la influencia de las normas familiares y los tabúes sociales. En definitiva, comprendemos bastante bien la aparición y mantenimiento de aquellos hábitos que pueden acabar en dependencia:

Ilustr. por Serge Bloch, vía
Según la OMS (1964): “estado psíquico y, a veces, físico resultante de la interacción de un organismo vivo y una droga, caracterizado por un conjunto de respuestas comportamentales que incluyen la compulsión a consumir la sustancia de forma continuada con el fin de experimentar sus efectos psíquicos o, en ocasiones, de evitar la sensación desagradable que que su falta ocasiona. Los fenómenos de tolerancia pueden estar o no presentes. Un individuo puede ser dependiente de más de una droga.”

Como todas las definiciones, en su momento pareció muy completa, pero rápidamente surgieron las dudas: ¿qué pasa con las dependencias sin sustancia?, ¿y si los consumos son sólo los fines de semana?; ¿y cuál es el criterio definitorio de la enfermedad?, ¿la dosis?, ¿es el grado de deterioro social?, ¿es la legalidad o ilegalidad de la conducta ejecutada?. De esta indefinición todavía no se ha salido, y por ello el nuevo DSM es esencialmente continuista. No aporta nada nuevo al respecto.

Para nosotros, la dependencia es un hábito que, sin ser una necesidad vital, nos procura malestar cuando no lo llevamos a cabo. Puede ser tan leve como la dependencia al café que tantos cultivamos, tan comprensible como la dependencia de los analgésicos durante la convalecencia de una operación, o tan grave como la dependencia del alcohol, la cocaína o el juego, entre tantas.

Numerosas situaciones clínicas de las que tratamos en consulta (hurtos incesantes, vómitos, atracones, autolesiones...) se asemejan tanto a las dependencias que el modelo de las toxicomanías rápidamente se queda corto. El peso de los síntomas físicos (síndrome de abstinencia, tolerancia) han ido perdiendo poder discriminativo, lo que ha llevado a los profesionales a comprender que lo más relevante en estos cuadros es la relación con el hábito nocivo, caracterizado por la pérdida del control, el divorcio motivacional (deseo vs placer) y la profunda contradicción personal a la que acaba conduciendo. La adicción va mucho más allá de la dependencia, que no deja de ser su paso previo.


Recapitulando.

La adicción se trata de una enfermedad mental debida a una alteración de los mecanismos fisiológicos que controlan la motivación por medio del deseo, el placer y el castigo.

Se manifiesta externamente como un tipo especial de relación, ya sea con una cosa (alcohol, cocaína, teléfono móvil, etc.); persona (maltratadores, líderes sectarios) o conducta (sexo, compras, juego, etc.). Esta relación tendría las siguientes características:

 1)   Nos perjudica a nosotros y/o a nuestro entorno

 2)   Nuestra capacidad de control se encuentra limitada.

 3)  Se minimiza, niega u oculta la situación a través del autoengaño y mentiras al entorno.

Se da en personas que previamente han desarrollado un hábito del que duele prescindir, al que llamamos dependencia. Es bueno recordar que no todas las dependencias acaban en adicción.

Lo que hace diferente la adicción de la dependencia es el conflicto creciente entre la idea que tenemos de nosotros mismos y la conducta que estamos llevando a cabo. Esto provoca un deterioro progresivo de la autoestima, así como una distorsión de la personalidad que es lo que la caracteriza. Se pierde la libertad para tomar decisiones acorde con las propias preferencias personales, ya que el deseo está monopolizado, parasitado. Esta contradicción interna desata defensas psicológicas que agravan el cuadro: negación, minimización, racionalización, proyección...


Ilustr. "Grieta I" vía
La distorsión que la adicción produce en la personalidad es crónica, progresiva y potencialmente letal. Si la divergencia entre lo que se quiere ser y lo que se es se mantiene en el tiempo, la personalidad se torna inmadura, dificultando el afrontamiento normal de la propia vida.

Esta forma de entender la adicción es congruente con lo que muchas veces observamos en la práctica clínica: el paso de algunas personas desde un objeto de adicción a otro, puesto que es la forma de relacionarse la que se ha vuelto rígida, estereotipada, lo cual es propio de las personalidades alteradas por una evolución crónica.

El estadio más grave es la afiliación a la identidad adictiva. Algunas personas, ante la falta de una narrativa personal alternativa más consistente, descubren en la adicción el propio núcleo de la identidad. Dado que no hay nada peor para el individuo que carecer de una identidad sólida, algunas personas prefieren saber que son buenos en algo (por autodestructivo que sea) antes que empezar a afrontar el infernal trabajo que supone construir desde cero un nuevo yo que tendremos que sembrar y defender todos los días.

Esta identidad adictiva (junto con la personalidad narcisista, que dificulta incorporar al discurso todo aquello que no surja de uno mismo) constituye uno de los dos peores factores pronósticos en el tratamiento de las adicciones. Para quien ha hecho de la adicción su identidad la terapia se hace especialmente estéril, a menos que el paciente se encuentre fortuitamente con nuevas oportunidades que den sentido a su vida, algo que se complica dada la especial aversión que todos los humanos sentimos hacia los cambios. Es por ello que, con las adicciones, urge actuar cuanto antes.


Por otro lado, si se logra la abstinencia completa de forma mantenida se trata de una enfermedad absolutamente curable. Es más, muchas de las personas que han superado definitivamente una adicción son capaces de valorar la riqueza de un trabajo personal que nos pone a reflexionar, a indagar en nuestra historia, en el tipo de persona que queremos ser, que ilumina los mimbres de los que partimos y desvela la cantidad de equívocos en los que diariamente nos movemos, zarandeados por múltiples intereses comerciales y culturales.

No en vano, el lema del modelo Capistrano dice: “haz de tu mayor debilidad tu mejor fortaleza”. Esto, por complicado que parezca, es posible lograrlo, pero únicamente si entendemos la diferencia esencial entre dependencia y adicción que aquí hemos expuesto.

Cerraremos esta extensa entrada repitiendo la pregunta con que iniciamos el estudio de las adicciones, hace casi un mes: y tú, ¿a cuántos adictos conoces?

Estamos seguros de que las estimaciones iniciales habrán cambiado.

miércoles, 15 de enero de 2014

Y tú, ¿a cuántos adictos conoces? (Parte II)

En la delicia de la sal se hallan todas las lanzas del espíritu”
Saint-John Perse (citado por J.A. Marina)


La semana pasada lanzábamos esta pregunta al aire con la idea de intentar aclarar qué es y qué no es una adicción, palabra que hoy en día todos manejamos más o menos a la ligera. Nuestra primera conclusión fue que adicción NO es lo mismo que vicio, una idea que los profesionales de la salud sólo hemos llegado a incorporar a mediados del siglo XX, y a la que todavía le queda mucho recorrido hasta conseguir erradicar de la sabiduría popular la impronta moral que hasta la fecha impregna el mundo de las adicciones.

Hoy nos atreveremos con otra noción contraintuitiva y es que, por mucho que tendamos a relacionar una cosa con la otra, la adicción NO es placer.


De necesidades, castigos y recompensas.

Ilustr. "Trolley hunters", por Bansky

De entre todas las cosas que existen en el mundo y podemos captar con los sentidos, ¿cómo saber cuáles son las que necesitamos?, ¿por qué unas nos atraen (como el agua) mientras otras nos resultan indiferentes (pongamos una piedra)?. Nos puede parecer más importante saber dónde encontrar lo que necesitamos o cómo conseguirlo, pero de nada nos sirve si primero no aclaramos lo más importante: ¿qué debemos buscar?

Entendemos por necesidades fisiológicas aquellas exigencias que nuestro organismo nos reclama a fin de sobrevivir y dejar descendencia. Las aprendimos todos en la escuela: nutrición, relación y reproducción. Para cualquier ser humano eso se traduce en respirar, comer, beber, dormir, expulsar desechos y mantener contacto con otros humanos. La evolución de la especie ha determinado que algunos de los procesos más importantes sean automáticos o semiautomáticos (respirar), mientras que ha proporcionado a otros un mayor grado de flexibilidad (alimentarse, reproducirse). Pero una regla ha de cumplirse siempre: debemos repetir aquellas conductas que favorecen la máxima replicación y dispersión de nuestro material genético, y evitar aquellas que la perjudican. De ahí la importancia de la sal en el fragmento de poema que abre la entrada: la sal, por medio de la sed, es la puerta del deseo de agua, un deseo que nos mantiene con vida.

Hoy sabemos que esta regla de “buscar lo bueno y rehuir lo malo” tiene lugar gracias a una serie de conexiones neuronales que denominamos “sistema de recompensa”. La idea básica acerca de este sistema de recompensa es que, cuando llevamos a cabo acciones que son favorables para nuestros objetivos de supervivencia y reproducción, el sistema de recompensa se activa proporcionando un “premio” desde el punto de vista neurobiológico, lo cual nos permite aprender que repetir esa conducta es algo deseable . Al principio a ese premio se le denominó “placer” y se vino a asociar al neurotransmisor Dopamina, aunque hoy sabemos que no es exactamente así, y que el papel de la Dopamina se relaciona más con el aprendizaje de contingencias (herramienta principal del pensamiento probabilístico y la atribución causal), así como con la motivación para la acción en función de la probabilidad de exponerse u obtener algo.

Vías dopaminérgicas, representadas sobre Resonancia Magnética 

La Dopamina, por tanto, no produce placer, sino que indica (tras un aprendizaje asociativo causal) que existen posibilidades de obtener algo que valoramos como positivo (lo cual está influido por factores de aprendizaje imitativo, crianza, cultura y expectativas), y proporciona el sustento para su búsqueda activa por medio de conductas de aproximación. Nos acerca a las cosas y situaciones que tenemos por placenteras, pero también a otras que han dejado de serlo o nunca lo fueron.



Los dos cortocircuitos.

¿Produce algún placer el primer cigarrillo fumado a las puertas del instituto? ¿Es placer la tensión que siente el jugador de ruleta mientras sigue con la mirada la bola que habrá de determinar la ganancia o la ruina?

Se suele pensar que es el placer lo que mantiene a las personas atadas a sus adicciones. Pero lo que los clínicos vemos en consulta (y que ha sido ampliamente respaldado por la investigación) es que, una vez establecida la adicción, nos encontramos ante un divorcio efectivo entre el deseo de llevar a cabo una conducta y el placer que ésta proporciona. El adicto ya no disfruta al consumar su adicción, pero siente un deseo incesante y reiterado que le empuja a la acción, muchas veces para aliviar el malestar del propio requerimiento. Los mecanismos dopaminérgicos que controlan la motivación se han acabado alterando y, por ello, ni todo el consumo del mundo podría saciar a quien padece una adicción.

Lo natural, como hemos dicho, es que el sistema de recompensa se encargue de hacernos buscar alimentos nutritivos, agua en buen estado, parejas deseables... Además existen otra serie de situaciones que activan nuestro sistema de recompensa: practicar deporte, conseguir nuestros logros, disfrutar de una afición... Todo es susceptible de ser aprendido a través del sistema de recompensa, a condición de que el balance entre recompensa y castigo nos resulte favorable. Es la dopamina la que crea esos vínculos de aprendizaje, que luego son deseo y búsqueda. Pero algunas sustancias y conductas elevan artificialmente los niveles de dopamina. La cocaína, el alcohol, el juego, la heroína, algunas formas de sexo... son capaces de “trampear” los circuitos del sistema de recompensa, creando el hábito que estaría normalmente reservado a nuestras necesidades fisiológicas. Por eso, al margen del placer, la ejecución de la adicción favorece a su repetición, incluso cuando ya no resulta placentera. El cerebro, debido a este “cortocircuito” dopaminérgico, ha aprendido que esta conducta o sustancia es esencial, cuando en realidad no aporta nada a nuestro éxito biológico. Y de hecho son estas necesidades las que van quedando cada vez más desatendidas, y ensombrecido el brillo habitual de cualquier otra actividad que antes era placentera.





El segundo cortocircuito es específicamente humano. Se trata del salto simbólico por el cual podemos introducir una valoración positiva o negativa, apetecible o desagradable, a prácticamente cualquier cosa si así nos lo proponemos. Para los seres humanos las cosas son más de lo que ellas son por sí mismas. A través del símbolo, del significado que nosotros les podemos asignar, lo que en principio podría ser neutral a efectos de éxito biológico, acaba teniendo gran fuerza en un sentido u otro. En el fondo resulta comprensible que alguien encuentre apetecible la cocaína, ya que el bienestar y el vigor que proporciona de forma inmediata hacen olvidar cualquier consecuencia futura, por grave que pueda ser. Pero en el ejemplo que hemos puesto antes, el de quien comienza a fumar por primera vez, sólo lo simbólico puede superar lo desagradable del contacto con el humo. El joven fumador se entrena duramente para soportar el asco porque el cigarrillo es mucho más que un cigarrillo: es la entrada al mundo de los adultos, es rebeldía, pertenecer al grupo de iguales, o lo que el joven quiera que sea. Si puede soportar el asco hasta que la dopamina haga su trabajo, ya no dependerá nunca más del disfrute, y el propio deseo satisfecho se confundirá con el placer. Lo mismo puede suceder con todo tipo de conductas, que podrán lugar a adicciones tan varipiontas como las que veíamos en el video de la semana pasada.

Fotografía de Nick Stern, inspirada en un mural de Bansky

Por ello hoy sabemos que la adicción NO es placer NI vicio, sino un secuestro de la motivación y del deseo al alterarse nuestro sistema fisiológico de recompensa.

De ahí esa tragedia tan propia de los pacientes adictos: actuar como si se amara y necesitara lo que realmente se odia. De ahí brota la dolorosa contradicción personal del adicto, y también la incomprensión y el rechazo de los que no han sufrido este problema.

La semana que viene terminaremos abordando de la diferencia entre adicción y dependencia.

lunes, 6 de enero de 2014

Y tú, ¿ a cuántos adictos conoces? (Parte I)

Hay hábitos de libertad y hábitos de servidumbre”.
José Antonio Marina.

La palabra adicción está más que nunca a la orden del día. No pasan veinticuatro horas sin que escuchemos afirmaciones del estilo de: “soy adicto a tal serie de televisión”, “lo tuyo con el WhatsApp es pura adicción” o “me tengo que desintoxicar de mi ex”.

Se nos lanza el mensaje de que alimentos que creíamos inofensivos pueden ser “tan adictivos como la cocaína”.

E incluso se emiten programas de televisión en los que asistimos estupefactos a las más variopintas conductas irrefrenables:


Fragmento del programa "Mi extraña adicción"


Si nos pusiéramos a echar cuentas, ¿cuántas personas de nuestro alrededor (incluyéndonos a nosotros mismos) podríamos decir que son adictos a algo o a alguien?

¿Acertaríamos o erraríamos nuestros cálculos?
De entrada parece difícil saberlo.

Podríamos pensar, por todo lo dicho, que la adicción campa a sus anchas. Pero el sentido común probablemente nos susurraría que no, que no puede ser que todos seamos adictos a algo. Que todo debe ser fruto de una gran confusión, o de la diaria exageración que reclamamos en forma de noticias impactantes y programas de entretenimiento.

Si recurrimos al diccionario de la RAE, la definición tampoco nos saca de dudas al definir la adicción como el “hábito de quien se deja dominar por el uso de alguna o algunas drogas tóxicas, o por la afición desmedida a ciertos juegos”. (Las cursivas son nuestras, y muy discutibles como veremos)

La conclusión lógica es que, en conjunto, no tenemos muy claro qué es la adicción. Y más importante, los profesionales que nos dedicamos a este campo no hemos conseguido hacer llegar el más importante mensaje que debe delimitar aquello que NO es una adicción.

A lo largo de varias entradas intentaremos afinar las estimaciones a las que invita nuestra pregunta, y lo haremos exponiendo lo que no es adicción: ni vicio, ni placer, ni dependencia. Una vez que hayamos separado el grano de la paja quizás estemos en disposición de entender una enfermedad que desafía como ninguna otra nuestro conocimiento sobre lo que supone actuar como humanos.


La adicción NO es vicio

En su recomendable “Pequeño tratado de los grandes vicios”, el filósofo José Antonio Marina recorre la historia intelectual de los vicios. Para ello indaga los orígenes y ramificaciones de los siete pecados capitales del cristianismo. No lo hace por simple arqueología terminológica. Las pasiones y los vicios, aunque apenas se mencionen hoy en día, tienen una presencia innegable en nuestras vidas, pues influyen de forma soterrada en la manera en que nos comprendemos a nosotros mismos.

Fragmento del Árbol de la Virtud y Árbol de los Vicios. Biblioteca de la Universidad de Yale.

Durante siglos la palabra vicio fue la empleada para referirse a la conducta de aquellas personas que, buscando alguna forma de placer, actuaban en contra de su propio beneficio. El vicio se consideraba una debilidad moral por la cual, las pasiones naturales del hombre se dirigían a objetivos que no les eran propios. Desde el punto de vista moral las pasiones funcionaban como el motor que nos conducía hacia un cruce de caminos. Allí las únicas dos direcciones a seguir podían ser el vicio o la virtud. Dado que se nos suponía libre albedrío, uno podía (y debía) dirigir sus pasiones hacia la virtud, un refinamiento de las necesidades humanas que permitía diferenciarnos de los animales por medio de una posibilidad que ellos nunca han tenido: la de ser lo que uno quiera ser, y no lo que los instintos sugieran.

Ilustr. "Hombre en la encrucijada". John Shaw
Esta posibilidad, la elección entre virtud y vicio, entre Anábasis y Katábasis, ha sido la base de la vida moral en nuestra civilización durante cientos de años, y esto todavía se deja sentir. Para algunos la verdadera condición humana es la posibilidad de elegir entre una vida animal, atada a los bajos placeres, o bien una vida elevada, sublime, hermanada con los ideales humanos. Esta elección, que se nos plantea todos los días de nuestra vida es la que, según Marina, acaba dando lugar a hábitos de libertad (ser como uno desea ser) o hábitos de servidumbre (ser como a uno le obligan a ser).

La impronta del vicio como elección deja oír su eco en la definición de adicción de la RAE, pero también en la forma en que muchas veces percibimos a las personas que sufren la enfermedad adictiva: si el vicio es una elección activa, un dejarse dominar, todo lo que suceda después será parte de esa decisión personal. No será difícil entender entonces que la iglesia haya sido tradicionalmente la única fuente de tratamiento para los adictos, acogiéndolos con paternal severidad en su condición de “ovejas descarriadas”. También nos da una pista para comprender el amargo manejo de la culpa y el reproche que todavía se emplea como parte del tratamiento en bastantes comunidades terapéuticas.

Ilustr. Pawel Kuczynsk 
Pero la adicción, como hoy sabemos, tiene poco de elección y mucho de esclavitud. Precisamente el núcleo de la enfermedad adictiva es la pérdida progresiva de la capacidad de elegir libremente (o de hacerlo bajo un grado de condicionamiento similar al que afectaría a la media de la población no adicta). El adicto, por tanto, actúa condicionado, encarrilado. Su libre albedrío queda debilitado en grado variable. Por eso la adicción, como veremos, puede que a veces sea la última consecuencia de una elección personal mantenida en el tiempo (vicio), pero lo más habitual es que no sea así. Por lo general constituye un accidente, una trampa que se cierra inesperadamente sobre nosotros cuando creíamos tener el control, y por la cual sufrimos serias dificultades para dirigir los actos en la dirección deseada. A esta situación prácticamente nadie se somete de forma voluntaria, y cuando alguien así lo afirma nunca hay que descartar que nuestro orgullo nos esté llevando a afirmar que transitamos un camino porque es el que más nos place, y no porque sea el único que seamos capaces de recorrer en un momento dado.

En la próxima entrada seguiremos desgranando el concepto de adicción, explicando cuál es el sustrato biológico que da lugar a esta limitación del libre albedrío.